Como un paraje de tranquilidad y sosiego, cercado de encinas y bañado por olivares, dibujado según las directrices propias que diseñan el popular campo extremeño, sería como podría describirse el enclave donde se ubica la finca La China, heredad sobre cuyos terrenos se yergue la mole que da vida al semiabandonado Convento de Madre de Dios, en las cercanías de Valverde de Leganés. Antaño, sin embargo, estas tierras rayanas apartadas de la población, apenas guardaban escasa distancia con la que fuera frontera hispano-lusa, delimitada por el cercano río Olivenza, hoy embalse de Piedra Aguda. Un escenario remoto donde la comunidad franciscana quiso ver un contexto ejemplar y acorde a sus necesidades eremitas que, por el contrario, sufrió entre sus paredes diversas contiendas bélicas y variados avatares históricos que salpicaron la comarca durante los siglos de la Edad Moderna y que escribieron las líneas de la historia de Extremadura y de España.
Escrita sobre sus muros, firmando la sencilla decoración que bordea los ventanales abiertos sobre los cuatro modestos laterales que conforman el claustro que vertebra el inmueble monacal, una fecha sella uno de los más destacados capítulos que conforman la crónica del lugar: 1.739. Las primeras líneas del relato que narra la vida de este cenobio franciscano, por el contrario, se remontarían a 1.540. Inclusive, y más atrás en el tiempo aún, sería posiblemente durante los últimos años del medievo cuando se removió la tierra para elevar sobre ella una modesta capilla dedicada a San Antonio de Padua, tomada por su ermitaño como santuario donde poder vivir su vida terrenal y desarrollar plenamente la existencia espiritual.
Tal invitación al recogimiento y la oración ofrecida por el distante paraje serían admiradas por uno de los personajes más relevantes en las historias franciscana y religiosa extremeña. El fraile Pedro de Alcántara, santificado apenas un siglo después de su muerte y condecorado como Patrón de la región extremeña en 1.962, sería quien, en persona y tras apreciar unas virtudes del enclave propicias a las directrices que, dentro de la orden creada por San Francisco de Asís, perseguía la rama a la que él pertenecía, solicitaría al religioso allí apostado, franciscano como él, la cesión del bien en pro de la construcción de un nuevo convento donde pudieran los hermanos acogidos a la reforma descalza disponer de un nuevo hogar en el que poder encontrar las condiciones propias que les permitiesen alcanzar la contemplación, practicar la oración, la meditación y la penitencia, alejados de lo mundado y arropados por una naturaleza que, en su grandeza, resaltaran la pequeñez del ser humano.
Arriba: compuesto por templo en la zona norte, y dependencias monacales en derredor de pequeño claustro con atrio de acceso desde el flanco sur, el convento de Madre de Dios se construyó siguiendo las directrices arquitectónicas básicas marcadas por la Descalcez franciscana e impulsadas por el propio San Pedro de Alcántara, personaje íntimamente relacionado con la fundación del convento, que vio en la zona un paraje idóneo para alcanzar la contemplación, rodeado de naturaleza y sosiego de los que pudo hacer uso durante una temporada.
