jueves, 27 de octubre de 2011

Santuario tartésico de Cancho Roano


Arriba: considerado como uno de los mayores hallazgos arqueológicos del siglo XX en España, el yacimiento de Cancho Roano se ubica entre los principales de la región de Extremadura, destacado enclave protohistórico del Sudoeste peninsular.


"Tarsis comerciaba contigo por la abundancia de toda tu riqueza; con plata, hierro, estaño y plomo abastecía tus mercados." (Libro de Ezequiel: Capítulo 27, Versículo12).

Con estas palabras registradas en el bíblico libro de Ezequiel se describían las relaciones comerciales que alrededor del siglo VI a. C mantenían la fenicia Tiro y la ciudad de Tarsis. No es la primera vez que entre los textos que componen el Antiguo Testamento se menciona esta ciudad, a la que unos investigadores han querido situar en el Oriente, decantándose la mayoría sin embargo por ubicarla opuestamente en las costas del sur de la Península Ibérica, identificándola con la capital del antiguo y misterioso reino de Tartessos. En caso de ser esta segunda teoría la correcta, serían estas menciones uno de los pocos testimonios escritos y contemporáneos del reino tartésico de los que disponemos en la actualidad, junto a otros ejemplos heredados por parte de diversos escritores helenos con los que coinciden en puntualizar y resaltar la riqueza metalúrgica de la que se consideró por los antiguos historiadores como la primera civilización de Occidente.



Arriba: vista general de la maqueta que sobre el yacimiento de Cancho Roano guarda el Centro de Interpretación abierto junto al mismo, donde pueden apreciarse en pequeña escala los detalles de su arquitectura y composición de su estructura.

Pocos documentos de la época nos hablan de Tartessos, al igual que poco material, en comparación con el legado por otras culturas, nos ha llegado a nuestros días sobre este reino cuya información a veces está más cerca de lo mítico y legendario que de lo real. Sabemos por algunos escritos griegos que la civilización tartesia se ubicó y desarrolló en el sudoeste peninsular, concretamente en lo que hoy en día serían las provincias andaluzas de Huelva, Sevilla y Cádiz, aunque algunos yacimientos se han encontrado en las provincias limítrofes con éstas, como en la de Badajoz, así como en Cáceres, Toledo y el Algarve portugués, lo cual hace dudar de su total expansión, cuyos confines pudieron alcanzar estas regiones, llegando incluso al Tajo o a Cartagena, aunque posiblemente y más bien hablamos de comarcas influenciadas por la cultura tartésica, demostrando el carácter comercial o mercantil que tenía este reino con los pueblos vecinos, pero también con otros muchos del Mediterráneo, que no dejaron de mencionarlo entre los pueblos más comerciales de toda la cuenca.



Arriba: aspecto que presenta actualmente la puerta de entrada al recinto tartésico, acceso abierto en el frontal oriental tras salvar el foso que rodea todo el conjunto y que nos conduce al patio y al pasillo que circunda el muro del edifico principal, paso a las estancias periféricas.
Abajo: detalle del torreón norte que vigila el acceso al recinto, donde se observa la solidez de su base, fabricada con mampostería.





Al parecer estaba la capital del reino tartesio enclavada en el antiguo estuario del río Guadalquivir, actuales Marismas del Guadalquivir, entre las que se encuentran las de Doñana. Era el río el eje del reino, comunicándose sus habitantes a través de él con las provincias internas, como lo harían en sentido contrario y a través del mar, tras pasar por el Estrecho de Gibraltar, con las culturas mediterráneas. De origen desconocido, se discrepa entre si el pueblo tartesio era fruto de la evolución cultural de las poblaciones locales tras la Edad del Bronce, o bien de una aculturación de las mismas por parte de los fenicios que colonizaban las costas gaditanas. Sí se sabe, sin embargo, que hasta su desaparición misteriosa pasado el siglo VI a.C., esta monarquía jerarquizada con importante clase guerrera, dedicada como el resto de los pueblos de la época a la agricultura, ganadería y principalmente la pesca, tenía la base fundamental de su economía en la metalurgia y el comercio de la misma. Explotaban las abundantes minas del sudoeste peninsular obteniendo de ellas tanto metales preciosos, oro y plata, como plomo, hierro e incluso estaño, aunque este último, necesario para la creación del bronce, era obtenido masivamente gracias a sus relaciones comerciales con las Islas Británicas y las costas atlánticas, convirtiéndose en los grandes exportadores de metales del Mediterráneo, con productos muy estimados y de gran calidad.



