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sábado, 31 de marzo de 2012

Tesoros del camino: picota de la Puebla de Enaciados, en El Gordo


Arriba: enclavada sobre una pequeña loma donde antaño se fundó la Puebla de Santiago, posteriormente conocida como de los Enaciados, la picota de la Puebla de los Naciados se mantiene en pie como único testigo mudo de la existencia de un desaparecido municipio en el lugar, localidad que presentó una economía en auge gracias principalmente a su ubicación intermedia en la vía de unión entre Extremadura  y las tierras castellanas, que llevó a muchas gentes criadas en esa antigua frontera, la mayoría enaciados, a convertirse en vecinos de la misma.


Existe en la lengua castellana una palabra en total desuso actualmente, considerada desde mucho tiempo atrás como un arcaísmo, que ya durante la Baja Edad Media presentaba escasez en su utilización escrita, y posiblemente también en la hablada, al desaparecer paulatinamente el sujeto al que hacía referencia.

Se conocía en la España medieval como enaciado o naciado a los súbditos cristianos que, viviendo en la zona fronteriza que separaba las dos grandes facciones que se repartían la totalidad de la Península Ibérica, clasificados como reinos cristianos en la subdivisión norte, y la zona musulmana de Al Ándalus al Sur, eran considerados como tránsfugas o renegados, conviviendo en esa especie de tierra de nadie con la población musulmana, igualmente fronteriza, unidos a éstos por diversos motivos de interés o amistad, más materiales que culturales, resultando como fruto de tan estrecha relación una especie de identidad propia, mostrando un excelente bilingüismo al dominar ambas lenguas romance y árabe, de posiblemente relajadas o prácticamente inexistentes prácticas religiosas, llevándolos una veces a ser apreciados y necesarios por su conocimiento del mundo andalusí a la hora de efectuar relaciones diplomáticas, pero despreciados en la mayoría de los casos por el resto del pueblo cristiano, que veía en ellos a enemigos del rey, dudosos apóstatas vinculados a los vecinos islámicos, ampliamente acusados de espionaje y traición frente a los monarcas cristianos de los que eran súbditos, probándose en algunas ocasiones sus servicios como espías ofrecidos a los dirigentes andalusíes, llevándoles en tal extremo a ser condenados con el tiempo y de manera casi generalizada con la pérdida de sus bienes y, en el peor de los casos y dependiendo del reino del que dependieran, con la pérdida de la propia vida.

A raíz del amplio movimiento que sufrió la frontera entre la España cristiana y las tierras andalusíes tras la caída de los almohades en la batalla de las Navas de Tolosa, acaecida en el verano de 1.212, y la posterior derrota y reconquista de la casi totalidad de los terceros reinos de taifas, salvándose únicamente de la conversión el Reino Nazarí de Granada, las tierras que antes habían servido de frontera durante varios siglos dejaron de poseer esta categoría, desapareciendo poco a poco y con ellas los enaciados de muchas regiones y el fenómeno social que su existencia conllevaba. No cae sin embargo en el recuerdo su pasada presencia en algunas comarcas en las que la misma dejó huella, y que no cesaron de ser zonas fronterizas, si bien no como frontera entre reinos o culturas, como limitación entre regiones interiores o provincias. Es el caso destacado del antiguo término municipal de la Puebla de Enaciados o de Naciados, actualmente perteneciente a la localidad de El Gordo, ubicado en la frontera oriental de la provincia cacereña, cercana a Navalmoral de la Mata y limitando con las tierras de Toledo, enclave repoblado con gentes venidas de Ávila, provincia a la que un día perteneció junto a la cercana Berrocalejo, hasta su traspaso a la región extremeña en 1.833 tras crearse jurídicamente la provincia de Cáceres.





Arriba: sorprendiendo al caminante que se topa con los vestigios de la Puebla de los Enaciados en medio del campo extremeño fronterizo con la provincia toledana, la picota conservada del antiguo municipio presenta un sencillo diseño, con un fuste alargado de nueve tambores sustentado por una basa granítica, elevado del suelo a través de cuatro escalones cilíndricos.


Tras la reconquista de la ciudad de Toledo en 1.085 por el rey leonés Alfonso VI el Bravo, conseguida mediante acuerdo entre el monarca cristiano con los gobernantes de Reino Taifa toledano, la frontera entre los territorios cristianos y andalusíes se establece en este punto del centro peninsular a la altura de la fortaleza hispano-musulmana de Al-Vaqqas, conocida por los cristianos como Vascos, cuya despoblación comenzó por aquel entonces fomentándose el auge, sin embargo, de otras poblaciones cercanas como Navalmoralejo, a la cual pertenecen actualmente los vestigios de mencionado castillo toledano fronterizo con Cáceres. Esta cercanía con Al Ándalus y el Reino Taifa de Badajoz, hasta que la frontera fuera desplazada siglo y medio después tras la caída del Imperio Almohade, hizo que entre los pobladores de la zona comenzaran a surgir los denominados enaciados, seguramente promovidos más por motivos económicos o materiales que por auténtica vocación. Con un tráfico de mercancías de telón de fondo, parecido a lo que hoy en día conoceríamos como estraperlo, fueron los naciados requeridos entonces por los monarcas cristianos como traductores de sus embajadores enviados a los reinos de taifas primero, y ayudantes de los diplomáticos frente al poder almohade posteriormente.