Juan de Garavito y Vilela de Sanabria, nacido en la villa de Alcántara en 1.499, tomaría los hábitos en 1.515 dentro de la Orden de San Francisco en un convento sito en la localidad de Valencia de Alcántara, conocido entonces como de Santa María de los Majarretes o de San Francisco, posteriormente como de San Pedro. Nombrado desde entonces por su apelativo religioso, no tardó Pedro de Alcántara en dirigir sus pasos desde una relajada Observancia hacia la Descalcez, tornando no sólo ropajes y todo tipo de costumbres mundanales, en consonancia con lo natural y la más extrema pobreza, sino una vida entera encaminada hacia la búsqueda de la contemplación desde la más estricta fidelidad a la Regla de San Francisco y al modo tan humilde con que el santo fundador la viviera, en consonancia con la reforma llevada a cabo dentro de su orden por fray Juan de Guadalupe, impulsor de la Descalcez franciscana desde el año 1.500. Si bien la rama Observante había querido desvincularse de la rama de Conventuales en cuanto a su forma de vida, más relajada la de los segundos y más austera la de los primeros, había surgido dentro de la Observancia la necesidad de retomar costumbres extremas y radicales, debilitadas con los años. Tan apasionada reforma, sin embargo, no encontró sólo seguidores sino también múltiples detractores que quisieron terminar con ella desde sus comienzos, sobreponiéndose en el tiempo diversas persecuciones entre hermanos y mutaciones religiosas que llevarían a la Descalcez a depender de la Observancia y de la Conventualidad alternativamente. Variaciones que finalizarían en 1.517, coincidiendo con los primeros años de San Pedro como franciscano, con el sometimiento de la Custodia de Extremadura, bajo la que se acogían los conventos descalzos extremeños, a la Observancia. En 1.519 sería bautizada tal congregación como Provincia de San Gabriel, cuyo número inicial de cenobios sería incrementado significativamente gracias en parte a la labor ejecutada por el santo alcantarino, cuyo afán por reformar lo franciscano en una búsqueda constante de la más extrema pureza eremita le llevarían a alcanzar su propia reforma religiosa dentro de los Conventuales reformados en los últimos años de su vida, denominada por tal motivo como reforma alcantarina.
Arriba: compuesto por templo en la zona norte, y dependencias monacales en derredor de pequeño claustro con atrio de acceso desde el flanco sur, el convento de Madre de Dios se construyó siguiendo las directrices arquitectónicas básicas marcadas por la Descalcez franciscana e impulsadas por el propio San Pedro de Alcántara, personaje íntimamente relacionado con la fundación del convento, que vio en la zona un paraje idóneo para alcanzar la contemplación, rodeado de naturaleza y sosiego de los que pudo hacer uso durante una temporada.
Juan de Garavito y Vilela de Sanabria, nacido en la villa de Alcántara en 1.499, tomaría los hábitos en 1.515 dentro de la Orden de San Francisco en un convento sito en la localidad de Valencia de Alcántara, conocido entonces como de Santa María de los Majarretes o de San Francisco, posteriormente como de San Pedro. Nombrado desde entonces por su apelativo religioso, no tardó Pedro de Alcántara en dirigir sus pasos desde una relajada Observancia hacia la Descalcez, tornando no sólo ropajes y todo tipo de costumbres mundanales, en consonancia con lo natural y la más extrema pobreza, sino una vida entera encaminada hacia la búsqueda de la contemplación desde la más estricta fidelidad a la Regla de San Francisco y al modo tan humilde con que el santo fundador la viviera, en consonancia con la reforma llevada a cabo dentro de su orden por fray Juan de Guadalupe, impulsor de la Descalcez franciscana desde el año 1.500. Si bien la rama Observante había querido desvincularse de la rama de Conventuales en cuanto a su forma de vida, más relajada la de los segundos y más austera la de los primeros, había surgido dentro de la Observancia la necesidad de retomar costumbres extremas y radicales, debilitadas con los años. Tan apasionada reforma, sin embargo, no encontró sólo seguidores sino también múltiples detractores que quisieron terminar con ella desde sus comienzos, sobreponiéndose en el tiempo diversas persecuciones entre hermanos y mutaciones religiosas que llevarían a la Descalcez a depender de la Observancia y de la Conventualidad alternativamente. Variaciones que finalizarían en 1.517, coincidiendo con los primeros años de San Pedro como franciscano, con el sometimiento de la Custodia de Extremadura, bajo la que se acogían los conventos descalzos extremeños, a la Observancia. En 1.519 sería bautizada tal congregación como Provincia de San Gabriel, cuyo número inicial de cenobios sería incrementado significativamente gracias en parte a la labor ejecutada por el santo alcantarino, cuyo afán por reformar lo franciscano en una búsqueda constante de la más extrema pureza eremita le llevarían a alcanzar su propia reforma religiosa dentro de los Conventuales reformados en los últimos años de su vida, denominada por tal motivo como reforma alcantarina.
