Año de 1.230. Fallece el monarca leonés Alfonso IX, poco tiempo después de haber reconquistado del poder musulmán la ciudad de Badajoz. Un año antes había logrado igualmente la victoria en Cáceres. Dos plazas andalusíes fundamentales añadidas a un listado de logros para el rey cristiano donde ya aparecía Alcántara. Mérida y Montánchez caerán también bajo sus pies. Su hijo Fernando III, conocido como el Santo, mirará más hacia las tierras del Sur peninsular y actualmente andaluzas. Aunque con sus ojos en Córdoba y Sevilla, afianzará sin embargo la labor de su padre y permitirá el avance en la toma del resto de tierras que, aún bajo el poder musulmán permanecían en derredor y al Sur del que más tarde fuera el extremeño Guadiana. Depositando fundamentalmente la labor en manos de diversas Órdenes militares, durante su reinado se sumarán a Castilla Trujillo y Santa Cruz de la Sierra, Medellín y Magacela, Jerez de los Caballeros y Fregenal de la Sierra, Zalamea de la Serena y Reina. Con la toma de Montemolín, en 1.248, se considera reconquistado todo el territorio de lo que hoy es Extremadura. Dos siglos de luchas y contiendas que dieron comienzo con la primera toma de Coria por Alfonso VI de León en 1.079. Dos siglos de batallas a los que seguirá un nuevo orden en lo político, lo geográfico, lo social, lo económico, lo religioso y lo cultural.
Arriba y abajo: la Ermita de San Pedro, de la que aparentemente no se conserva documentación conocida, se yergue a los pies de la parreña Sierra de María Andrés en actual ruina, abandono al que pudiera haber sido sentenciada tras las órdenes de exclaustración y desamortización dictaminadas por Mendizábal en los años 30 del siglo XIX, o en el que caería durante cualquiera de las contiendas bélicas que frente a Portugal sufrió la región a lo largo de la Edad Moderna, dañando el edificio cuyo cabecero (arriba) se mantiene en pie, frente a la casi desaparición absoluta del tramo único de la capilla (abajo), hoy apenas un compendio de escombros y vestigios de lo que fueran sacros muros.
Tras
la reconquista, la repoblación. Las tierras extremeñas, fronterizas
durante largos periodos entre los reinos cristianos y musulmanes,
sufrirán por tal motivo una baja densidad poblacional acentuada, en gran
medida, con la inicial huida de gran parte de la población andalusí,
viéndose certera la llegada de las tropas norteñas e irrefrenable la
ocupación por el poder cristiano de sus enclaves y tierras. En algunos
casos, inclusive, se expulsará a los islámicos vecinos. Pocos pactos
permitirán su continuación, mostrándose el clan de Hornachos como el
grueso, casi la mitad, de toda la población mudéjar restante en la
región. Ante tan vastos territorios y contrariamente tan baja densidad
demográfica, prácticamente inexistente en amplias y numerosas zonas
dispersas por toda la geografía, serán los pastos extremeños, ricos en
invierno, no sólo los que sirvan de alimento a las ganaderías de una
fría Castilla, sino el aliciente que traerá a Extremadura tanto pastores
como también población asturiana, leonesa y gallega, asentada
fundamentalmente al Oeste de la Vía de la Plata, y castellana al Éste de
dicho camino y Sur de las tierras abulenses. Su número, sin embargo, no
será tampoco excesivo. El desarrollo de la Reconquista se dará más
rápidamente que el aumento poblacional leonés y castellano. La toma de
las plazas más importantes del Sur peninsular poco después que las
extremeñas harán, además, que sean muchos los que prefieran dirigirse
hacia las que fuesen las ciudades más destacadas de Al-Ándalus. El paso
de los años no modificará apenas la situación. Extremadura comenzará a
surgir desde un espacio peninsular cuyos extensos y poco habitados
campos habrán de ser controlados y que pronto serán atisbados como un
inmenso colmado donde, los más poderosos, pudieran adquirir entre
favores, acuerdos pero también atropellos grandes propiedades y fincas,
dirimiéndose entre tanta asignación y consignación los contiguos
derroteros del devenir medieval de la región, y con ellos los de su
posterior historia moderna y contemporánea.