La desaparición de la frontera durante la primera mitad del siglo XIII marcó el final de la actividad enaciada. Se funda entonces, en 1.250, la Puebla de Santiago del Campo Arañuelo, nombre con que inicialmente se denominó a la Puebla de los Enaciados, surgida en el paraje conocido como Sexmo de las Herrerías probablemente sobre los restos de alguna antigua población romana, a juzgar por los restos latinos conservados en las cercanías de ésta, y enclave ubicado en la calzada que los hispano-romanos trazaron para unir Emérita Augusta (actual Mérida) con Caesar Augusta (Zaragoza), atravesando Toletum (Toledo). Siendo sus fundadores colonos abulenses, la localidad comenzó enseguida a recibir la llegada de gentes de tierras cercanas, otrora fronterizas, atraídas fundamentalmente por el auge económico de la zona basado principalmente en el comercio, auspiciado por su ubicación dentro de la histórica ruta comercial que unía Extremadura con Toledo, acrecentada posteriormente con la construcción de molinos sobre el río Tajo, el pastoreo y la explotación de unas cercanas minas de cobre. Es seguramente entonces cuando la Puebla acoge como vecinos a antiguos enaciados o descendientes de éstos, así como a población de origen musulmán que permanece en la zona como moriscos convertidos a la fe cristiana y nuevos súbditos de la Corona castellana, dándole el nombre con que con el paso de los años será conocida definitivamente la localidad.



Arriba: servían los rollos jurisdiccionales en España no sólo a la Justicia del lugar, como enclave en el que mostrar a los reos ajusticiados, sino además como símbolo del vasallaje de los pueblos, muchos de ellos a un señor, como en el caso de la Puebla de Enaciados al Conde de Miranda, cuyo escudo, el de los Zúñiga, se labró en la picota bajo los canecillos que la culminan, de los que sólo sobreviven tres de los cuatro que la circundaban.


Obtiene la por entonces Puebla de Santiago el título de villa en 1.393, reinando en Castilla Enrique III el Doliente. Pocos años después, en 1.423 y gobernando Juan II, pasa la Puebla, junto a sus aldeas aledañas y dependientes de la misma (El Gordo, Berrocalejo y Valdeverdeja, ésta última actualmente en la provincia de Toledo), a manos de D. Pedro de Zúñiga, Justicia Mayor del reino. Su descendiente, D. Diego López de Zúñiga y Guzmán, recibirá por parte de Enrique IV el título de Conde de Miranda del Castañar, convirtiendo así sus posesiones en el Condado de Miranda, incluyendo en el mismo la Puebla, sus tres pedanías mencionadas, así como las cercanas Talavera la Vieja y Bohonal de Ibor. También pertenecerá al Condado el Puente del Conde sobre el río Tajo, por el que discurría la vía de unión entre tierras extremeñas y castellanas y al que estará vinculado el destino de la Puebla de Enaciados. La construcción durante el reinado de Carlos I de España del Puente de Almaraz conllevará la aparición de un nuevo trayecto comunicativo entre Extremadura y Toledo, comenzando así poco a poco el declive de la Puebla, cuyos pobladores se irán repartiendo por pueblos limítrofes según decae el trasiego de la calzada junto a la que se asienta el municipio. La destrucción del Puente del Conde por las tropas napoleónicas durante la Guerra de la Independencia, así como el cierre de las minas de cobre tras agotarse los materiales extraídos de las mismas, unido a una legendaria epidemia que diezma la población al tomar las aguas infectadas de la cercana Fuente de los Muertos, bautizada así por tal motivo, provocan la despoblación total de la Puebla de Enaciados, abandonada por completo en 1.850.

Destruidas con el paso del tiempo la totalidad de sus viviendas, y apenas sobreviviendo algunos restos de muros y vestigios de la que fuera la Iglesia parroquial de Santiago, se mantiene en pie, sin embargo, el rollo jurisdiccional de la villa, erguido incansable como recuerdo de la población a la que perteneció y testigo del lugar que allí se levantó cuando España no era más que un conglomerado de reinos que luchaban por mover sus fronteras en pro propia y contra los demás. Reflejado en el escudo de la localidad de El Gordo, al que actualmente se vincula dicha picota como vinculados están los habitantes de éste a la antigua villa, el rollo de justicia de la Puebla de Enaciados presenta un sencillo diseño, fabricado con nueve tambores graníticos que conforman un alargado fuste apoyado sobre basa del mismo material. Ésta a su vez se distancia del suelo por cuatro escalones cilíndricos que surgen de la tierra, cercano el rollo a la parroquia y ubicado posiblemente en lo que antaño fuese corazón de la urbe. 



Arriba: cercanos a la picota de la Puebla se conservan escasos vestigios de la parroquia del lugar, la Iglesia de Santiago Apóstol, frente a la cual los habitantes de El Gordo erigieron un altar, construido en 1.992 por D. Eugenio Jiménez Bravo, utilizado durante la Romería que anualmente se celebra cada 1 de mayo en memoria del desaparecido municipio del que partieron la mayor parte de los antepasados de los actuales gordeños, regresando al mismo por la senda que, partiendo del Pilón del pueblo, se orienta hacia el Levante, con la provincia de Toledo como trasfondo y recuerdo continuo de la situación fronteriza que vive el lugar  y que permitió tiempo atrás el surgimiento de los enaciados que hicieron de él su hogar.