Arriba y abajo: se mantiene en pie aún hoy en día el atrio de acceso a la zona conventual, pórtico cuadrangular abierto en el lateral meridional del conjunto, levantado como el resto del monumento sobre humildes materiales como la piedra en mampostería y el ladrillo, adivinados bajo el lucimiento que cubre y salva sus paredes.
Arriba: abiertas las puertas a las que antecedía el pórtico de entrada y cubierto lugar de espera, un zaguán recibiría al visitante desde el cual poder adentrarse en las entrañas del conjunto monacal, comunicado éste con diversas salas de la planta baja del inmueble, así como en el claustro central del mismo.
Abajo: entre las estancias erigidas en el ala oriental del convento, una alargada sala cubierta con bóveda sobre arco escarzano y banco corrido junto a los muros se presume antiguo refectorio o comedor del lugar, similar en diseño al resto de dependencias del bajo piso, cuyas habitaciones cuadrangulares quedarían cubiertas por bóvedas de arista, decoradas muchas de ellas por sencilla cenefa geométrica esgrafiada a media altura.
Hasta la fundación en 1.557 del Convento de la Purísima Concepción del Palancar, en un apartado paraje montañoso dentro del término de Pedroso de Acím, auténtico comienzo formal de su reforma alcantarina y primero de entre un considerable número de fundaciones, San Pedro impulsó la descalcez franciscana visitando diversas localidades a las que era llamado por su fama de santidad. Así será cómo, en 1.540, llegará a Valverde de Leganés, entonces Valverde de Badajoz y frontera hispano-lusa, admitiendo la fundación de un nuevo cenobio franciscano en unas tierras que ya contaban con otros monasterios adscritos a la descalcez en parajes o localidades relativamente cercanas, tales como el Convento de la Luz, en Moncarche (frontera entre Alconchel y Villanueva del Fresno), el Convento de San Gabriel de Alconchel, o el de San Gabriel de la ciudad de Badajoz, donde el propio santo fue ordenado sacerdote en 1.524. Dos años antes de su visita a Valverde, en 1.538, había sido nombrado Ministro de la Provincia de San Gabriel fundándose entonces, en Villanueva del Fresno, el Convento de Nuestra Señora de la Esperanza.
Para el nuevo inmueble en el municipio valverdeño dirigirá su mirada hacia la Ermita de San Antonio de Padua, humilde capilla convertida en hogar y santuario de Fray Antonio Regüengo, religioso franciscano de la Provincia de San Gabriel que ejercitaba aquí la contemplación y la vida eremita patrocinado y arropado por el Duque de Berganza, promotor de la construcción del inmueble. Cedido el edificio por petición del Ministro para la causa descalza, se fundará la casa franciscana ese mismo año, no comenzando la construcción del conjunto conventual en sí hasta pasadas varias anualidades, siendo una realidad a comienzos de la siguiente década gracias a los medios públicos aportados por el concejo valverdeño, como por las generosas limosnas de particulares, siguiendo las directrices básicas de sobriedad, austeridad y sencillez propias de la reforma descalza y que más tarde serían claves en las fundaciones propiamente alcantarinas. Obedeciendo estos tradicionales esquemas arquitectónicos, siempre con base en una fábrica humilde de piedra en mampostería y ladrillo, contará el monumento con una iglesia de única nave y cabecera plana orientada hacia poniente, alojada en el lado norte del monasterio. La zona conventual, erigida al Sur del templo, mantendría su principal entrada en el flanco más sureño y opuesto al recinto sacro, construido el edificio en torno a un menudo claustro al que se abren las dos plantas del cenobio.
Arriba: el sencillo claustro con que cuenta el convento valverdeño, de pequeñas dimensiones y humildes medidas propias de la arquitectura franciscana descalza, cuenta con una doble arcada de medio punto en cada uno de sus cuatro lados, sostenidas por pilares de ladrillo cuyo enlucido se prolonga por todo el muro, rota su sencillez por una simple ornamentación a modo de alfiz que corona los arcos.
Abajo: vista respectiva de los frentes oriental, sur, occidental y norte del claustro.