Serán
las Órdenes militares de Alcántara, Santiago y del Temple, ayudantes en
batallas y confirmadas conquistadoras de amplias zonas de este concreto
espacio, a las que se les permitirá, como justo pago, el dominio y
gobierno de las más amplias fracciones de la superficie, incluyendo las
poblaciones que en ellas tendrían cabida. El poder regio, tras conceder
fueros y generosos números de hectáreas a ciudades y concejos, donará
igualmente territorios a los personajes que, como las beligerantes
Órdenes, habían demostrado su más que fiel apoyo a la cruzada
peninsular. Pronto, sin embargo, las concesiones no tardarán en
dispararse. Las crisis de poder monárquicas y la cada vez más codiciosa
nobleza castellana, auspiciada por el desarrollo de la ganadería, darán
paso a una época de señoríos donde los cambios de titularidad de
enclaves y localidades llegan a responder desde regios programas de
contento de nobles afines, persiguiendo otras veces el favor a la Corona
de aquellos señores tendentes a la belicosidad y cercanos a una
Portugal con quien los enfrentamientos son constantes, al pago de deudas
o al cumplimiento de compromisos de naturalezas dispares y variadas.
Arriba: vista general y externa de la Ermita de San Pedro, desde su lado de la epístola, con la que poder apreciar no sólo el estado de abandono del edificio sino también las modestas dimensiones del mismo, en cuyo diseño se supo conjugar lo gótico con lo mudéjar, resultado de una simbiosis cultural de la que conocería el Señorío de Feria, al que la villa de La Parra pertenecería desde 1.394.
La propia Corona, artífice en alto grado del auge de la nobleza,
terminará sufriendo el cada vez más descontrolado aumento de la
señorialización. Tanto desde la aristocracia perteneciente a destacadas
familias, como de aquélla de menor renombre y mayor enfoque local, los
ilustres linajes logran alcanzar tales cuotas de poder dentro de un
sistema prácticamente feudal que el rey, lejos de poder someterles,
depende cada vez más de ellos. Son donadas localidades y espacios
pertenecientes a términos o concejos de realengo que, a pesar de las
protestas, ven cómo las concesiones que un día recibieron del monarca
tras pasar el territorio a manos cristianas, son día tras día menguadas.
Los señores feudales aprovecharán el mínimo despoblamiento de cualquier
aldea o caserío dependiente de un consistorio para usurpárselo a su
legítimo dueño. Extensos campos del alfoz, a veces incluso los propios
caminos vecinales, son insertados sin pudor en fincas y mayorazgos. Sin
embargo, el mayor número de pérdidas se deberá a la propia política
real. Alfonso XI, Enrique II y Juan II serán los que mayor número de
cambios de titularidad lleven a cabo. En Extremadura, el caso del
Concejo de Badajoz será uno de los más destacados. Los monarcas
desmembrarán paulatinamente los territorios pendientes de las
autoridades pacenses donando poblaciones tales como Villanueva del
Fresno o Cheles, Oliva de la Frontera o Higuera de Vargas, Burguillos
del Cerro o Valencia de Mombuey, La Morera o Salvaleón. Algunos lugares
serán vendidos. En contadas ocasiones, Badajoz los recuperará. No serán
pocos los casos en que la titularidad varíe y los pueblos pasen de manos
de una familia a otra. Uno de los señoríos más beneficiados, si no el
que más, será el de los Suárez de Figueroa, posterior linaje de Feria.
Conseguirán en poco más de un siglo, entre 1.394 y 1.505, hacerse con
multitud de cotos, tierras, casas y dehesas, así como con una docena de
localidades capitaneadas por Feria y Zafra, donadas por Enrique III como
premio por la alta fidelidad del que fuera nombrado I Señor de Feria,
D. Gomes Suárez de Figueroa. Ese mismo año y dentro del mismo lote
inicial recibirá también La Parra. Un año después adquirirá por su
cuenta Nogales y Villalba de los Barros. Estos tres lugares habrían
pertenecido a Enrique Enríquez el Mozo, ricohombre de Castilla
emparentado con la Casa Real. A los Enríquez también pertenecería
Almendral, sumado en 1.465 al Señorío. Hasta entonces, serían incluidas
en 1.402 Oliva de la Frontera y Valencia de Mombuey. Lorenzo II Suárez
de Figueroa conseguiría las aldeas de La Morera y Alconera. Su hijo
Gomes II Suárez de Figueroa obtendrá Salvaleón y Torre de Miguel
Sesmero. Tras él, ya en 1.523, Lorenzo III se hará con Salvatierra.