Como ocurriera en otros muchos lugares de España, se erigió posiblemente la picota de la Puebla de Enaciados durante los primeros siglos de la Edad Moderna, utilizado no sólo por la Justicia del lugar, sino además como muestra del régimen al que la misma estaba sometida, y que en este caso señalaría al Condado de Miranda. Figuran por tal motivo en el séptimo cuerpo del rollo de justicia, por debajo de los salientes de los que colgarían los cuerpos de los reos ajusticiados o las cabezas de los delincuentes decapitados, el escudo de los Zúñiga, apellido que ostentó el título nobiliario al que pertenecía el Condado, diseñado con una banda cruzada desde la esquina superior izquierda a la inferior derecha, coloreado de gules, o negro, con una cadena de ocho eslabones de plata circundando el escudo en su perímetro interior y sobrepuesta a la cinta.

Aunque un Decreto dictado por las Cortes de Cádiz el 26 de mayo de 1.813 dictaminaba la destrucción de las picotas y rollos jurisdiccionales a lo largo y ancho de todo el territorio español, al considerarse vestigios de un antiguo vasallaje propio de un Antiguo Régimen que se quería olvidar, un gran número de ellos se salvó de tal final al posponer las autoridades municipales la demolición de este monumento de su pasado, engarzando con la abolición de mencionado Decreto y de la mayor parte de las normas dictadas por las Cortes gaditanas, incluida la Constitución de 1.812, a la vuelta al gobierno de Fernando VII. Se indultaban así los rollos de justicia que no habían sido desmontados tras publicarse su orden de destrucción, incluyéndose dentro de la lista de picotas sobrevivientes la de la Puebla de Enaciados que, tras el abandono y desaparición de la villa a la que perteneció, sirvió para conservar el recuerdo, no ya del vasallaje que un día sometió al enclave y a sus pobladores, sino como testigo de la existencia en aquel lugar de la que un día fue capital de la comarca del Campo Arañuelo, y antiguo refugio de los habitantes de una frontera extinta que antaño marcaba la existencia de dos culturas diferentes en la Península Ibérica, hermanadas en muchos casos, pero enemigas en otros. El rollo jurisdiccional o picota de la Puebla de Enaciados es, sin lugar a dudas, más que una sorpresa para el caminante, un tesoro en el camino.

Torre de los Pozos, en Cáceres



Arriba: destacando hoy en día de entre todas las torres conservadas del flanco oriental del sistema amurallado cacereño, la conocida como Torre de los Pozos se yergue esbelta capitaneando el baluarte que lleva su nombre, cuyo actual aspecto resulta de las posteriores reformas cristianas sobre un semidestruido entramado hidráulico almohade al que perteneció la atalaya y  del que proviene la nomenclatura del lugar.

A camino entre la crónica histórica y la leyenda popular se ubica el capítulo que narra la reconquista definitiva de la ciudad de Cáceres por parte de las tropas cristianas, capitaneadas por el rey Alfonso IX de León, llevada a cabo la noche del 23 de abril de 1.229, festividad de San Jorge, siguiendo los planes militares dictaminados por tal monarca, decidido a desplazar la frontera entre ambas facciones político-religiosas hacia el Sur, hasta alcanzar las vegas del río Guadiana e incorporar a su reino las tierras ubicadas al norte de mencionada corriente fluvial en la zona que más tarde se conocería como Extremadura, y cuyo sueño vería cumplir tras hacerse no sólo con la plaza cacereña, sino tomando además la emeritense y conquistando la ciudad de Badajoz, con apenas varios meses de diferencia entre el acaecimiento de unos y otros hechos, poco antes de la muerte del rey sucedida tras el verano de 1.230.





Varios habían sido los intentos del monarca por incorporar a sus dominios la que por entonces era llamada por los musulmanes como Qazris o Al Qazeres, nomenclatura de la que deriva el nombre actual del lugar, con sucesivos asedios en los que era apoyado no sólo por sus tropas y soldados de orígenes leonés, asturiano o gallego, sino además por diversas Órdenes militares, aprovechando la decadencia que comenzaba a reflejar el poder almohade sobre los territorios andalusíes, fuertemente tocado tras la derrota militar sufrida por las tropas musulmanas en la batalla de las Navas de Tolosa en julio de 1.212, comenzando tras la misma y con la muerte de su califa Al Nasir la etapa de los terceros reinos de taifas.

Ya había sido reconquistada con anterioridad la plaza cacereña en varias ocasiones, recuperada por primera frente al poder islámico en 1.166 por las huestes de Gerardo Geráldez, posteriormente conocido como Gerardo Sempavor o Gerardo  sin miedo, héroe de la reconquista portuguesa que se hizo con varias de las plazas andalusíes ubicadas en las que habían sido tierras lusitanas durante la época de los segundos reinos taifas. Fernando II de León la incorporaría por primera vez a los dominios de la Corona leonesa tras la toma de la ciudad por sus tropas en 1.169, figurando como plaza cristiana durante cinco años, durante los cuales se fundó en ella la denominada Orden de Santiago o de los Fratres o Caballeros de Cáceres, surgida para defensa de la ciudad y de los peregrinos que siguiendo la ruta mozárabe dirigían sus pasos hacia Santiago de Compostela, y cuyos miembros la perdieron frente al auge de los almohades, Imperio fundado al Norte de África que retomaba con fuerza bajo su poder las tierras de Al Ándalus.