Arriba: el foso excavado en la roca mantiene agua en su interior durante todo el año, obtenida tanto del arroyo cercano como del agua de lluvia allí depositada desde el edificio, apreciándose en la imagen las diversas presas que los tartesos construyeron para facilitar esta labor y regular el cauce artificial que habían creado, debido a la ligera inclinación del terreno hacia la vega natural del riachuelo.
Abajo: vista general de la esquina suroccidental del conjunto, donde se puede apreciar la fortaleza del muro que protegía las estancias del edifico principal.




A pesar de la relativa certeza con que se manejan algunos datos sobre Tartessos, como su carácter mercantil y viajero que impulsó un intercambio cultural entre los pueblos mediterráneos y la Península Ibérica, un halo de misterio engloba otros muchos aspectos de la historia y cultura de este pueblo, como el mundo religioso tartésico o, principalmente, su desaparición. Cuenta el historiador griego Herodoto que su último rey, Argantonio, estableció relaciones con los griegos focenses, permitiéndoles fundar diversas colonias en las costas de su reino, donde ya los fenicios habían enclavado varias de sus ciudades. Fenicios y griegos entraron por aquel entonces en guerra, ganada por los primeros que, castigando a los tartesos por su alianza con los helenos, propiciarían la caída de este reino. Sin embargo empieza a pesar cada vez más otra teoría, de diversa raíz, que indicaría una caída de la civilización tartésica propiciada por diversos desastres y cataclismos naturales, fundamentalmente un terremoto y posterior tsunami que haría desaparecer el antiguo estuario del Guadalquivir, y con él la capital del reino de Tartessos.



Arriba: un patio de 50 m2 era la antesala que recibía al visitante antes de que éste accediera a cada rincón del palacio-santuario, cubierto su suelo con arcilla roja y enmarcado por un acerado pizarroso y tres banquetas pétreas contiguas, sólo rotas en la esquina suroeste del mismo, donde se almacenaban materiales de construcción.
Abajo: detalle del sistema de acanalamiento que perdura en el edificio y que permitía el desagüe de las aguas de lluvia hacia el foso circundante.




Esta teoría devastadora no sólo presenta una hipótesis en cuanto al final de Tartessos, sino que para algunos estudiosos permitiría establecer una similitud entre el final del misterioso reino peninsular y el del mítico continente de la Atlántida, barajando la posibilidad de que uno y otro fueran el mismo. Esta teoría intentaría también desentrañar los misterios que a su vez rodean uno de los yacimientos más importantes del mundo tartésico y que se enclava a más de 200 kilómetros del corazón de este antiguo reino. Hablamos del yacimiento de Cancho Roano, o Cancho Ruano, ubicado en el término municipal de Zalamea de la Serena, al Este de la provincia de Badajoz. Declarado Monumento Nacional en 1.986 y Bien de Interés Cultural con categoría de Zona Arqueológica en 1.989, el yacimiento protohistórico de Cancho Roano dio sus primeras señales de existencia en los años 60, cuando el dueño de una de las porciones en que se divide la finca homónima y sobre la que se asienta el monumento empezó a encontrar restos arqueológicos que cobraban importancia según iban aumentando en número y calidad. Con las excavaciones oficiales, comenzadas en 1.978, salía a la luz uno de los mayores hallazgos arqueológicos del siglo XX en España, primordial para entender la cultura tartésica a pesar de seguir hoy en día rodeado de un continuo misterio que impide conocer con exactitud los motivos de su creación, funciones y hechos que propiciaron su desaparición.



Arriba: en la esquina noroeste del patio se hallaron, aunque tapiadas en el momento de la excavación como posible fase del ritual de clausura al que fue sometido el monumento, las escaleras que daban paso al resto del edificio principal, cuyas paredes de adobe estaban levantadas sobre una sólida base de mampostería, recubiertas después con cal y arcilla roja.
Abajo: tras subir las escaleras de acceso desde el patio y superar el espacio de la primera habitación, el visitante entraba en la segunda estancia, pasillo por el que adentrarse en cada una de las demás, sala alargada donde hoy en día se pueden apreciar los restos arquitectónicos de las fases constructivas iniciales del yacimiento.





