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sábado, 24 de agosto de 2013

Tesoros del camino: bucráneos de la portada de la epístola en la Iglesia de San Pedro de Montijo


Arriba: ubicada en el lado sur del templo, y ofreciendo acceso al interior del mismo en el lado de la epístola de la iglesia, la portada renacentista que allí se ubica ofrece no sólo una muestra de las obras ejecutadas por el santanderino Francisco de Montiel en la región, sino además todo un compendio de soluciones artísticas y arquitectónicas propias del estilo renacentista herreriano, que retoma además otros aspectos del Renacimiento más puro y del clasicismo más latino, tales como la serie de bucráneos que recoge su friso.

Como su propio nombre indica, el movimiento que hoy en día conocemos como Renacimiento supuso y fue todo un renacer. Renacer en lo clásico dejando atrás el espíritu del medievo para retomar las bases pragmáticas del mundo greco-romano, rescatadas por una población cada día más humanizada y menos temerosa de la fatalidad, de las supersticiones e incluso del poder vengativo de Dios. El devenir histórico, basado constantemente en rotaciones donde el optimismo y el pesimismo en la existencia se van alternando, mientras que el conocimiento permite al ser humano progresar vitalmente con el paso de los años y centurias, dio un nuevo giro auspiciado por los acontecimientos y descubrimientos del final de una era, inaugurándose una nueva edad en la historia occidental donde el Humanismo tomaba como bandera y base a sus teorías el clasicismo heredado de helenos y latinos.

El Renacimiento no sólo supuso un reavivar del ideal pragmático propio de la Antigua Roma, que a su vez bebía en parte de la filosofía y la ciencia griega. El renacer del mundo antiguo y la admiración hacia un universo semiolvidado durante el tiempo de la Edad Media conllevó la observación del gusto clásico también en el mundo del arte. Si bien los ideales renacentistas, que tomaban la medida humana como principal, inspiraron las nuevas creaciones artísticas, la llegada del Renacimiento al arte supuso igualmente la vuelta a escena de temáticas, elementos y símbolos clásicos en desuso, observados y tomados como ejemplo y punto de aprendizaje a través de las obras antiguas que se rescataban del suelo de ciudades y de los campos que un día dibujaron el mapa del Imperio Romano. Los personajes mitológicos volvían a escena, sus mitos eran nuevamente realzados, pero también sus atributos, sus iconos y los elementos decorativos que un día lucieron en casas de patricios y adinerados latinos vuelven a ornamentar palacios y edificios civiles, así como religiosos monumentos como prueba del interés de una civilización, la europea, por otra anterior de la que se siente heredera y a la que quiere tomar como base de su nuevo pensamiento.

Además de las bases temáticas e ideales que inspiraron las creaciones datadas por entonces más de mil años atrás, el arte renacentista rescata también las soluciones artísticas generadas en aquel tiempo pasado trayéndolas de nuevo al presente, explotándolas ahora principalmente en una de las ramas del arte que más se desarrolló con la llegada del nuevo carácter social y progreso del pensamiento: la arquitectura. Dejando atrás las pautas artísticas que inspiraban las obras de un obsoleto estilo gótico, cuyos edificios respondían mayormente al deseo de alabar la grandeza del Señor a través de una sobria estructura donde la espiritualidad se prolongase junto a la altura de los templos, pero que terminó condicionada, como en otros estilos artísticos, más a la ornamentación que a la búsqueda del ideal artístico en sí, los artistas renacentistas rescatan la sencillez del clasicismo donde los diseños responden con suavidad de líneas y cierta austeridad en la decoración, recuperando para portadas y estancias de edificios elementos propios de la arquitectura clásica así como las características de los estilos helenos. Se abre de esta manera un nuevo frente estilístico que choca con la última fase del Gótico europeo, caracterizada ésta por la profusión de la ornamentación más flamígera y barroca que recibirá el nombre de perpendicular en Inglaterra, manuelino en Portugal, o isabelino en el reino de Castilla. Este último caso, en auge durante el reinado de los Reyes Católicos en España, entrará en simbiosis con el ideal artístico renacentista dando lugar a un estilo único en Europa, a caballo entre lo gótico y lo renacentista, y conocido como Plateresco, por recordar, en la profusión de la decoración que hereda aspectos de la ornamentación gótica más barroca para mezclarse con los elementos clásicos más y menos comunes, la labor de los plateros en sus obras de orfebrería.