No sabemos si la recuperación cristiana definitiva de la ciudad se debió a un fuerte ataque sorpresa por las tropas leonesas, cuya batalla se libró al parecer junto a la antigua Puerta de Coria, acceso norte de la ciudad y que tomó desde entonces y por tal motivo el nombre de Plazuela del Socorro, o si bien, y siguiendo los hechos narrados por la tradición oral recogidos en la leyenda más popular entre los cacereños, la toma alcanzó su éxito gracias a un ardid ingeniado por los leoneses, cuyo capitán supo hacerse de las llaves de un portillo que supuestamente comunicaba el alcázar de la ciudad con el flanco oriental de su cinturón amurallado, traicionando para ello el amor depositado en él por la hija del caíd, que se las había entregado con el fin de poder encontrarse cada noche con el hombre al que amaba. Recibía este pasadizo el nombre de Mansaborá o Mansa Alborada, tapiado según la propia leyenda tras la caída de la ciudad con la princesa convertida en gallina de áureo plumaje en su interior, y cuya existencia nunca se ha podido demostrar con seguridad, a pesar de descubrirse a mediados del siglo XX en los subsuelos del Palacio de las Veletas, surgido sobre el solar donde se erigía el antiguo alcázar, la entrada cegada a un desaparecido túnel, y de poderse vislumbrar desde la Ribera del Marco a su paso por la Fuente del Concejo una entrada a la muralla igualmente cegada cuya portada aparece abierta a los pies de la llamada Torre de los Pozos, de los Pozos del Conde, o del Gitano.

Sin embargo, y a raíz de la ejecución de diversas obras urbanas ejecutadas en la calle Miralrío a mediados de la década pasada, la demolición de varias viviendas construidas a los pies del Baluarte de los Pozos permitió descubrir no sólo los cimientos de una desaparecida torre coracha de la que se intuía su existencia, sino además recuperar una cisterna olvidada, averiguar el uso del portillo que allí se conserva, así como trazar los planos de un entramado sistema hidráulico al que pertenecen la Torre de los Pozos y los restos de la Torre de los Aljibes, ubicada a escasos metros de ésta y cuyos nombres ya permitían barajar la posibilidad de que su construcción se debiera a la defensa de una destacable captación de agua en el lugar, diseñada por los mismos arquitectos almohades que habían rediseñado y reforzado el sistema amurallado cacereño.







Desde su fundación por los romanos, y tras la caída del Imperio latino, poco o nada se sabe del pasado cacereño, incluyendo en este oscuro pasaje de su historia tanto la etapa visigoda como las primeras fases de la ocupación islámica, hasta la llegada a la Península Ibérica de los almohades. Entre las fuentes escritas apenas contamos con la cita del historiador al- Umari, que en el siglo X comentaba que Cáceres estaba “bien definida y como colgada de las nubes”. En cuanto a los vestigios monumentales o arqueológicos, cabe la posibilidad de que el Aljibe hispano-musulmán ubicado bajo el Palacio de las Veletas fuese creado en época emiral o califal, como defienden algunos eruditos basándose en la aparición de elementos romanos usados para la sujeción de sus arcos, solución arquitectónica muy habitual durante mencionadas épocas, idea apoyada además por los recientes estudios que barajan la posibilidad de que este espacio fuese empleado como mezquita antes de su reconversión por los mismos musulmanes como enclave para la captación de agua de lluvia. También es conocido que durante el Califato Cordobés la fortaleza cacereña se incluyó dentro de la línea defensiva que en este rincón andalusí pretendía contrarrestar los ataques castellanos, más propios de pillaje y rapiña que de incursiones militares, junto a los castillos trujillano, montanchego y el desaparecido de Santa Cruz de la Sierra.







La llegada de los almohades a la ciudad supuso no sólo el florecimiento socio-económico de la misma, sino el fortalecimiento de su urbanismo, y fundamentalmente el refuerzo y reconstrucción de sus murallas, posiblemente basado más que en un afán defensivo, en una táctica militar ofensiva al dotar a la plaza de un nuevo y fuerte amurallamiento de tapial sobre mampostería y sólida base fabricada con sillares graníticos reutilizados de antiguos edificios de origen romano, así como tomados de los restos de la previa muralla latina, que permitirían no sólo la defensa de los habitantes de la plaza, sino además el refugio y acuartelamiento de las tropas almohades que, venidas desde las regiones meridionales de Al-Ándalus, tomarían la ciudad como punto desde el que dirigir la protección de las fronteras andalusíes en esta zona de la Península Ibérica, así como  lugar de partida de las futuras incursiones en los territorios cristianos, intentando con ellas disuadir las repoblaciones y recuperar los terrenos y el prestigio que el poder musulmán había parcialmente perdido durante la etapa de los segundos reinos de taifas.