Solana de los Barros sería refundada. Santa Marta, de nueva creación. La
Lapa, hoy municipio independiente, antaño sencillamente se contaría
como aldea zafrense.
Arriba y abajo: el cabecero de la ermita parreña, vestigio destacado y casi único de lo que fuese el templo original, presenta en su exterior una serie de macizos contrafuertes (abajo) ideados para contrarrestar el peso de la bóveda edificada como cerramiento absidial, frente a la posible techumbre de madera que pudiera haber cubierto la nave y resto del edificio.
Abajo: entre los muros del monumento, levantados principalmente a base de mampostería pétrea con inclusión del ladrillo, se deja ver algún que otro sillar granítico, posiblemente reutilizado de alguna obra anterior ubicada en las inmediaciones del mismo enclave.
A pesar de no poder presumir los Suárez de Figueroa de limpieza ni
legalidad a la hora de formar y consolidar todos sus dominios, Señorío
convertido en Condado en 1.460, Ducado desde 1.567, sí vigilarían por la
estabilización poblacional y el progreso económico y social de sus
propiedades, tratadas como si de un auténtico Estado se tratara. Ya el
primer Señor de Feria demostraría su interés por sus nuevas posesiones
no sólo al incrementar mediante compra sus recién donados dominios por
parte del rey, sino al considerar necesario adecuar militarmente las
fortalezas y poblaciones recién adquiridas. A unas primeras obras
defensivas, centradas en la elevación de las murallas de Zafra, le
seguirán a lo largo del siglo XV la adecuación y modernización de
castillos ya existentes, como los de Villalba de los Barros, Feria y
Nogales, así como la construcción de nuevas obras militares, como el
alcázar zafrense. El diseño palaciego de este último dejaría entrever el
interés de la familia por residir cómodamente en la localidad, pero
también su intención de nutrirla de ricas obras arquitectónicas cuyo
listado se habría inaugurado con la fundación en 1.428 del Monasterio de
Santa María del Valle, más conocido como Convento de Santa Clara. Otros
cenobios, como el de San Onofre en La Lapa, confirmarían la devoción
del linaje. La fundación de hospitales, su preocupación por la
población. Destacaría entre todo su interés por el auge económico,
dotando para ello la Plaza Grande de Zafra de soportales donde poder
ejecutar las transacciones comerciales, así como constituyendo una feria
por la festividad de San Juan, ampliada con otra en derredor de la
fiesta de San Miguel, aún celebrada hoy en día. El desarrollo
demográfico, a pesar de las considerables pérdidas humanas ocasionadas
durante la guerra civil entre los partidarios de Isabel y los de Juana
la Beltraneja, no se hará esperar. Muchas de las localidades inmersas en
el Señorío conocerán, a finales del medievo, una auténtica época dorada
donde los cristianos sabrán convivir con mudéjares y hebreos arropados
por una nobleza que, en este caso concreto, miraba por la prosperidad
del Estado que había sabido crearse.
Arriba: de única nave, presunto tramo continuo y conservado ábside culminado en bóveda de gótico diseño bajo manufactura mudéjar, el interior de la ermita de San Pedro sorprende al visitante por guardar mayores vestigios de su fábrica primitiva de lo que desde el exterior pudiera imaginarse, centrados éstos en el cabecero del antiguo templo, en ruina el resto de lo que fuera sacro edificio.
Arriba y abajo: de lo que fuera el muro del evangelio extendido a lo largo del tramo de la ermita, apenas sobrevive hoy en día un retazo unido al cabecero del lugar (arriba), aún lucido y donde puede leerse grabado a modo de incisión sobre la pared la titulación y advocación de la capilla (abajo).