Abajo: a raíz de las reformas ejecutadas sobre el inmueble a mediados del siglo XVIII, desgastado éste con el paso de los años y tras sufrir las embestidas de dos contiendas internacionales que arrosaron la comarca, se sellaron sobre los ventanales abiertos desde la segunda planta de la zona conventual del monumento, y a modo de decoración esgrafiada, los datos relativos a la restauración llevada a cabo, donde una fecha quedaría como testimonio de tal capítulo escrito en las crónicas del cenobio: 1.739.
Abajo: unas escaleras de doble tramo permiten la subida a la segunda planta de la zona conventual, destinada ésta antiguamente a albergar las celdas de los hermanos, partiendo desde el tramo occidental del claustro y culminando en un rellano bajo una doble decoración geométrica de ligero gusto barroco portugués que, al igual que la ornamentación conservada en la iglesia, pudiera haberse fabricado durante la rehabilitación del edificio en el siglo XVIII.
Abajo: vista del interior del claustro desde el piso superior, apreciándose, entre otros elementos conservados, la aún existencia del piso embaldosado que cubría patio y pasillos, compuesto por baldosas de barro cocido al más puro estilo castellano.
Habitará el santo alcantarino durante una temporada en el convento valverdeño, una vez erigido el mismo y tras el regreso del religioso de Portugal en 1.551, país vecino al que había acudido en pro de potenciar la fundación en tierras lusas de la Provincia franciscana de la Arrábida. Sería a la vuelta de esta estancia portuguesa y a su paso por la lusa Olivenza cuando el religioso extremeño reciba, como regalo donado por Don Francisco Henríquez, franciscano como él y Obispo de Ceuta residente, como correspondía por su cátedra y en tal época, en la localidad oliventina, una imagen de la Madre de Dios venerada en la Parroquia de Santa María de tal localidad fronteriza. Agradecido por el obsequio entregado por tan fervoroso admirador, se llevará Pedro de Alcántara la imagen hasta el convento de Valverde en procesión desde Olivenza, población no muy distante al novedoso monasterio. Una vez colocada la talla mariana sobre el altar mayor, no tardarían supuestamente los milagros en darse y proclamarse, en tan cuantioso número y con tanta fama que, por común acuerdo de toda la Provincia franciscana a la que pertenecía el convento, se aprobaría el cambio de advocación del lugar para ser nombrado desde entonces como de Madre de Dios. La creciente popularidad y prestigio del cenobio se traducirán en prosperidad económica conventual, siendo inclusive sus hermanos llamados para celebrar misa cantada y sermón durante las festividades honradas en algunas de las localidades cercanas, como en el caso de La Albuera.
Sin embargo, los años de prosperidad se verán truncados, como en el resto de la comarca fronteriza, cuando en 1.640 estalla la Guerra de Restauración portuguesa. El 13 de septiembre de 1.643 sería la localidad de Valverde de Leganés arrasada por las tropas lusas. Algo que se repetirá a comienzos del siglo XVIII con la Guerra de Sucesión española, quedando el municipio valverdeño prácticamente despoblado entre 1.704 y 1.712. Tal serie de conflictos y capítulos bélicos afectarían de forma directa al convento franciscano, cuyos hermanos, como ocurriría en cenobios igualmente rayanos, serían desalojados y repartidos entre otros conventos de la región, quedando cerrado el cenobio en 1.643 y 1.703 respectivamente. Una vez recobrada la independencia portuguesa, volverían los franciscanos a Valverde reconstruyendo el maltratado convento, reparado en 1.672. De igual manera medio siglo después, en el trono español la dinastía borbónica, tendrán que asumir los frailes una serie de reformas arquitectónicas destinadas a la recuperación del inmueble, dañado por el desgaste del tiempo y por los avatares militares, que serán aprovechadas además para la mejora del mismo, reforzando su original fábrica basada en materiales humildes, dotándolo de nuevas dependencias, ampliando bóvedas y camarín, y sumando una decoración de estilo barroco y cierto gusto portugués que nos recuerda a la mostrada en templos y conventos lusos rayanos cercanos, tales como el Convento de San Antonio de Campo Mayor, levantado en 1.708, que confirmaría una vez más la relación entre inmueble y país vecino.