La construcción de la muralla almohade, con un perímetro de 1.174,7 metros y más de una veintena de torres albarranas, a las que se sumarían más de media docena de cubos o torres de flanqueo, se llevó a cabo bien desde la reocupación islámica de la ciudad tras la derrota infligida a los Fratres de Cáceres en 1.174, o a partir del año 1.195, fecha en que tuvo lugar la batalla de Alarcos, perdida por el reino de León, que permitió a los musulmanes restablecer en poco tiempo sus posiciones hasta la vega del río Tajo, convirtiendo entonces la ciudad como enclave primordial en la defensa de estos recuperados territorios, reconstruyendo y reforzando sus murallas como también lo hiciesen durante ese periodo de tiempo en Badajoz o en Trujillo, a resaltar entre otros castillos o alcazabas. La obra ejecutada por el Imperio almohade mu´miní, última reforma de importancia de las efectuadas sobre las defensas de la ciudad y cuyo resultado se ha conservado en gran proporción hasta nuestros días, presentaba como resultado un recinto acotado de 8,2 hectáreas y al que se accedería por tres puertas principales, las mismas que los romanos ubicaron en los flancos norte, este y sur de la antigua colonia, barajándose la posibilidad de que también en el flanco occidental existiera una entrada al interior de la plaza, ubicada bajo el espigón de la Torre del Horno y defendida por la misma, similar a la conservada en Jerez de la Frontera y conocida como Puerta del Campo. Desde esta misma atalaya albarrana partiría un muro interior que reforzaría la división del lugar en tres recintos diferenciados, con la medina en la subdivisión norte, donde hallaríamos las viviendas y los baños, un albacar sin construcciones en la subdivisión sur, espacio destinado posiblemente a la ubicación del zoco y como resguardo de los pobladores de zonas aledañas y de la ganadería en caso de asedio, así como terreno cedido a las tropas aliadas visitantes para su acampada, y finalmente una zona central ocupada con la alcazaba de la ciudad, lugar de reunión de las tropas y guarniciones militares propias, así como emplazamiento donde se erigiría el alcázar o residencia del caíd, y la mezquita del lugar, reemplazadas siglos después por el Palacio de las Veletas y la Iglesia de San Mateo, respectivamente. De los muros orientales de la alcazaba partiría nuevamente un muro divisorio que alcanzaría el Baluarte de los Pozos, por donde un posible portillo, quizás el reseñado en las leyendas, permitiera la fuga en caso de asalto por las tropas enemigas.







Es la Torre de los Pozos las más avanzada de las torres albarranas que circundan los lienzos de la muralla, edificada sobre un promontorio rocoso que facilita la defensa de la que está considerada como una de las más grandes de las torres almohades de Cáceres. Unida a la muralla por un paso albarrano de 26 metros de longitud, desaparecido en su mayor parte al ser engullido por posteriores viviendas, la también llamada Torre del Gitano posee una planta trapezoidal cercana al rectángulo, elevándose 14 metros desde su base. Desaparecido su almenado así como el acceso a la misma a través del mencionado paso albarrano, la entrada actual se lleva a cabo por un portillo localizado en el flanco sur de la misma, que la comunica con el resto del baluarte y por el que nos adentramos a la cámara interior de la torre, desde la que se accede a la terraza superior, cubierta por bóvedas de aristas apoyadas en una columna formada por tres tambores graníticos, de 1,84 metros de altura. Sí conserva de manera intacta, aunque amenazados por el paso del tiempo y su exposición a la intemperie desde su creación en época almohade, diversos esgrafiados en sus caras norte y oriental, decoración extremadamente valiosa no sólo por figurar como uno de los escasos elementos artísticos de fábrica hispano-musulmana conservados en la ciudad, sino además por constituir un legado histórico incomparable de la presencia almohade en la plaza. Mientras que en la cara oriental y frontal de la Torre de los Pozos alternan dos estrellas de ocho puntas, comunes en el arte musulmán, con falsos sillares y lágrimas, en la cara norte aparece un epígrafe trazado con caligrafía cúfica andalusí, donde los estudiosos arabistas han querido leer una alabanza religiosa traducida como “Dios es nuestro señor”. Varios metros por debajo de éste esgrafiado, una cinta anudada se conserva encasillando el falso sillarejo, vestigio de la posible decoración a base de cintas de mortero de cal que posiblemente cubrieron en un pasado la casi totalidad de los lados externos de la torre.








El portillo que en la actualidad permite el acceso al interior de la Torre de los Pozos facultaba antiguamente la comunicación de ésta con la próxima Torre de los Aljibes, enclavada junto a la esquina sur del lienzo que, partiendo de la Torre del Gitano cierra el lado oriental del baluarte. Un recorrido por el adarve del mismo, coronado con seis merlones, conduce hasta el paso albarrano que unía la Torre de los Aljibes al baluarte, manteniéndose hoy en día tan sólo este pasillo, cerrado como si de una menuda torre de flanqueo se tratara, así como la base de la atalaya. El flanco sur del conjunto defensivo, por otro lado, muestra hoy en día el muro con que los cristianos forraron el lienzo almohade previo, con diez merlones coronados en albardillas piramidales. También tras la Reconquista efectuada por los cristianos, y una vez en desuso los amurallamientos de la mayoría de los pueblos y ciudades españolas, el tramo de muralla coincidente con el espacio interno del baluarte fue sustituido por viviendas pertenecientes al Barrio de San Antonio o Judería Vieja, rellenándose el interior del baluarte con tierra y materiales rocosos hasta alcanzar los adarves de sus muros meridional y oriental, utilizándose dicho relleno como suelo donde sembrar así como el recinto resultante para llevar a cabo labores hortelanas.





Sin embargo la mayor transformación sufrida por el conjunto defensivo fue la que atañó a la Torre Coracha, enclavada frente a la Torre de los Pozos y defendida por esta última. Desaparecida casi en su totalidad, las labores arqueológicas llevadas a cabo a raíz de su descubrimiento en la década pasada han permitido recuperar no sólo los cimientos de la atalaya, pudiéndola ubicar con precisión en el mapa y otorgándole la veracidad que su desaparición había puesto en cierta duda, sino además la denominada Cisterna de San Roque que bajo ella se aloja, gran aljibe conservado en buen estado y cuyo almacenaje acuífero habría dictaminado el diseño del entramado hidráulico y defensivo del Baluarte de los Pozos. Posiblemente se nutre este aljibe de aguas subterráneas que afloran en esta zona de la ciudad, como sucede en otros múltiples lugares del casco urbano gracias a la profusión de las zonas calizas, tomándose las mismas a través de dos brocales que, en la parte baja de la torre, afloraban en una terraza fortificada de ésta, a la que se accedía por un igualmente fortificado pasillo que partía del portillo labrado en el flanco oriental del baluarte, defendido por la Torre de los Aljibes.