Arriba y abajo: lejos ya de la rica ornamentación plateresca de comienzos del siglo XVI, la portada de la epístola de la parroquia montijana refleja el ideal renacentista más clásico así como la proporción, suavidad de líneas y austeridad decorativa propias del movimiento herreriano, apoyándose en soluciones arquitectónicas dóricas y presentando ornamentos en auge a comienzos del siglo XVII, tales como el cajeado, los chapiteles o las bolas.


La aparición del Plateresco en España, considerado como una etapa protorrenacentista, supuso artísticamente la formulación de obras arquitectónicas únicas en Europa, pero a la par el retraso en cuanto a la implantación del estilo renacentista más puro dentro de los territorios castellanos del recién inaugurado Imperio Español. El devenir histórico en nuestro país había permitido la hibridez de estilos al conservar el gusto por un arte, el isabelino, a comienzos del siglo XVI como recuerdo de la monarquía que había permitido la unión definitiva de los dos reinos hermanos ibéricos que ahora caminaban juntos en la historia bajo el mandato de un único monarca. Sin embargo, ese mismo devenir de la historia dentro de las fronteras de España es el que permite, varias décadas después, no sólo el triunfo de un estilo renacentista más puro que comienza a ganar terreno al goticismo arraigado en el país, sino que además derivará con tal fuerza en la pureza de sus líneas que nuevamente presentará una rama dentro de la arquitectura renacentista bautizada con nombre propio: el estilo herreriano.

Reinaba Felipe II durante la segunda mitad del siglo XVI un imperio donde, a la par que amplios territorios y multitud de naciones sometidas bajo un mismo mandato, había heredado por igual un sinfín de conflictos entre los que destacaban los religiosos, resumidos en el cisma sufrido por la Iglesia Católica de la que se separan los reformadores protestantes. El peso de los asuntos políticos, así como la catarsis religiosa que comenzó a darse en los países sujetos a la Contrarreforma católica, llevaron a Felipe II y con él a toda su Corte a envolverse en un ambiente de austeridad y seriedad con que quiso impregnar la mayor de las obras arquitectónicas que encargaría este monarca, bautizada como el Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial. Aunque erigido sobre las trazas iniciales de Juan Bautista de Toledo, será un discípulo suyo quien termine encargándose mayoritariamente, hasta ser nombrado jefe de obras, de este monumental complejo renacentista. Nacido en Cantabria, Juan de Herrera impregnó el edificio de una cada vez mayor simplicidad y austeridad, acorde a los deseos y gustos del propio monarca. Lejos ya del Plateresco, el estilo renacentista que Herrera marcaba se alejaba de toda ornamentación ostentosa hasta alcanzar un resultado donde las líneas arquitectónicas clásicas se presentan en toda su pureza dirigidas por la proporción matemática y la uniformidad compositiva, cualidades éstas que marcan, además, el diseño del resto de sus obras, entre las que se encuentran la Catedral de Valladolid o el edificio de la Lonja de Mercaderes de Sevilla (actual sede del Archivo de Indias). 



Arriba: sobre el arco de medio punto que permite la entrada al monumento, sendos pares de columnas de orden dórico sostienen una proporcionada amalgama de soluciones arquitectónicas coronadas por un frontispicio, conjugación del primer estilo clásico con otras trazas propias del Renacimiento donde la simbología latina, representada por una colección de dieciocho bucráneos, comparte enclave con emblemas relacionados con la historia del lugar, tales como sendas cruces de la Orden Militar de Santiago, encargada de la custodia de la localidad.