Arriba y abajo: del lado del evangelio es mayor el número de restos que sobreviven en pie en comparación con los conservados en el muro contrario, sobreviviendo una porción del mismo unida, como en el evangelio, al arco fajón que separa tramo y ábside (arriba), así como ciertos retazos de la misma pared cerca de lo que fueran los pies del templo (abajo).
Abajo: vestigios conservados del enlucido original que un día cubriría todo el interior del inmueble, sellando la fábrica y mampostería pétrea constitutiva del mismo.
Al florecimiento de Zafra se sumará el de otras localidades como La
Parra. La existencia dentro de sendos núcleos de población de juderías
confirmaría el poder económico que alcanzarían ambas. La protección de
los sefardíes ejercida por los Condes de Feria sería de todos conocida,
al recibir los Suárez de Figueroa de parte de la trabajadora comunidad
judía una importante fuente de ingresos obtenidos mediante los tributos
que tan productiva comunidad generaba. Las comunidades mudéjares
pudieran haber tenido también un lugar destacado en el condado, o al
menos no poco alta consideración. El amplio número de obras llevadas a
cabo por los islámicos y aún conservadas entre las calles zafrenses dan
buena fe de la admiración que tuvo que profesar la Casa de Feria ante
los trabajos arquitectónicos y de albañilería de los mudéjares alarifes.
Ya en las obras de remodelación del castillo de Villalba se quiso
contar con el saber mudéjar no sólo para rematar vanos y ventanas, sino
además para ornamentar a base de geométricos frisos decorativos los
muros de las estancias internas de la fortaleza e inicial vivienda
señorial. A este encargo le seguirían otros muchos de índole civil. La
nueva residencia de los Suárez de Figueroa en Zafra sería enriquecida en
su interior con artesonados de un acabado excepcional. Las arquerías de
los soportales urbanos, pensados para los negocios, presentarían
similitudes arquitectónicas entre los de las plazas Grande y Chica de
Zafra, pero también con los de las plazas mayores de Feria y La Parra.
Diseño que serviría igualmente a lo religioso en el Convento de Santa
Clara de Zafra. Aunque, si del servicio de lo mudéjar a lo cristiano
tuviéramos que hablar, deberían destacarse los artesonados de la
zafrense Iglesia del Convento de Santa Catalina, la torre-fachada de la
Parroquia de San Lorenzo de La Morera, y especialmente la Ermita de San
Pedro, en La Parra.
Arriba y abajo: un alto arco apuntado, construido a base de hiladas de ladrillo y lucido con posterioridad, serviría en su función de fajón como separación entre tramo del edificio y cabecero del mismo, en un diseño que apunta hacia lo mudéjar y sobre el cual sobreviven las cavidades en la que serían posiblemente insertadas las vigas de un artesonado de madera, de firma hispano-musulmana también, hermanado con otros muchos que bajo el auspicio de los Suárez de Figueroa se colocaron como cerramiento en monumentos tanto civiles como religiosos del Señorío, y cuya existencia explicaría la ausencia de vestigios de bóvedas que pudieran haber cubierto la nave del edificio.
Arriba y abajo: desaparecido el lucido que cubría los pilares sobre los que se sustenta el arco fajón que da paso al altar del templo, puede observarse la naturaleza de los mismos a base de ladrillo, similar a la del propio arco que soportan.