Gracias al descubrimiento de los restos de la Torre Coracha se ha podido recuperar no sólo un espacio más perteneciente al amurallado almohade cacereño, sino además los restos de un entramado hidráulico del que formaban parte la Torre de los Aljibes y la de los Pozos, y en definitiva el Baluarte donde ambas residen. Sabemos también que el portillo abierto en el flanco oriental del Baluarte, cegado hoy en día por el relleno que ocupa el interior del mismo, comunicaba la ciudad con la terraza desde la que poder sacar el agua depositada en la Cisterna de San Roque. Lo que no podremos saber es si este pasillo tuvo algún día otra puerta más allá que, escondida a los pies de la Torre Coracha, permitiría la comunicación desde este punto de la vega de la Ribera del Marco con el interior de la plaza fortificada, favoreciendo la evacuación de los residentes en caso de asedio, o bien como cuenta la leyenda, el asedio mismo a través de su sinuoso recorrido trazado en las entrañas de la ciudad hispano-musulmana. Quizás algún día un nuevo descubrimiento permita seguir escribiendo nuevos capítulos sobre la naturaleza de este monumento, así como sobre la historia de la ciudad, quedando hasta entonces viva la leyenda que desde siglos atrás circula incansable entre los habitantes de Cáceres, formando parte inseparable de su cultura y de su tradición más querida.





Cómo llegar:


(Entrada en construcción; disculpen las molestias. Gracias)



viernes, 23 de marzo de 2012

Aljibe mayor del Castillo de Trujillo



Arriba: diseñado en forma de L invertida y con 12,5 metros de longitud en su lado superior, el aljibe mayor del Castillo de Trujillo, junto con su hermano de menores dimensiones, ha surtido de agua a las huestes militares que allí han acampado, desde que se erigiera el recinto militar como enclave defensivo de una de las plazas más destacadas de la mitad septentrional del Al-Ándalus califal.

Cuenta el geógrafo y cartógrafo hispano-musulmán Abú Abd Alláh Muhammad al-Idrisi, más conocido como sencillamente Al-Idrisi, o El Idrisi, que la villa de Trujillo “es grande y parece una fortaleza. Sus muros están muy sólidamente construidos y hay bazares bien provistos. Sus habitantes, tanto jinetes como infantes, hacen continuas incursiones en el país de los cristianos. Ordinariamente viven del merodeo y se valen de ardides”.  Esta cita del viajero ceutí del siglo XI es una de las pocas fuentes escritas que nos hablan del pasado musulmán de la ciudad de Trujillo, llamada por aquel entonces Torgielo, Torgelo o Turyila, tras haberse conocido como Turgalium por los romanos o como Turcalion por los visigodos. La cita, aunque escueta y aparentemente anecdótica, es, sin embargo, un lujoso referente del que poder extraer información histórica sobre el pasado hispano-musulmán de Trujillo, no sólo por ser una de las escasas fuentes  contemporáneas a esa fase medieval que nos describen el ayer de la ciudad durante su periodo islámico, sino además y fundamentalmente por recoger detalles muy puntuales y concisos de la plaza en aquellos días, de su actividad mercantil y de sus gentes, demostrando así el desarrollo e importancia que Trujillo mostraba y poseía en Al-Ándalus, realidad histórica apoyada además por otra fuente de la que emana información a pesar de no ser una base escrita: la arquitectura hispano-musulmana conservada de aquella época.





Se considera la probabilidad de que el Trujillo hispano-musulmán, compuesto de alcázar y medina, abarcara espacialmente el mismo terreno que siglos después acogiera el actual casco histórico intramuros de la ciudad extremeña. Mientras que en el enclave donde encontramos hoy en día la Plaza Mayor de la localidad pudiera haberse celebrado antaño el mercado musulmán o situarse en esa explanada exterior el zoco de la ciudad, de donde pudo heredar la tradición mercantil y de donde pudiera provenir el nombre de Azoguejo con que se conoce a una plazuela cercana, en el espacio intramuros la iglesia de Santa María podría haberse construido sobre el enclave que acogió previamente la mezquita de Torgielo, salvándose para la posteridad varios aljibes de la época bajo las calles y palacios trujillanos (magnífico ejemplo sería la cisterna califal de la calle del Altamirano), y posiblemente reutilizándose desde entonces la alberca cuyo origen algunos han querido atrasar hasta la época de dominación romana.