Edificado sobre la colina del Torruco y orientado hacia el sol naciente, los estudios realizados sobre este complejo monumental parecen indicar que su creación se remonta al siglo VI a.C., prolongándose cronológicamente durante dos siglos más hasta su misteriosa desaparición, centurias durante las cuales el recinto sufrió diversas reformas que llegan a presentar tres fases constructivas, cada una superpuesta a la anterior pero respetando en muchos casos los elementos sobre los que se edificaba, lo cual sirve para plantearse y decantarse en cuanto a la función del yacimiento como de clara tendencia religiosa en un enclave sagrado con construcciones sagradas a respetar que se irían ampliando o modificando según progresaba el culto allí practicado. Frente a esta teoría, o complementándola, aparece la idea de situarnos no frente a un simple santuario, sino delante de un palacio-santuario o complejo arquitectónico donde las funciones sacras se conjugaban con las actividades económicas y artesanales de un edificio desde el cual un aristócrata con poder monetario dirigiría la explotación de la zona, o incluso la organización social de la misma, periferia del reino de Tartessos reactivada tras la caída del núcleo central de esta civilización.



Arriba: las estancias ubicadas tanto en la esquina noroccidental como en la suroeste del edificio principal presentan un menor tamaño que el resto, usadas las primeras (en la imagen) como espacios para custodia de las ofrendas más delicadas que recibía el templo, considerándose las segundas como almacenes a juzgar por los recipientes cubiertos de semillas y aperos allí depositados.
Abajo: la esquina sudeste aparece ocupada por la única estancia cubierta con enlosado, pizarras traídas desde el sudoeste peninsular que amplían el misterio que recae sobre esta sala, posible habitación destinada al personaje principal del santuario.




El aspecto que actualmente presenta el yacimiento correspondería al último nivel o fase constructiva, la más compleja de todas. El conjunto arquitectónico consta de un edificio central de planta cuadrada rodeado por un grueso muro exterior, circundado éste a su vez por un total de veinticuatro estancias, seis por cada lado, a modo de corredor ininterrumpido salvo en su flanco oriental, donde se sitúa el acceso al recinto, flanqueado por dos torreones de planta poligonal y base de mampostería. Igualmente de base pétrea son el resto de las habitaciones, levantándose las paredes con adobe, encaladas después, usándose la arcilla roja para los suelos, y muy probablemente la madera para la techumbre. Una segunda planta pudo coronar el edificio principal, desaparecidos prácticamente por completo sus restos, posiblemente durante el proceso y ritual de clausura al que fue sometido el edificio. Un foso excavado en la roca rodea todo el conjunto, recibiendo las aguas del cercano arroyo Cagancha, que mantiene su caudal durante todo el año.

Una vez sobrepasada la puerta de entrada, un patio de 50 metros cuadrados se abría frente al visitante, desde el cual se podía acceder al resto de las estancias del edificio principal, contando con un total de once habitaciones salvaguardadas dentro de los gruesos muros del recinto. También desde el patio se accedía al pasillo que comunicaba entre sí las veinticuatro habitaciones perimetrales. Un pozo de cinco metros de profundidad se excavó en este atrio, conservándose además en la zona restos del sistema de acanalamiento que recogía las aguas de lluvia para ser sacadas del enclave y reaprovechadas en el foso. Desde el patio frontal unas escaleras daban paso a la habitación primera, ubicada en la esquina noreste del edificio principal. Una vez allí, una segunda habitación o sala rectangular y paralela al flanco oriental, ubicada tras el patio, servía de pasillo por el que entrar al resto de estancias. En esta segunda habitación o gran pasillo se conservan restos de las fases constructivas previas, mantenidas a la vista tras las excavaciones para ilustración de los actuales visitantes. 



Arriba: ubicada en el centro del flanco oriental del edificio principal se encuentra la mayor de las 35 estancias del conjunto, considerada como la principal y más importante de todas, espacio sagrado donde aparecieron los diversos altares utilizados en el culto del santuario, destacando entre ellos el más primitivo de todos, con forma de shen o símbolo egipcio de la protección eterna.