Algunos estudiosos quisieron incluir también en este listado de obras firmadas por Juan de Herrera el patio del Palacio de los Duques de Feria, en Zafra. Responde el patio del antiguo alcázar zafrense a las mismas directrices que indica el estilo marcado por el arquitecto cántabro. Sin embargo no encargó el II Conde de Feria la reforma del edificio al ilustre norteño, sino a otro artista de similar origen santanderino llamado Francisco de Montiel, del que apenas se tienen datos en cuanto a su origen y formación, pero del que sí se conoce su residencia en Zafra en las últimas décadas del siglo XVI, donde trabaja como maestro cantero y de albañilería junto a su hijo Bartolomé González de Montiel, con el que fundará una compañía que terminará controlando el panorama constructivo de la comarca de Zafra, especialmente tras ser nombrado el cabeza de familia Maestro mayor de las obras de Su Excelencia el Duque de Feria. Francisco de Montiel logrará con los años el paso desde la dirección técnica de las obras al proyecto y diseño de los inmuebles, favorecido por el éxito de sus trabajos y el prestigio y fama que adquiere con los resultados de sus creaciones.

Es tal la buena reputación que cobra el santanderino en la Baja Extremadura que sus encargos no se limitan sólo a Zafra ni a los terrenos vinculados al Ducado de Feria. Además de intervenir en la iglesia del Monasterio de la Encarnación (actual Iglesia del Rosario), en el Monasterio de Santa Marina, en el Hospital de San Ildefonso o en la Casa Grande de los Daza-Maldonado (popularmente la "Casa Grande" de la calle Sevilla), todas ellas en Zafra,  su fama alcanza las fronteras regionales y es contratado dentro del Reino de Sevilla, concretamente en la que después sería la extremeña Fregenal de la Sierra, donde estuvo al frente de la reconstrucción de la Iglesia de Santa María de la Plaza firmando la construcción de su capilla mayor y diseñando además los planos para la renovación de la Ermita de los Remedios, levantada en su aspecto actual años después sobre ellos. Pero donde mayor fama gana, además de en los terrenos del Señorío de Feria, es en localidades administradas por la Orden Militar de Santiago al Sur de Extremadura, tales como Los Santos de Maimona, donde deja su impronta en el Convento de la Concepción, o en Guadalcanal (desde el siglo XIX en la provincia de Sevilla), así como en Montijo, villa administrada por los santiaguistas y perteneciente a la Encomienda de Montejo, vendida en 1.550 al Marqués de Villanueva del Fresno inaugurándose así el Señorío de Montijo, convertido en 1.599 en Condado por Felipe III.



Arriba y abajo: retomando las directrices del orden dórico, Francisco de Montiel dota a la portada de la epístola de la Iglesia de San Pedro de Montijo con un friso dividido en metopas y triglifos alternos, guardando las primeras, vacías habitualmente dentro de las obras herrerianas, una serie de osamentas vacunas carentes de guirnaldas, sumando dieciocho de las que cinco coronan la verticalidad de cada par de columnas.



Dotó Francisco de Montiel todas sus obras, hasta su muerte acaecida en 1.615, con similares patrones y características propias no sólo del clasicismo renacentista más puro, sino además de una austeridad y proporcionalidad propia de la tendencia herreriana que por aquellos años de finales del siglo XVI y comienzos del siglo XVII estaban en auge en España. El arquitecto santanderino recupera para los trazados de sus edificios los estilos arquitectónicos básicos de las antiguas Grecia y Roma, especialmente dórico y jónico, visibles fundamentalmente en capiteles de ábaco o de volutas que coronan columnas y pilastras en muchas de sus producciones. La limpieza de líneas, la gran proporcionalidad, incluso la monumentalidad y la austeridad decorativa coinciden plenamente con los patrones dictados por su paisano contemporáneo Juan de Herrera, mientras que diversos elementos ornamentales, de los que no carecen por completo sus obras, rematan diseños sirviéndose de cajeados, casetones, volutas, pináculos o incluso algún relieve donde se retoman figuras y atributos adquiridos del antiguo gusto latino, como los bucráneos u osamentas de cabezas de bueyes, aparecidos éstos en el friso de la portada del lado de la epístola de la Iglesia parroquial de San Pedro, en Montijo.