Ubicada en las proximidades de la población, al Oeste de la misma y
vertiente meridional de la conocida como Sierra de María Andrés, la
parreña Ermita de San Pedro ha llegado a nuestros días no sólo en
ruinas, sino además prácticamente indocumentada. A falta de una
exhaustiva, o al menos conocida investigación documental, no será hasta
la publicación del Diccionario geográfico-estadístico-histórico de
Pascual Madoz, publicado en las cercanías de la mitad del siglo XIX,
cuando se mencione la existencia de este monumento, contándose el mismo
como una de las cuatro ermitas localizadas en los exteriores de la
villa, bajo las advocaciones, además de la de San Pedro, de San Juan,
Santa Lucía y los Santos Mártires. Sin más datos que esta sencilla
mención, desconocemos si el templo, más de diez años después de haberse
dado las órdenes de exclaustración y desamortización de Mendizábal,
mantenía su uso litúrgico o si, por el contrario, había sido cesado en
el mismo y comenzado a sufrir el abandono en el que en la actualidad se
encuentra. Un siglo antes, sin embargo, no se hace referencia a la
existencia del inmueble, si bien si se habla de las otras tres capillas
exteriores mencionadas, cuando la Real Audiencia de Extremadura remite
su Interrogatorio por todos los rincones de la región. Un posible olvido
que, por otro lado, permitiría barajar la hipótesis de un probable
abandono prematuro del templo ya en el siglo XVIII, dañada quizás
durante alguna de las contiendas que, frente a Portugal, sufriría
Extremadura a lo largo de la Edad Moderna, y tras las cuales no fueron
pocos los edificios religiosos que semidestruidos o venidos abajo
tendrían que ser restaurados y reedificados.
Arriba y abajo: frente al posible artesonado que cubriera el tramo del templo, sería una bóveda de diseño gótico y manufactura mudéjar la que sirviera como cerramiento del sacro cabecero, pensada ésta como la unión en sí de una bóveda de crucería sexpartita antecedida por el alto arco apuntado fajón, y seguida de un arco perpiaño del que partiera una segunda porción abovedada de única clave donde se recogen los seis nervios que parten de los arcos formeros que recorren seriadamente el muro del ábside.
Arriba y abajo: tres claves graníticas, con sencilla ornamentación en relieve a modo de guirnalda la de la bóveda más cercana al altar (arriba), y tosca perla solitaria y central la del arco perpiaño (abajo), contrastan con la fábrica de ladrillo que conforma paños y plementos de la techumbre, así como los terceletes o nervios cuya naturaleza, perdido parte del enlucido que los sellaba, puede observarse adivinándose la hilera de ladrillos aplantillados trapezoidales propios del arte creado por los súbditos musulmanes de los peninsulares reinos cristianos.
Abajo: centrando la bóveda de crucería sexpartita que prosigue al arco fajón que da la bienvenida al ábside de la ermita, no es sólo una clave granítica, sino un blasón, el que persiste colgado en las alturas mostrando en su interior las armas de una familia que pudiera haberse ofrecido como mecenas del templo y cuyo dibujo, compuesto aparentemente por tres hojas de la vid, haría referencia a un apellido que toma el nombre del propio pueblo como el suyo, origen de un linaje oriundo, según diversos investigadores, de sefardíes que, ante la persecución religiosa, social, cultural y racial que empañó el país nada más comenzar la Edad Moderna, quisieran ocultar el original cuño de su sangre, ofreciéndose deliberadamente como cristianos devotos plasmando en la ermita parreña su verdadera fe practicada, vinculando bajo esta teoría el monumento con los capítulos de conversión protagonizados a lo largo del siglo XVI en cada rincón de España.
Cuando no hay documentación, serán las mismas piedras y la propia
fábrica del bien la que nos hable de su pasado, de su presunto origen y
de la posible historia que entre sus muros un día se desarrollase. La
propia titulación del templo, en el caso parreño, quedaría atestiguada
no sólo por el lugar en que se ubica, conocido como Dehesa de San Pedro,
sino mucho más fehacientemente por conservarse escrito en el muro del
evangelio, grabado sobre el enlucido que cubre la pared junto al punto
de unión del tramo con el cabecero, la leyenda incompleta "(...) de San
Pedro". Un único tramo central en una ermita de sencilla nave donde ha
logrado mantenerse en pie la totalidad del cabecero, contrariamente a lo
ocurrido con el resto del edificio, cuyos muros laterales y pies del
lugar, hoy semiderruidos, pudieron haber estado tiempo atrás cubiertos,
al contrario que el ábside, de un tejado a dos aguas y artesonado de
madera de más fácil volatilidad con el paso del tiempo y trascurrir de
los rumbos históricos, que explicaría la aparición de oquedades y
pareado de complementarias líneas diagonales de inserción de tejas junto
y sobre el arco apuntado y fajón que da paso al altar, presuntas
cavidades donde encajar las vigas de madera que un día sostuvieron el
cerramiento del templo.