Arriba y abajo: partiendo del tramo norte de los cuatro que componen el claustro, un largo pasillo, extendido hacia occidente y oriente respectivamente, comunicaba la zona central del convento con el exterior y zona de huertas, a la izquierda del edificio, así como con las dependencias más internas del cenobio, bajo una cobertura de bóveda de medio cañón rota, en la zona del claustro, con bóvedas de arista en comunión con cada una de las arcadas que conforman el monacal patio.
El convento de Madre de Dios, exclaustrados sus hermanos y desamortizado el edificio en base a las reformas dictadas por el Gobierno español durante la década de los treinta en pleno siglo XIX, pasará tres siglos después de su fundación a manos privadas, utilizado para diversas labores y usos agroganaderos, convertido fundamentalmente en establo. Completamente abandonado y en proceso de ruina a la llegada del nuevo milenio, será adquirido en época reciente por la Parroquia valverdeña de San Bartolomé, bajo el patrocinio de la Junta de Extremadura. En 2.011 se llevarían a cabo ciertas obras de recuperación del lugar enfocadas principalmente hacia las cubiertas del edificio, dentro del programa de empleo "Convento Viejo" ejecutado por la Escuela Taller Valverde-Táliga, por el que se perseguía el freno del deterioro del inmueble. Tal rehabilitación se aprecia hoy en día más en el templo que en la zona conventual, cuya segunda planta, destinada originalmente a acoger las celdas de los frailes, ha sido parcialmente reconstruida mostrando aún, como el resto del edificio, las huellas y heridas que el paso del tiempo, los avatares de la historia y el olvido de los humanos han causado sobre el monumento.
Borradas también del terreno las líneas que un día dibujarían los huertos y jardines que los hermanos labraron sobre la ladera sur del cenobio, se conserva en este flanco meridional el atrio y entrada principal del edificio, erigido y ubicado tal pórtico en este punto del conjunto siguiendo las pautas constructivas descalzas. Tras atravesar su arco de medio punto y acceder través de un pequeño soportal al zaguán conventual, se adentra el visitante en las entrañas del monumento, pudiendo dirigir los pasos desde tal vestíbulo tanto al claustro como a las dependencias monacales ubicadas en la planta baja del conjunto. No es difícil distinguir entre las salas que componen el piso inferior del cenobio valverdeño las diversas estancias con que contarían los monjes para los quehaceres de la vida diaria. El refectorio o comedor se enclavaría, posiblemente, en la cámara alargada y cubierta por bóveda escarzana o de cañón rebajada, dotada con banco corrido junto a la pared, hallada a la derecha del zaguán. Cocinas, almacenes y otras salas de variadas dimensiones, techadas unas con bóveda sobre arco escarzano, otras de planta cuadrada con bóvedas de aristas, se repartirían entre las alas sureña, oriental y poniente del conjunto. Las paredes de las salas, aún enlucidas y bajo cuya piel esconden la piedra y ladrillo que conforman su estructura, presentan una sencilla cenefa a media altura, geométrica y esgrafiada.
Arriba y abajo: siguiendo los tradicionales patrones de la arquitectura franciscana descalza, también en el Convento de Madre de Dios se ubicó el templo en la zona más septentrional del conjunto, orientado su cabecero hacia el Este, rehabilitándose la estructura de la iglesia durante las obras de mejora ejecutadas en el siglo XVIII en base a una posible elevación de las bóvedas y añadido de camarín tras el altar mayor, lográndose así el resultado arquitectónico conservado hoy en día, con santuario de única nave y tres tramos más crucero.
Arriba y abajo: mientras que el templo original posiblemente contó con escasa decoración, la iglesia conventual mostraría tras las reformas llevadas a cabo en pleno siglo XVIII una ornamentación barroca que podría datarse en tal centuria, de influencia portuguesa que aún pervive principalmente en el cabecero o altar mayor (arriba), con retablo de material que circundaría la hornacina desde la que asomaría la imagen titular del sacro recinto, así como en la capilla lateral abierta al crucero a modo de pequeño brazo en la zona del evangelio, posible sagrario destinado igualmente a mausoleo cuyo arco de entrada, aún policromado, luciría decoración con yesería de claro gusto luso.