Comenzó la construcción del principal templo montijano, al parecer, en la última década del siglo XV bajo las directrices del gótico rural o gótico extremeño. Con la llegada de la Edad Moderna y la fundación en la villa del Señorío de Montijo, lo que otorga a los condes que ostentan tal título el derecho de patronazgo sobre la parroquia del lugar, se plantea una reforma y ampliación del monumento, para lo cual es llamado Francisco de Montiel, acompañado de su vástago, que ya gozaba de la predilección de los Duques de Feria a finales del siglo XVI. Para el templo montijano los Montieles diseñarán no sólo las nuevas portadas del lado de la epístola y pies del templo, donde se ubica además la torre y campanario de la iglesia, sino que  proyectará igualmente la reforma del interior del inmueble, levantando el crucero y formulando la capilla mayor, rematada en bóveda de cañón caseteada. Mientras que la portada abierta a los pies del templo se reforma presentando un diseño sencillo, de arco de medio punto enmarcado en alfiz y coronado con el escudo de los por entonces Condes de Montijo, señores de Portocarrero y Luna, entre dos leones rampantes tal y como se repite en diversas obras civiles de la capital pacense tales como la Puerta de Mérida o la del Pilar, la portada lateral derecha, o del lado de la epístola, muestra un diseño mucho más elaborado, dando como resultado una elegante muestra no sólo del estilo de los Montieles, sino además del gusto renacentista en general y herreriano en particular.


Abajo: la porción de friso correspondiente al espacio marcado por el arco en sí se compone de nueve triglifos y ocho metopas, decoradas estas últimas a su vez con ocho cabezas de buey descarnadas, siendo éstas, del total de dieciocho con que cuenta el friso de la portada, las más dañadas por la erosión y el paso del tiempo, habiendo perdido la mayoría de ellas el labrado de las vendas cruzadas dibujadas entre las astas de las mismas.





Se compone ésta básicamente de un arco de medio punto de tipo triunfal que da acceso al interior del edificio, labradas sus dovelas con ligeros arcos concéntricos, prolongadas sus líneas a través de las jambas. En derredor del arco y puerta, conformando todo el conjunto que compone la portada, hayamos cuatro columnas de orden dórico divididas en sendos pares, uno a cada lado de la entrada. De fino fuste y apoyadas sobre plintos, sostienen una cornisa de dos cuerpos, mientras que los espacios obrantes entre columnas, así como el interior de los pedestales, están cajeados. Rematan la cornisa dos chapiteles, cada uno cerrando la verticalidad de las columnas, mientras que el espacio resultante entre ambos ofrece una hornacina con bóveda de venera, hoy en día vacía, cerrada con cornisa semiesférica sobre la que apoya una bola en relieve cercana al frontispicio que remata la obra, similar ésta a las dos que coronan a su vez los chapiteles mencionados. Estos últimos presentan, entre volutas, el emblema de la Orden Militar de Santiago, con cruz labrada sobre la piedra granítica. Sin embargo no es este dibujo el que más resalta en todo el conjunto. Por debajo de la cornisa, ubicado en el friso que sostienen las columnas, una serie de triglifos y metopas se alternan complementando la ornamentación de herencia dórica del lugar. Estas metopas, habitualmente sin rellenar en las obras herrerianas, muestran en la iglesia montijana una colección de dieciocho bucráneos o cabezas descarnadas vacunas, correspondiendo una osamenta a cada una de las metopas que componen el friso, de relieve bajo o poco profundo en los que aún se aprecia, aunque no conservándose ya en todos, las vendas cruzadas entre astas, careciendo por el contrario de las guirnaldas colgantes  que habitualmente figuraban en los bucráneos labrados siglos atrás en antiguos monumentos de origen romano.