Es sin embargo el mayor y más importante monumento legado por la población hispano-musulmana a Trujillo el castillo que, probablemente desde comienzos del siglo X, corona el cerro granítico conocido como de Cabeza de Zorro, considerado el punto origen de la localidad y enclave más alto de la misma desde el cual se puede divisar prácticamente toda la comarca a cuyas tierras la ciudad da nombre. Respondió la construcción de este fuerte durante los primeros años de la época califal a un plan defensivo con el que el Califato Cordobés quería contrarrestar los ataques que los reinos cristianos del Norte peninsular lanzaban contra las tierras septentrionales andalusíes, especialmente tras ocupar los asturianos y leoneses los territorios que antes no eran considerados de nadie, moviendo sus fronteras hasta incluir en ellas la vega del río Duero, y reconstruir la ciudad de Zamora en el año 893, convirtiéndose ésta desde su incorporación al reino de León por Alfonso III en la fortaleza más importante para los cristianos de la mitad occidental peninsular, repoblada por los mozárabes toledanos que veían en el avance de los reinos que tomando como estandarte la Cruz de Cristo avanzaban hacia el Sur una oportunidad de retomar sus vidas lejos de un gobierno musulmán que toleraba sus creencias y costumbres a la par que los perseguía, según el rigor religioso con que el soberano de turno reinara.





Pertenecía Trujillo a la denominada Marca o Frontera Inferior, llamada Al-Tagr al-Adna por los musulmanes, que junto a las Marcas Media y Superior conformaban las zonas fronterizas de Al-Ándalus con sus vecinos del norte peninsular. Se dividían éstas a su vez en Coras o subdivisiones administrativas, ocupando prácticamente la totalidad de la Marca Inferior la denominada Cora de Mérida, germen del posterior reino taifa de Badajoz y donde la antigua capital lusitana encabezaba los territorios noroccidentales andalusíes, entre la vega del río Guadiana y el Océano Atlántico. Conocida como Xenxir en época emiral, la Cora de Mérida poseía un eminente carácter militar debido a su carácter fronterizo, con una economía pujante heredera de épocas previas, y una población donde los berberiscos o beréberes contaban como uno de los grupos a destacar por su poderosa colonización e intervención en el devenir de la historia de la zona.






Varias fueron las tribus beréberes que se asentaron desde comienzos de la ocupación islámica y especialmente durante el periodo emiral a lo largo y ancho de los territorios que conforman la actual región de Extremadura. Destacan, entre todas ellas, las de Nafza y Miknasa, distribuyéndose principalmente los primeros en la zona nororiental, y los segundos en la comarca de la Serena. Mientras que los Nafzíes mantenían como núcleo principal de su presencia la fortaleza de Al-Vaqqas, bautizada por los cristianos como Vascos, en la actual provincia de Toledo, los Miknasíes presentaban como plaza clave la de Al-Asdam, población desaparecida y cuya localización aún hoy en día es un misterio, pero que algunos estudiosos han querido localizar bajo la actual Zalamea de la Serena, basándose en la traducción de la nomenclatura árabe de la perdida ciudad, entendida como “la de las columnas”, posible alusión al dystilo romano que decora la localidad pacense. El límite de los territorios ocupados por ambas tribus englobaría posiblemente las actuales Tierras de Trujillo, teniéndose constancia de que fuera esta localidad un punto de acogida de gentes de ambas ramas beréberes, huidos tras protagonizar abortados levantamientos contra el poder emiral, abundantes éstos durante los siglos VIII y  IX, y germen y antecesores de los jinetes que Al-Idrisi, varios siglos después, describía como ejecutores de las continuas razzias acometidas por los cercanos reinos cristianos.





Las incursiones contrarias realizadas en la zona andalusí por los furtivos leoneses llevó, un siglo después de la llegada de los beréberes a la ciudad, al establecimiento del cinturón defensivo que en esta parte del emirato y posterior califato defendía los territorios gobernados bajo el signo del Islam. Entraría Trujillo a formar parte de la línea defensiva junto a las fortalezas de Cáceres, Santa Cruz de la Sierra y Montánchez, con las que mantenía contacto visual desde el punto más alto de la ciudad, enclave ideal por ese motivo para levantar allí  el castillo que siglos más tarde aún se conserva. Considerada esta fortaleza de fábrica ligeramente posterior a la Alcazaba de Mérida, erigida en el año 835, comenzó posiblemente la edificación del Castillo de Trujillo durante la segunda mitad del siglo IX o comienzos del siglo X,  coincidiendo con la frontera histórica entre la desaparición del Emirato andalusí y el origen del Califato Cordobés, tras el ascenso al trono de Abd al-Rahmán III y época dorada de la España musulmana. Se siguieron para su construcción los esquemas propios de las alcazabas musulmanas de aquella época, tomando como ejemplo más cercano la mencionada fortaleza emeritense. Prácticamente hermético, sin ventanas y con escasas puertas que lo comunican con el exterior, bellamente rematada la principal en arco de herradura,  sus muros se elevaron usando para su construcción sillares graníticos, muchos de ellos reaprovechados de extintas construcciones y panteones romanos, entre los que aparecen algunas piezas pizarrosas, y colocados fundamentalmente en base a continuas hiladas.






Apareció en esta primera fase constructiva el denominada Patio de Armas, recinto cuya extensión alcanza los 2.000 m2 y con estructura cuadrangular, defendido por ocho torres adyacentes a sus muros y con dos portadas de acceso. Durante la ocupación almohade, dos siglos después, la fortaleza se vería incrementada en su planta con una Albacara, recinto adyacente al núcleo primitivo por su lado occidental, de plano hexagonal y con dos nuevas puertas y mayor número de torres, algunas de ellas albarranas. Toda su estructura sigue así un planteamiento propiamente militar, final al que iba dirigida su construcción. Sin espacios destinados a zonas residenciales, sí se dotó a la fortaleza de dos aljibes con los que recoger suficiente agua para abastecer a las pobladas tropas que allí acamparían, y con el que poder subsistir en caso de prolongado asedio. Ambas cisternas se ejecutaron en el espacio interior del Patio de Armas, una de ellas ubicada junto al muro oriental del mismo, mientras que la otra, de mayores dimensiones, se creó entre los flancos norte y occidental del castillo.