Arriba y abajo: ocho ménsulas, graníticas como las claves que recogen los nervios de la bóveda, circundan el cabecero de la ermita de San Pedro marcando la separación entre los arcos formeros sobre los que se sustenta la techumbre mientras cargan, a su vez, con los terceletes que vertebran la misma.
Abajo: tres ejemplos de ménsulas de entre las ocho con que cuenta el cabecero del templo parreño, graníticas en su naturaleza y sencillo diseño geométrico coronado con moldura, llaman la atención por la marca de cantero que, grabada sobre la piedra, haría referencia al origen de cada pieza.
Frente a la posible cubierta de madera de la nave, y tras sobrepasar
mencionado alto arco de ladrillo sostenido sobre pilares de similar
fábrica, se abre el ábside construido sobre lienzos de mampostería
pétrea donde nuevamente es el ladrillo el que se presenta como pieza
clave en la resolución del diseño arquitectónico aquí llevado a cabo. Un
planteamiento a primera vista de índole gótico que, sin embargo y según
la atención recorre cada rincón del que fuera antaño espacio religioso,
permite adivinar la manufactura mudéjar, ya atisbada en el arco
apuntado de entrada y que pudo firmar el posible y desaparecido
artesonado del templo, aún presente en las piezas que conforman los
nervios que sustentan y de que se compone la bóveda del cabecero,
ladrillos aplantillados que, en su colocación a sardinel, dan como
resultado una moldura trapezoidal, posteriormente enlucida, común entre
las obras de fabricación mudéjar, como la que podría verse, entre otros
muchos ejemplos, en la Ermita del Humilladero de Guadalupe. Nervios de
una bóveda que, sobre un único espacio, queda dividida en dos porciones,
ofreciendo un inicial tramo de bóveda de crucería, con añadidura de
nervio perpendicular y no transversal que la convertiría en sexpartita,
seguida de una segunda bóveda, separadas ambas por un arco perpiaño,
donde los terceletes son recogidos en una única clave, llegando a ésta
desde los cinco arcos apuntados formeros que en su serie circundan el
altar.
Arriba y abajo: además de ladrillos aplantillados, arco fajón apuntado de ladrillo y posible artesonado de madera, la intervención de los mudéjares se hace presente en el interior del monumento a través de la desenvoltura constructiva con que, como ayuda y solución arquitectónica, se solventarían las cuestiones de carga de la bóveda, haciendo uso para ello de dos lunetos, uno por lado y divididos a su vez y en su interior por dos arcos apuntados, enclavados en sendas esquinas finales del altar.
Bajo estos arcos figuraría nuevamente el sello hispano-musulmán a través
de dos elementos constructivos que llamarían la atención del
espectador, desde el exterior uno y en el interior el contrario. Dos
vanos, uno en cada lateral del cabecero, ofrecen luz al espacio interno
desde sendas aperturas abocinadas que, sencillas dentro del inmueble,
muestran un diseño tendente a la ornamentación por el lado contrario,
enlazados con el esgrafiado que un día cubriría exteriormente la capilla
y que fuera posiblemente también de corte mudéjar por la similitud que
presentan los vestigios de éste con otros esgrafiados presentes,
reconocidos y conservados en edificios islámicos peninsulares.
Esgrafiado y ventanales que enriquecerían decorativamente el templo, a
modo los vanos de doble entablamento sobre zapatas el del lado del
evangelio, y pareado de arcos conopiales el ubicado en la epístola. El
otro elemento constructivo singular sería el pareado de lunetos que se
descubren enclavados en sendas esquinas absidiales. Una solución
constructiva poco habitual en el gótico que, por el contrario, sí podría
verse entre las obras mudéjares como resolución arquitectónica con que
poder responder a la necesidad de sustentación de una cúpula, techumbre
de peso en el caso parreño, con ejemplo en la localidad de Lobón, entre
las ruinas del que fuera presunto ábside del templo con que contaría el
desaparecido Convento franciscano de Santiago, de supuesta fábrica
mudéjar.