Arriba y abajo: conservando en todo momento la proporcionalidad y de forma paralela al lado izquierdo de la portada, también las dos columnas derechas que conforman la puerta sostienen en su porción capitular de friso cinco metopas con bucráneos engarzados en el interior de éstas, apreciándose en algunos de ellos, más resguardados de la intemperie que sus hermanos del frontal, las vendas cruzadas sobre la cabeza, así como otros aspectos que describen más detalladamente la osamenta de las mismas.




Los bucráneos de la portada de los Montieles de la parroquia de San Pedro suponen, a pesar de su sencillez, una licencia creativa dentro de las obras de Francisco de Montiel, así como un ejemplo de ornamentación escasamente aparecido dentro del estilo herreriano, y poco frecuente dentro del panorama artístico renacentista extremeño. Si bien la ubicación de bucráneos en las obras renacentistas se convierte en algo relativamente común en ciudades de toda Europa, no es este símbolo del sacrificio y ofrenda en un elemento decorativo habitual dentro del panorama arquitectónico de nuestra región entre los siglos XVI y comienzos del XVII. Clara excepción sería la que presenta el paño plateresco que cubre la Portada Norte de la Catedral de Coria, donde, bajo esfinges y envuelta en fina labor de candelieri, un bucráneo nos observa junto a la habitual puerta de entrada. Los bucráneos de Montijo, enmarcados en metopas y no en paneles o capiteles, como es común verlos en otras obras del Renacimiento, desprovistos los montijanos de guirnaldas y sin más elementos simbólicos que les acompañen en su función decorativa, se muestran como protagonistas en una serie donde, además, sorprende el alto número que de los mismos hay esculpidos en una misma portada. Desconociendo las razones que llevaron a los Montieles a traer a este monumento semejante colección de simbología ósea, con la que retomaban el gusto por la ornamentación latina más clásica dentro de un estilo herreriano donde lo decorativo prescinde de todo elemento superfluo, lo que sí está claro es que, desde la culminación de esta portada en los años previos a la visita que, en 1.605, realizara la Orden de Santiago a la villa para apreciar in situ el estado de las mismas, semejante admiración a la mostrada por los mismos una vez situados ante el templo montijano es la que debería surgir en nosotros ante la obra de Francisco de Montiel, claro reflejo del pensamiento artístico de una época y donde supo conjugar el clasicismo más renacentista con la proporcionalidad herreriana, regalando al conjunto una ornamentación poco común pero llamativa que, retomada del antiguo mundo latino, recuerda el sacrificio ante los dioses de la misma manera que la Iglesia Católica rememora con su doctrina el sacrificio  que por los hombres hizo el Hijo de Dios. Se convierte así esta portada en toda una obra de arte a elogiar dentro del patrimonio artístico de la región y del listado de obras renacentistas con que dispone Extremadura, mostrándose sus bucráneos como todo un tesoro artístico y cultural. Son, en definitiva, todo un tesoro con el que toparnos en nuestro camino.



Arriba: la Iglesia Parroquial de San Pedro de Montijo, enclavada en el centro neurálgico y corazón de la localidad, en plena plaza del Campo de la Iglesia, se presenta como monumento principal del municipio, guardando diversas obras artísticas en su interior y convirtiéndose el propio edificio en una obra de arte en sí, para lo cual contó con la labor de Francisco de Montiel y de su hijo Bartolomé, que dotaron al templo con soluciones propias del Renacimiento más clásico, así como de cierto estilo herreriano del que su portada lateral es clara muestra, convirtiéndose en  rico ejemplo de esta tendencia en Extremadura, cobrando mayor importancia aún por conservar en ella la rica colección de bucráneos de aire latino, sin igual en la región.

Abajo: si bien la presencia de bucráneos se hizo común en los diseños ornamentales que decoraban los edificios renacentistas de toda Europa, no es habitual la existencia de estos símbolos latinos en las obras del siglo XVI extremeño, destacando por su excepción y su belleza el bucráneo que, bajo esfinge y coronando una fina labor de candelieri, se conserva esculpido en el panel plateresco lateral de la Portada Norte de la Catedral de Nuestra Señora de la Asunción, en Coria.



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