Mientras que el aljibe menor cuenta con 9 metros de longitud y 2,40 metros de anchura en la mayor de sus dos naves, el aljibe mayor del Castillo de Trujillo alcanza los 12,5 metros de largo y cuenta con ocho cámaras, englobado por ello dentro del grupo de aljibes hispano-musulmanes de más de dos naves de la Península Ibérica, conjunto en el que se integran también otras cisternas extremeñas como el cacereño Aljibe del Palacio de las Veletas,  o el ubicado bajo la Parroquia de Nuestra Señora de la Asunción, en Benquerencia de la Serena. Con planta irregular, este aljibe trujillano presenta una estructura rectangular desde el exterior, mas el interior responde a un original y poco común trazado en forma de L invertida. Muy reformado con el paso de los siglos, existe actualmente un acceso al interior del mismo a través de una escalinata que conduce directamente a la primera de las cámaras, accediendo por lo que sería el lado interno del brazo más largo de la L invertida. A la izquierda de la misma veríamos el segundo habitáculo, separado del primero por un alto arco de medio punto que supera los 2 metros de altitud, mientras que al lado oriental del mismo encontramos el acceso reforzado al brazo pequeño de la cisterna, donde tienen cabida dos de las seis cámaras restantes, separadas entre sí por un muro horadado con cinco arcos de medio punto de baja altura, sostenidos los dos centrales por un tosco fuste pétreo. De allí se accede hacia el último tramo del aljibe, paralelo al trecho por el que se entra al depósito. Residen allí cuatro cámaras de pequeñas dimensiones cada una, separadas entre sí nuevamente por altos arcos de medio punto, mientras que los dos habitáculos más occidentales mantienen comunicación con las cámaras primera y segunda a través de bajos arquillos.



Siete son los brocales con que cuenta el Aljibe mayor del Castillo de Trujillo y que permiten la recogida del agua de lluvia desde el exterior. Muestran algunos de ellos restos del revestimiento hidráulico que cubriría la totalidad de la cisterna y denominado almagre, reconocible fácilmente por el color rojizo que conserva y que le dio el arcilloso óxido de hierro empleado para su fabricación. Los muros del aljibe, por su parte, descubren en algunos de sus tramos, descorchados por el paso del tiempo y la cuestionable conservación del mismo, los elementos que conforman su fábrica, para la cual la mampostería y fundamentalmente el ladrillo fueron utilizados, como así se hiciera de manera habitual en la construcción de otros aljibes contemporáneos a éste, y por ende y en general en la mayoría de las edificaciones hispano-musulmanas, técnica heredada en la arquitectura popular española posterior, y uno más de los miles de aspectos que, como este aljibe y el castillo al que pertenece, pasaron a formar parte desde la cultura hispano-musulmana a la cultura española, sin la cual ni Trujillo, ni nuestra región ni nuestro país no hubieran sido nunca el mismo.





Cómo llegar:

La localidad trujillana, históricamente una de las más importantes de la provincia cacereña, y separada de la capital provincial por  poco más de 45 kms. de distancia, se ubica al Este de ésta. Se encuentran ambas poblaciones comunicadas por la carretera nacional N-521, cuyo tramo viario mantiene un hermano paralelo en la actual autovía A-58. También la autovía nacional A-5, que dibuja su recorrido entre Madrid y la frontera portuguesa a la altura de Badajoz, se acerca hasta Trujillo antes de alcanzar la capital autonómica. Siendo por su parte el municipio Trujillano cabeza de la comarca en la que se enclava, y a cuyas tierras da nombre, otras tantas carreteras secundarias unen la proclamada ciudad con los pueblos de los contornos, como es el caso de Madroñera o La Cumbre.

Corona el Castillo trujillano la localidad a la que pertenece, vislumbrándose el mismo prácticamente desde cualquier punto de la población. Partiendo desde su Plaza Mayor podremos llegar al mismo subiendo por la Cuesta de la Sangre, abierta en la esquina suroccidental de la plaza, que nos conducirá, atravesando la Puerta de Santiago, a la conocida como villa medieval, en cuya loma noroccidental nos aguarda la fortaleza hispano-musulmana.

El Castillo de Trujillo, adquirido por el Ayuntamiento de la ciudad en 1.929, y declarado Bien de Interés Cultural con la categoría de Monumento en 1.925 (Gaceta de Madrid nº 108, de 18 de abril de 1.925), se mantiene abierto al público en horario regulado y dependiendo su acceso de la adquisición de la entrada correspondiente.  Las horas de apertura habituales son de 10 a 14, y de 16 a 19, mientras que el precio de la entrada alcanza los 1,80 euros. El teléfono de la Oficina de Turismo trujillana, para confirmar datos y realizar cualquier consulta, es el 927322677. Una vez dentro podremos descubrir los rincones de su Patio de Armas, pasear por sus adarves, admirar la talla de su patrona, la Virgen de la Victoria, así como bajar al interior del Aljibe mayor, sumergiéndonos en parte de las entrañas del monumento, así como del pasado de la localidad y capítulo de nuestra  propia historia.


(Los pies de foto y comentarios sobre las mismas están aún por escribir; disculpen las molestias).