Arriba y abajo: si bien en el interior del templo la firma mudéjar se adivina a través de diversos elementos y soluciones constructivas, es en el exterior del recinto sacro donde el saber de los islámicos peninsulares se muestra de manera más clara y contundente gracias a los dos ventanales que, ubicados en el ábside y laterales del evangelio (arriba) y epístola (abajo) respectivamente, permitirían antaño el paso de la luz al interior del recinto religioso, abocinados y sencillos en su cara interna, aprovechados como ornamentación en el exterior, creados con ladrillo y diseñados en base a un doble entablamento sobre zapatas el septentrional, y pareado arco conopial cuyos laterales asemejarían arquivoltas, en el lado sureño.
Pero la simbiosis entre lo cristiano y lo mudéjar puede no ser la única
comunión religiosa y cultural que en la Ermita de San Pedro tuviera
lugar. Entre las tres claves centrales que se vislumbran en la cubierta
del cabecero, constructivas y ornamentales a la par, núcleos de sendas
bóvedas unas y mitad del arco perpiaño que las separa la otra, aparece
lo que, lejos de decantarse como pura decoración, se presentaría como
blasón y emblema del linaje que pudiera haberse ofrecido como mecenas o
patrón de la obra sacra. El tondo granítico, en contraste con las
hileras de ladrillo enlucido que llegan a él, guarda en su interior lo
que aparentemente fuesen tres hojas de parra, composición que haría
referencia a un patronímico de clara y directa vinculación con la
localidad donde el inmueble se asienta. El apellido Parra muestra en una
de sus versiones, compartida con Parrales, la presencia de tres hojas
de la vid sobre fondo de oro. Aunque los estudios heráldicos apunten
hacia la provincia de Burgos como el lugar de origen de esta familia,
otras investigaciones señalan a la población pacense como el punto de
partida de una estirpe que tomaría el nombre del lugar donde nació como
el suyo propio. Esta rama, que imaginaría como representación de su
abolengo y suyo el dibujo señalado, podría haber canjeado un apellido
inicial con el afán de esconderlo y ocultar así un origen racial que
pudiera ser motivo de persecución o, como mínimo, de vigilancia
inquisitorial, habitual en España entre las familia judeoconversas de
origen sefardí que, en el caso de La Parra eran abundantes.
Arriba y abajo: entre cascotes y escombros pétreos resultantes del derruido tramo de la ermita, se descubren junto al lado de la epístola de la misma y como antecedente a la portada que, permitiendo el acceso al templo, se abriera en mencionado lateral, las bases de lo que pudieran ser muros de antiguas estancias o, más posiblemente, el cerramiento de un posible soportal que permitiese el resguardo de peregrinos y pastores, antesala del recinto sacro que hoy en día permanece abandonado y en ruina.
Bien
fuera por sincera devoción, o como medida propagandística en pro de
presentarse como cristianos afianzados cuya fe distaba mucho de la de
sus antecesores, el supuesto blasón de los Parra capitanearía entre las ruinas de la
Ermita de San Pedro, trayendo ecos de un pasado y de una historia que
no era única en este lugar. Por todos los rincones de España se
intentaba disimular concienzudamente el cuño de la sangre que corría por
las venas de muchos de sus habitantes, víctimas de una paranoia
religiosa que, en pro de la unión que en la mayoría de los campos se
dictaminaría a partir del reinado de los Reyes Católicos, sacrificaba la
sensatez y el enriquecimiento cultural sobre el que el mismo país en
realidad se erigía. Un florecimiento que, en épocas de tolerancia o bajo
el mandato de personajes libres de la tiranía de la superstición, daba
frutos tales como la prosperidad económica o el levantamiento de obras
monumentales que legar a la posteridad. El Señorío de Feria pudo
conocerlo. El porvenir monetario, el desarrollo poblacional, el auge
cultural no podría haber sido posible sin un respaldo político que lo
protegiera y afianzara. Cuando es así, la erudición no encuentra límites
y surgen personajes como Ruy López de Segura, considerado el más
antiguo campeón del mundo del ajedrez, o Pedro de Valencia, humanista
que defendería, en una España cegada por el oro americano, que la
verdadera riqueza de un país se obtenía del trabajo. Un trabajo en el
que, cuando todos participan, el resultado es aún más valioso. La Ermita
de San Pedro, gótica, mudéjar, inclusive judeoconversa, es un ejemplo
de simbiosis histórica y cultural en La Parra, y un ejemplo de la
convivencia entre culturas que un día conoció nuestra tierra y que
ayudó, indudablemente al desarrollo de una identidad y avance de
Extremadura.