Cuatro habitaciones aparecen en la esquina noroeste, con otro trío de estancias en el recodo sudeste del edificio principal. Las primeras de ellas parecen haber sido utilizadas para la custodia de las ofrendas más delicadas que recibía el santuario, debido a la gran calidad y fragilidad de los objetos allí encontrados. También se encontraron en la zona los restos de un telar. Las otras tres estancias opuestas guardaban diversos elementos y recipientes que hacen pensar en su uso como almacén, con ánforas y fábricas cerámicas rellenas de diversas semillas en dos de los cuartos, y otros objetos de bronce destinados a las labores agrícolas o al utillaje para las caballerías en la más alargada de ellas. En la esquina sudeste del edificio, por otro lado, aparece la única estancia pavimentada del complejo, con lajas de pizarra traídas del sudoeste peninsular, posible habitación destinada al uso y disfrute del personaje principal del palacio-santuario.

La última habitación que nos encontramos dentro del edificio principal se ubica entre las esquinas noroeste y suroeste, considerada como la estancia capital, más amplia, compleja y de mayor importancia del monumento, al haber aparecido allí los diversos altares utilizados en los rituales sagrados que tendrían lugar y celebración en el santuario de Cancho Roano. Este espacio de culto fue el más respetado durante las diversas fases constructivas que sufrió el monumento, apareciendo ante nuestros ojos un área sagrada donde los elementos de las primera y segunda fases constructivas se entremezclan con los de la tercera y definitiva, destacando entre todos ellos un primitivo altar circular con un segmento tangente unido a él, recordando el símbolo shen o anillo shen utilizado por los antiguos egipcios para hacer referencia a lo ilimitado y a la protección eterna, clara muestra de la relación de los habitantes de Cancho Roano con el mundo oriental y la religiosidad y creencias de otras culturas mediterráneas.



Arriba: entre las estancias perimetrales que rodean el edificio principal destacan las ubicadas al Norte (en la imagen) y a Occidente, separadas todas ellas por pequeños muros que encerraban sistemas de acanalamiento a sus pies, y utilizadas por los tartesos como capillas o salas de almacenaje de ofrendas y útiles diversos que componen el grueso de los materiales muebles y tesoros hallados en el yacimiento.


Las estancias perimetrales que circundan el edificio central, consideradas también como capillas, cobran importancia más que por su fábrica o arquitectura, por los elementos hallados en ellas, ofrendas relacionadas en casi todos los casos con los hábitos alimenticios, apareciendo también otras herramientas o utensilios artesanales, destacando los relacionados con la actividad textil, así como diversos adornos personales. Entre todas las habitaciones se sitúan como las mejor conservadas aquéllas orientadas al Norte y Oeste. En una de las estancias occidentales se halló la que es considerada mejor pieza o más destacada de todo el yacimiento, de excelente calidad artística y admirable técnica: la escultura de un equino de bronce. Ésta y las demás piezas aparecieron cuidadosamente depositadas en cada una de las salas del recinto, lo que facilitó su conservación tras la desaparición del santuario. Todo parece apuntar a que su misterioso abandono se produjo tras ser sometido el complejo a un incendio de tipo ritual, más que fortuito, encerrando todos los ajuares, piezas y ofrendas que allí se custodiaban en su interior, sellado después por los tartesos con tierra. Mientras que el fuego propició que el adobe se cociera y endureciera,  la tierra salvaguardó los restos del santuario, propiciando así que decenas de siglos después apareciera ante nosotros en un admirable estado de conservación, recuperando una impensable cantidad de elementos muebles que hoy en día llenan los almacenes del Museo Arqueológico Provincial de Badajoz, exponiéndose sus mejores muestras entre las vitrinas de la sala dedicada a la Protohistoria de la provincia sur extremeña.



Arriba: de 22 centímetros de envergadura, el equino de Cancho Roano muestra una calidad técnica y artística, así como un admirable estado de conservación, que le permiten ser considerado como la pieza más destacable de las descubiertas en el conjunto, fabricado en bronce y formado por dos piezas fundidas entre sí.
Abajo: las vitrinas de la Sala dedicada a la Protohistoria del Museo Arqueológico Provincial de Badajoz muestran al visitante algunas de las mejores y más destacadas piezas encontradas durante las excavaciones realizadas en Cancho Roano, donde aparecieron gran cantidad de elementos fabricados en bronce, muchos de ellos destinados como utillaje para las caballerías, como el bocado de la imagen.