Abajo: mientras que los tres tramos que compondrían el cuerpo principal de la única nave del templo serían cubiertos con bóvedas nervadas de crucería, basadas en arcos apuntados, el crucero, así como la gran capilla lateral y contigua al mismo, presentarían cobertura sobre bóvedas de crucería estrelladas, donde el dibujo realizado sobre hiladas de ladrillo se antoja más complejo en el pequeño brazo lateral que sobre el propio altar mayor.
Abajo: además de los mausoleos que pudiera haber albergado la capilla abierta en el lado del evangelio, otras tumbas parece fueron alojadas frente a tal capilla en el muro de la epístola, junto al vano de acceso a la sacristía, coronadas con arcos, cornisas y volutas en decoración de clara consonancia barroca con el resto del templo.
Vertebrando la planta, el claustro del monasterio no sólo dará luz y ventilación desde la zona media del inmueble a gran parte del edificio, sino que servirá como centro de comunicación entre las diversas zonas de que se compone el conjunto. Su lateral norteño se alargará por izquierda y derecha respectivamente con sendos largos pasillos que comunican el claustro, en el primero de los casos, con el flanco occidental, donde una puerta comunica nuevamente el edificio con su exterior, y en el segundo con las estancias conventuales más orientales. Desde la esquina noreste del patio, una portada sobre varios escalones permitiría a frailes el acceso al templo, mientras que otro vano, esta vez en el flanco occidental, comunicaría con la planta superior, tras superar la escalinata que ascendía hasta ella. Por su parte, los muros que conforman el claustro, cuadrado y de cinco metros por lado, se sostienen por pilares cuya fábrica se alimenta de ladrillo, en doble par de arcos de medio punto por lienzo, delimitado cada uno por un ligero alfiz cuya línea superior separa la arcada de los paredones pertenecientes al piso alto, rotos estos superiores muros por ventanales sobre cuyos dinteles rezan las notas que nos hablan de su rehabilitación, adivinándose entre la sencilla decoración esgrafiada el año de realización de las obras y restauración del edificio, durante la década de los treinta del siglo XVIII.
Sencillas bóvedas de arista, atribuidas a cada uno de los ocho arcos que componen el claustro, dan paso a las cuatro altas bóvedas que cubren el rectangular templo de una sola nave, dividido su interior en tres tramos, separados por arcos fajones, más crucero y camarín posterior, cerrados los tres primeros con diseño de crucería nervada sobre arco apuntado. Un gran arco de medio punto será el que marque la separación entre crucero y resto de la nave, presentando este espacio interior una cobertura con bóveda de crucería estrellada, menos sencilla que las anteriores pero menos ornamental aún que aquella que cubre la capilla abierta en su lado norte, pequeño brazo al que se accede tras superar un alto arco de medio punto, decorado con molduras de yeso policromado entre tonos azulados y rojizos que esconden bajo sí la armazón de ladrillo que da ser a toda la composición del recinto sacro. Posiblemente cobijo de añejas sepulturas, igualmente considerado sagrario, esta capilla refleja en su ornamentación un ligero sabor luso que repite en otros panteones que, frente a este espacio, se conservan en el lado de la epístola del templo, mientras que la mayor obra decorativa de la iglesia, presentada en su retablo mayor, se abre al feligrés centrada por la hornacina que cobijaría la imagen titular del lugar, asomada desde el camarín posterior cuya escalera de acceso mantiene su entrada en la esquina última de unión del lado del evangelio con el cabecero. Sobre la retabilística ventana de asomo de la santa talla, un frontón en cuyo interior se lee el anagrama de Santa María, destaca por su amplia cornisa inferior, sujeta ésta por cuatro columnas cuyos fustes, desaparecidos, serían coronados por cuatro capiteles de orden compuesto. Otras cuatro hornacinas ubicadas entre los pilares, más estrechas las centrales que las colaterales, presentarían posiblemente al creyente cuatro otras imágenes de devoción y compañía de la Madre de Dios.