Dedicado a Mario Carnerero Pizarro, por haberme querido descubrir este humilde pero sorprendente lugar.
Arriba y abajo: la presencia mudéjar en la localidad de La Parra, hermanada con Zafra y Feria no sólo por su cercanía geográfica sino fundamentalmente por haber conformado los tres municipios la base sobre la cual se asentaría primitivamente el Señorío de Feria, se hace patente en los soportales que hoy en día sustentan el edificio que acoge el Ayuntamiento de la villa (arriba), en un diseño repetido en Feria (abajo) y que podría tomar como plantilla inicial la mostrada en los bajos de la plaza Grande de Zafra, mandados edificar por los Suárez de Figueroa en pro de facilitar las transacciones comerciales, en su afán por modernizar y asegurar el porvenir económico y social de unas posesiones consideradas prácticamente su propio Estado, para cuyo éxito se supo contar con la comunión entre las diversas culturas y religiones que compartían la misma patria.
Abajo: de manera similar al caso de La Parra, otra antigua ermita en ruinas, esta vez en las cercanías de Valverde de Leganés y junto a la carretera autonómica EX-105 que une esta localidad con Almendral, ofrece soluciones mudéjares en su diseño constructivo, observadas fundamentalmente en su portada, con vano apuntado enmarcado por alfiz y friso con dientes de sierra, descrita por el arqueólogo Víctor Gibello como la iglesia de San Ildefonso que un día serviría de parroquia a la aldea pacense medieval del Revellao, clara demostración no sólo de la presencia islámica en la provincia bajo el mandato cristiano, sino inclusive de su aparición y aportación en los núcleos rurales tras los episodios de reconquista y repoblación de la región.
- Cómo llegar:
La Parra, antiguo Señorío de
Feria, se ubica a poca distancia de la localidad que daría nombre al
Ducado, pudiendo llegar al municipio, partiendo desde la capital
provincial, tomando la carretera nacional que se dirige a Zafra,
conocida como N-432. Tras dejar atrás el cruce de Santa Marta,
encontraremos el desvío surgido al cruzar la nacional con la
carretera provincial BA-155. Ésta, en su ramal derecho orientado
hacia el Sur, nos lleva al pueblo parreño.
Tras atravesar el núcleo urbano y
prosiguiendo la vía provincial, rumbo a Salvatierra de los Barros,
veremos pocos kilómetros después de dejar atrás la población una
senda en cuyos inicios figura una indicación que nos avisa de la
cercanía de la Dehesa de San Pedro. Tomando el mismo, siempre en
línea recta, lograremos dar con el monumento.
La Ermita de San Pedro se ubica en
el interior de una finca de propiedad particular. El inmueble puede
observarse desde el camino público que permite el acceso a los
diversos terrenos y explotaciones. En caso de desear adentrarnos para
visitar más de cerca el edificio, se recomienda tener en cuenta los
siguientes puntos:
1) Respetar en todo momento las
propiedades de la finca, como vallados o cercas, intentando no
salirse de los caminos marcados.
2) Respetar la vegetación y
cultivos de la misma, sin realizar ningún tipo de fuego ni arrojar
basura alguna.
3) Respetar al ganado que pudiese
habitualmente estar pastando en la zona, y en caso de encontrarse con
animales que lo protejan, no enfrentarse a los mismos.
4) Si observamos que se están
practicando actividades cinegéticas (caza), abstenernos de entrar.
5) Si nos cruzamos con personal de
la finca o nos encontramos con los propietarios de la misma,
saludarles atentamente e indicarles nuestra intención de visitar el
monumento, pidiendo permiso para ello. En caso de que no nos lo
concediesen, aceptar la negativa y regresar.