Recientemente una nueva teoría intenta hacer frente a los misterios que rodean al mundo tartésico en general, y al yacimiento de Cancho Roano en particular. Según National Geographic, Tartessos, Tarsis y la Atlántida son la misma cultura, defendiendo la posibilidad no sólo de que la capital tartesia se encuentre enterrada en las Marismas de Doñana, antigua bahía y estuario del Guadalquivir donde se presupone estaba enclavada la ciudad más destacada de este reino, sino que además plantea la identificación de dicha urbe con la Atlántida, descrita por Platón y ubicada por el escritor heleno más allá de las Columnas de Hércules, o Estrecho de Gibraltar. Si una serie de desastres naturales hicieron sucumbir bajo el mar los dominios de la mítica ciudad, al igual que un posible tsunami pudo hacer desaparecer de la historia la ciudad de Tarsis, una y otra pudieron ser la misma. Cancho Roano cobra importancia en este punto, pues si ya es todo un misterio los motivos de su fundación y las funciones para las que fue erigida, pudiera resultar que todo ello estuviera en directa conexión con la desaparición tanto de Tarsis como de la Atlántida, apareciendo el santuario como enclave que recogió a diversos habitantes que sobrevivieron al final del corazón del reino de Tartessos, queriendo reproducir a escala inferior la estructura de su malograda capital, rodeándola de un foso como la original estuviera rodeada del agua del estuario, y dotándola de una estructura a base de anillos concéntricos en cuyo interior se encierra el enclave más sagrado y lugar de culto, disposición que pudiera igualmente haber tenido la capital del reino y que también utilizó Platón a la hora de describir el ordenamiento urbanístico de la ciudad de los atlantis. El enlosado de la habitación del sudeste con pizarra de la costa, así como el altar en forma de anillo shen, de origen egipcio como egipcio era el origen atlante, respaldaría esta teoría que, siendo acertada o no, sí que permite una vez más resaltar el valor del yacimiento de Cancho Roano, joya arqueológica sin par de nuestra región.




Arriba: la relación del reino de Tartessos con el resto de culturas mediterráneas queda bien patente en la gran cantidad de cerámica griega que se ha recuperado en el yacimiento de Cancho Roano, contabilizándose alrededor de doscientos ejemplares cuyos mejores ejemplos pueden apreciarse en las vitrinas del Museo Arqueológico de la capital pacense (en la imagen).
Abajo: además de ánforas, recipientes para el almacenaje, bronces y herramientas diversas, también en Cancho Roano se descubrieron pequeñas piezas de orfebrería, delicados adornos y auténticos tesoros que deben su riqueza no sólo al material utilizado en su fábrica, como los adornos áureos de la imagen, sino además a sus orígenes exóticos y diversos, destacando cuatro escarabeos egipcios, una cabeza púnica vítrea, o un aríbalo de Naucratis.




Cómo llegar:

El santuario tartésico de Cancho Roano se enclava dentro del término municipal de Zalamea de la Serena, localidad del Oriente pacense que dista apenas varios kilómetros del yacimiento tartésico. Enclavado en la finca homónima, rodeado de encinares y pequeñas colinas, el monumento nos aguarda en una zona relativamente llana de la comarca de la Serena a la que fácilmente podemos acceder desde la carretera EX-114, que une la localidad de Quintana de la Serena con aquélla a la que pertenece el santuario.

Para llegar a Quintana de la Serena desde las principales ciudades extremeñas es recomendable alcanzar la autovía A-5, y una vez en ella dirigirnos hasta Don Benito por la autovía autonómica EX-A2. Una vez llegados por esta vía, u otra alternativa, a la localidad donbenitense, la carretera EX-346 nos conduce hasta Quintana de la Serena, encontrando el acceso al yacimiento pasada la localidad camino de Zalamea de la Serena en el arcén derecho, debidamente indicado.

Un camino preparado nos llevará hasta el palacio-santuario, apareciendo previamente ante nosotros la zona de aparcamientos y el Centro de Interpretación habilitado para un mejor conocimiento del monumento. El teléfono de contacto del mismo, donde podremos informarnos en cuanto a horarios o consultar cualquier duda que surja previa a la visita, es el 629 23 52 79.

martes, 18 de octubre de 2011

Verraco vetón de Segura de Toro


Arriba: mirando hacia el edificio del Ayuntamiento y presidiendo la plaza principal de Segura de Toro, su verraco se yergue orgulloso de su origen y su pasado en su pétrea mole que simula la potente figura de un toro.