Arriba y abajo: abierta en el lado del evangelio, esquina con el cabecero, una escalera sube hasta el camarín edificado tras el altar mayor, sacra alcoba destinada al albergue y cuidado de la imagen mariana que daba título al lugar, presentada a los fieles a través de una hornacina que centraría el retablo mayor (abajo), decorados sus laterales con pinturas que simularían, a modo de trampantojo propiamente barroco, decoración marmórea (abajo, siguiente).
Arriba: destaca sobre el camarín una cúpula semiesférica sobre pechinas, centrada por linterna y con tambor octogonal exterior, a cuyo valor arquitectónico habría que sumar sus meritorias pinturas basadas en posibles falsos frescos, composición rica en elementos vegetales, volutas y molduras entre las que no faltan elementos religiosos o personajes sacros, como el mismísimo San Francisco de Asís en oración frente a un crucifijo, cara meditativa del santo fundador sobre la que se asentaba la reforma descalza de su Orden.
Arriba y abajo: desaparecida la ornamentación pictórica que muy posiblemente cubriría antaño la totalidad del camarín, en la mayor parte de los lienzos murales que sustentan y conforman la sacra sala, aún se conservan en diversos puntos del recinto obras que, sobre elementos propios de la decoración barroca, ensalzarían claves de la religión católica, tales como el anagrama mariano, en el interior de un pictórico retablo (arriba), o presumiblemente los cuatro santos evangelistas (abajo), salvados tres de los escritores dentro de sus respectivos medallones, insertos en el interior de las sustentadoras pechinas.
El antiguo camarín mariano sorprende por la cúpula semiesférica que,
sobre pechinas y exterior tambor octogonal, sigue coronando el antaño sagrado lugar. Presenta ésta,
bajo su linterna, una colección de pinturas de vivo colorido, posibles
falsos frescos, donde se adivinan, entre dibujadas molduras, aparentes volutas y elementos vegetales,
la figura de San Francisco de Asís en oración frente a un sencillo
crucifijo. Continuaría posiblemente el programa pictórico por toda la estancia a través de representaciones
perdidas en la casi totalidad de tres
de sus cuatro muros. Alberga el restante una pictórica construcción basada en seriadas molduras que
asemejan levantar y sostener un retablo, en cuyo interior vuelve a honrarse a María, a
juzgar por el caligráfico emblema mariano, aquí repetido. En las pechinas se
recogen, en medallones y entre molduras y hojarasca, las que se suponen efigies de los
cuatro evangelistas, según otros autores posibles personajes relacionados con la Orden, desaparecido uno de ellos y sólo presumible la titulación de los restantes
gracias al indubitativo libro que porta uno de estos santos personajes.
Restos de falsos frescos apenas se conservan también sobre una de las tres puertas de acceso que comunicarían el templo con el exterior, abierta ésta en el tramo central y lado norte de la iglesia. Acoge tal lado del evangelio otra portada más, actualmente cegada, cercana a los pies del recinto sacro y antecedida junto con la anterior por un amplio atrio cubierto con arcos escarzanos y sus correspondientes bóvedas de arista, cobertura que sostendría, posiblemente con posterioridad a los tiempos iniciales del convento, un hogar abierto inicialmente como hospedería, compuesto por dos habitáculos donde, en el mayor de ellos, destaca su gran chimenea, reutilizada tras la exclaustración y desamortización como vivienda. En el lado más occidental, pies del recinto sacro y mirando hacia poniente, un gran portón se abriría para comunicar campo y templo, bajo espadaña en desuso que antiguamente llamaría a la oración y a la celebración. Un pequeño luneto sigue sin embargo actualmente en pleno uso entre campanile y puerta, sobre lo que fuese coro, hoy desaparecido, permitiendo colarse día tras día a través de su circular vano los últimos rayos de luz solar que iluminarían siglos atrás en su despedida diaria la imagen titular del templo y convento, acariciando suavemente hoy el cabecero de tan sacro, monumental y delicado enclave.