Que Extremadura es una región rural, es indiscutible. Lejos de debatir sobre los pros y los contras de esta condición en la época actual, cierto es que nuestras tierras siguen siendo hoy en día, y como llevan haciendo desde antaño, el sustento más que de factorías o plantas transformadoras de materia, de innumerables especies animales y abundantes cabezas de ganado, así como fértiles terrenos donde practicar la agricultura de secano en las llanuras, o de regadío en las vegas de nuestros ríos.

El bosque mediterráneo y la climatología que le da vida son y han sido desde que el hombre hiciera de estas tierras su hogar los aliados para que nuestros antepasados y nuestras gentes encontraran dentro de los confines de nuestra región un lugar propicio para expandir sus siembras y ejercer el pastoreo de su ganadería, más idónea para esta última la presencia de la dehesa donde la supervivencia del bosque autóctono convive con la explotación moderada del mismo, permitiendo que incluso en aquellos enclaves donde la dureza de la tierra no permite germinar abundantemente el cultivo de secano, sí sea generosa la misma sin embargo en pastos y hierbas que, conjugados con la fruta de la encina, son alimentos inmejorables para los rebaños y las piaras.



Arriba: vista general del costado derecho de la escultura vetona donde podemos apreciar el buen estado de conservación de las patas traseras, careciendo sin embargo de las delanteras.

La riqueza vegetal y herbácea de nuestra región ya era apreciada siglos atrás. Son los primeros pueblos y culturas que aquí se asentaron los que supieron ver el potencial agrario de la zona y los que comenzaron a potenciar el uso agroganadero de la tierra, conectando la cultura agraria y pastoril de los mismos con las cualidades del terreno hasta lograr que ambas, cultura y tierra quedaran unidas y se enriquecieran mutuamente la una de la otra. Así pasó con los primeros pobladores, pero especialmente con uno de los pueblos conocidos como prerromanos y que antes de la llegada de la civilización romana a la que los itálicos llamaron Hispania, conformaban el mapa de las culturas de la Península Ibérica.

Estando los pueblos prerromanos de la mitad noroeste peninsular influidos por la cultura celta, surgida en la zona atlántica del Norte del continente europeo, debemos mirar entre estas poblaciones a aquélla que decidió fundirse con las tierras que hoy en día comprenden las provincias centropeninsulares de Ávila, Salamanca y Cáceres, así como Zamora y Toledo, llegando sus límites a la Comunidad de Madrid, Segovia, norte de Badajoz y tierras de la Raya portuguesa frontera con éstas. Es el conocido como pueblo vetón o vettón, vecino del pueblo lusitano, con el que tenía una gran afinidad, y contemporáneo a otras culturas protohistóricas del primer milenio anterior a Cristo hasta su desaparición paulatina y final con la llegada de Roma.



Arriba: de más de dos metros de longitud, el toro de este pueblo del Valle del Ambroz se encuentra entre los de mayor dimensión de todos los conservados en la Península Ibérica, equiparable a los famosos verracos abulenses de El Tiemblo conocidos como "Toros de Guisando".

Era el pueblo vetón más agrario que comerciante, más ganadero que agricultor, guerrero como todos aquéllos y fundador de múltiples castros enclavados en las cimas de las colinas o en las laderas de los montes donde vivir, refugiarse y vigilar las tierras que consideraban de su dominio y donde ejercitaban sus actividades económicas y agropecuarias. Unidos por necesidad y gusto con la naturaleza que les rodeaba, los vetones obtenían de ella toda su materia prima, adorando tanto sus frutos y fertilidad que convirtieron a las fuerzas de la naturaleza en iconos a los que adorar. Y así como la religión estaba unida a lo natural, también lo estaba su arte, donde casi la totalidad de las manifestaciones artísticas llegadas a nuestros días se engloban dentro de un movimiento conocido como "cultura de los verracos", por comprender éste la creación y talla partiendo de considerables moles pétreas de grandes animales de raza bovina, fundamentalmente toros, o bien cerdos y jabalíes de menor tamaño que los anteriores y de los que surgió el nombre común de estas esculturas.

Aún hoy en día los estudiosos no logran alcanzar un acuerdo en cuanto al significado o uso dado por los vetones al verraco, barajándose diversas ideas o funciones, unas de tipo más bien civil, como fuera el señalamiento o delimitación de territorios y poblados, o bien otras funciones de tipo religioso, como imagen ritual de un culto a la fertilidad, talismán apotropaico protector de poblaciones o rebaños, directamente figura zoomorfa deificada e idolatrada, o más bien exvotos u ofrendas a los dioses del panteón vetón. La aparición de inscripciones latinas en los lomos de algunos de ellos hace pensar en un uso funerario y lapidario posterior, reutilizados posiblemente por los romanos para señalamiento y embellecimiento de alguna tumba destacada, sin existir indicios que planteen que este mismo uso se lo dieran sus dueños y creadores anteriores.



Arriba: imagen detallada de la zona posterior de este toro tallado en granito y dotado en su diseño no sólo de pezuñas bien labradas, sino además de un generoso escroto que permita adivinar sin complicaciones el sexo del animal.

Aunque los verracos más conocidos y destacados se encuentran en las provincias de Ávila y Salamanca, como son los denominados "Toros de Guisando", o el toro del puente romano de la ciudad de Salamanca, existe en Extremadura un ejemplar de considerable tamaño que lo hace, por ello, no sólo comparable a los anteriormente mencionados, sino destacable entre las demás esculturas de este estilo conservadas en nuestra región, pues los demás ejemplares hallados en la provincia cacereña son de tamaña inferior y representan en la mayoría de los casos cabezas de ganado porcino o jabalíes, siempre que el estado de la imagen nos permita descubrirlo sin confusión. De material granítico, el verraco de Segura de Toro alcanza los dos metros de largo (220 x 124 x 73 cms.), conservando en buen estado las patas traseras, donde se aprecia el tallado de las pezuñas así como entre ellas la silueta del escroto del animal, adivinándose por ello y a simple vista el sexo masculino del mismo, respaldado por la aparición de la curva de su prepucio bajo el vientre.  Sin embargo el resto de la escultura, especialmente la cabeza, ha llegado a nuestros días bastante dañada, más que por acción de la erosión y el paso del tiempo, fundamentalmente por la propia acción humana ya que, actuando bajo las directrices de la incultura y haciendo casos a falsas leyendas, no faltó quien llegó a dinamitar la imagen pensando que la misma aguardaba un tesoro en su interior, sin caer en la cuenta de que no había más y mayor tesoro que el verraco en sí mismo.



Arriba: aspecto que presenta actualmente el costado izquierdo del verraco de Segura de Toro, seriamente dañado y posteriormente reconstruido tras sufrir un serio atentado dirigido por la codicia e incultura de algunos.


Datado en el siglo VI a. C. y símbolo del pueblo desde que se hallara en la finca "El Toro", apareciendo el mismo en el escudo local, el toro de piedra de Segura de Toro es muestra clara de la presencia vetona en las montañas sobre las que se asienta el municipio actual, enclavado en una de las laderas de las sierras que conforman el Valle del Ambroz, al sur del Sistema Central. Enclave ubicado en la zona media dentro de los territorios ocupados por el pueblo vetón, seguramente no lejos del municipio existía un castro fortificado al que pertenecía esta escultura bovina, según algunos estudiosos incluso en los propios terrenos donde se levanta la localidad cacereña y bajo las calles del mismo. Al mismo castro debieron pertenecer también la Estela del Guerrero, actualmente expuesta entre las salas 2 y 3 del Museo Provincial de Cáceres, y el segundo verraco de Segura de Toro, de medidas muy inferiores comparado con el anterior, y cuyas facciones y detalles nos hacen suponer que representa a un cerdo, expuesto también en el Museo de la capital provincial dentro de los jardines del mismo. Junto al primero y tras su descubrimiento formando parte del muro de un cercado, el segundo verraco de Segura de Toro se colocó junto a éste dentro de la localidad hasta que en 1.969, y como agradecimiento a la Diputación Provincial por la ayuda recibida de ésta al municipio para la colocación definitiva del toro en la plaza donde hoy se expone, fue donado.



Arriba: en los jardines del Museo Provincial de Cáceres, ubicado en el Palacio de las Veletas de la capital homónima, se expone desde 1.969 un segundo verraco hallado en Segura de Toro, considerada representación de una res porcina que nos ayuda a barajar la más que posible presencia de un castro vetón en la zona donde se ubica el actual pueblo.