Restos de falsos frescos apenas se conservan también sobre una de las tres puertas de acceso que comunicarían el templo con el exterior, abierta ésta en el tramo central y lado norte de la iglesia. Acoge tal lado del evangelio otra portada más, actualmente cegada, cercana a los pies del recinto sacro y antecedida junto con la anterior por un amplio atrio cubierto con arcos escarzanos y sus correspondientes bóvedas de arista, cobertura que sostendría, posiblemente con posterioridad a los tiempos iniciales del convento, un hogar abierto inicialmente como hospedería, compuesto por dos habitáculos donde, en el mayor de ellos, destaca su gran chimenea, reutilizada tras la exclaustración y desamortización como vivienda. En el lado más occidental, pies del recinto sacro y mirando hacia poniente, un gran portón se abriría para comunicar campo y templo, bajo espadaña en desuso que antiguamente llamaría a la oración y a la celebración. Un pequeño luneto sigue sin embargo actualmente en pleno uso entre campanile y puerta, sobre lo que fuese coro, hoy desaparecido, permitiendo colarse día tras día a través de su circular vano los últimos rayos de luz solar que iluminarían siglos atrás en su despedida diaria la imagen titular del templo y convento, acariciando suavemente hoy el cabecero de tan sacro, monumental y delicado enclave.
Arriba y abajo: vista exterior del convento valverdeño desde su lado más norteño, profundamente reformado durante la rehabilitación llevada a cabo en el siglo XVIII, donde, bajo lo que fuese hospedería, se abre un pórtico que daría paso a la iglesia desde su lado septentrional o del evangelio (abajo).
Arriba y abajo: dos portadas decoradas con pilastras, hornacinas y otros tantos elementos ornamentales fabricados en ladrillo y yeso en conjunción con el resto de decoración conservada en el templo del convento, permitirían la entrada al recinto sacro desde su lado más norteño, cegada hoy la más occidental (abajo), mientras que sobre la oriental sobrevivirían restos de decoración pictórica fragmentada por la bóveda de arista que cierra el atrio, invitando así a pensar que tal techumbre, unida a la vivienda sita sobre ella, pudieran datarse en fechas posteriores a la apertura original de los vanos.
Arriba: vista detallada de los escasos elementos decorativos que aún bordean el flanco norte del edificio, circundado antaño por una cenefa de candelieri y elementos vegetales esgrafiados, bajo la que destacarían los caños marmóreos que, de gusto luso, aún vacían las aguas que la lluvia deja caer sobre los tejados.
Arriba: imagen de la gran sala de estar con que contaría la antigua hospedería y posterior vivienda habilitada sobre el atrio norte del cenobio valverdeño, compuesto el hogar por dos dependencias donde destaca, al fondo oriental del salón-comedor, la chimenea que cerraría la sala cubierta de bóveda de cañón encalada.
Arriba y abajo: bajo la espadaña cuya desaparecida campana llamaría a la oración, el lateral occidental del conjunto monacal daría antaño con la zona de huertas, así como con las estancias destinadas al almacenaje, dando paso además al enclave acuífero desde el cual poder regar cultivos y tomar el agua con que abastecerse y alimentarse, recientemente restaurada esta fuente gracias a los trabajos llevados a cabo sobre el edificio en pro del freno del deterioro del mismo, ejecutados por la Escuela Taller Valverde-Táliga en 2.011.
- Cómo llegar:
La localidad pacense de Valverde de Leganés, cercana a la capital provincial, se mantiene unida con Badajoz a través de la carretera regional EX-310. Alcanzado el municipio valverdeño, habrá que tomar para llegar hasta el Convento de Madre de Dios la vía que comunica este pueblo con el cercano de Olivenza, bautizada como EX-105. Poco después de dejar atrás el caserío en dirección al embalse y presa de Piedra Aguda, a la altura de una empresa carbonífera, encontraremos a nuestra izquierda y flanco sur un sendero que permite, en línea recta, el acceso a tal pantano, y tomando el ramal que nace nuevamente a nuestra zurda, la llegada al antiguo monumento franciscano.
No hay comentarios:
Publicar un comentario