Posiblemente igual que antaño lo hizo en algún lugar privilegiado del castro vetón, el verraco de Segura de Toro se sigue irguiendo orgulloso de su edad, de sus orígenes y de su pasado, consciente de su fortaleza y de su ligera belleza, así como de su importancia general y especialmente de la que le dan los actuales pobladores del lugar donde nació y que siguen haciendo de aquellas tierras un hogar, mirador desde el que aún hoy en día se pueden vigilar los ricos pastos donde poder pastorear el ganado, y donde siguen acampando las cabezas bovinas y los toros que siglos atrás inspiraron la creación de esta escultura ligada a este enclave de tal manera que no sólo preside la plaza principal del pueblo o acampa en su escudo, sino que da nombre al municipio, como lo hiciera el habitante más antiguo que allí sigue residiendo y que nos recuerda con su misma presencia los avatares de un ayer que no se quiere olvidar.

Cómo llegar:

El pueblo de Segura de Toro, de escasa población que no alcanza los 200 habitantes, se ubica dentro de la comarca de Valle del Ambroz, muy cerca de Hervás, así como de la antigua Vía de la Plata que atravesaba este paraje rumbo a las norteñas tierras de la meseta castellana, como hoy en día sigue haciendo la Autovía A-66, desde la que podremos acceder al municipio. Dos son las salidas que nos llevarán al mismo, bien dejando la autovía para tomar la carretera de Casas del Monte, pueblo que atravesaremos para llegar poco después a nuestro destino, o bien accediendo al mismo una vez alcanzado desde la A-66 el municipio de Aldeanueva del Camino, pueblo atravesado por la carretera nacional N-630 que en la parte sur del mismo mantiene un cruce desde el que viajar hacia Abadía, por Occidente, o dirigirnos a Segura de Toro, hacia el Este.

La ubicación de Segura de Toro en una zona escarpada de la montaña donde se ubica implica una general carencia de espacios destinados al aparcamiento de vehículos. Existe sin embargo una pequeña zona donde podremos estacionar el mismo junto a la garganta que corre junto al pueblo, cerca de la entrada al mismo desde la carretera que parte de Aldeanueva del Camino y mencionada anteriormente. Una vez en la localidad, no será difícil hallar la escultura vetona, bajando las calles del mismo hasta su plaza principal donde reside el edificio del Ayuntamiento y frente al que descansa su destacado verraco.


viernes, 7 de octubre de 2011

Tesoros del camino: cabeza vetona de la Fuente de la Breña, en Talaván


Arriba: desde su construcción en el siglo XVII, la localidad de Talaván disfruta de un continuo y abundante caudal de agua en la Fuente de la Breña, donde una cabeza vetona sujeta uno de los dos caños que surten de agua a la población tras recogerla de la Sierra de las Quebradas, junto a la que se asienta.

Aunque los primeros datos escritos sobre la población de Talaván aparecen en 1.167, cuando Fernando II de León, tras reconquistar estas tierras al sur del Tajo, entrega la Encomienda de Alconétar a la Orden del Temple, donde estaba incluida la aldea de "Talauan y su campo", no por ello este núcleo de población ni su comarca contaban con una corta historia a sus espaldas. Por el contrario, y como también ocurriera con muchas otras localidades repobladas o incluso fundadas a la llegada de los cristianos en época medieval, se asentaban sobre enclaves con un dilatado pasado y que no dejan de mostrar sino que las tierras de la actual Extremadura ya fueron, desde antaño, unos ricos territorios en deseo y disputa por muchos de los pueblos que han hecho de la Península Ibérica su hogar.

El mismo nombre de Talaván, al parecer, hunde sus raíces en un origen prerromano, al igual que prerromanos eran los diversos y casi desaparecidos castros que se fundaron en la zona, destacando el que coronaba la Sierra de las Quebradas, junto a la que se levanta la actual población, bajo el nombre de Castro de Quiebracántaros. Elevado lugar ubicado entre los ríos Tajo y Almonte desde el que otear el horizonte y rodeado de extensas llanuras donde poder pastorear, como así hicieran los pueblos de cultura celta, posiblemente vetones, que aquí se asentaron, y como siguieron haciendo todos los habitantes que en este punto de la región decidieron fijar su residencia, llegando así hasta hoy en día.



Arriba: detalle del caño izquierdo de los dos que surten de agua la Fuente de la Breña, donde podemos observar la cabeza de origen vetón recuperada como mascarón.

Si ya los pobladores vetones supieron ubicar el Castro de Quiebracántaros donde el agua era abundante y caudalosa prácticamente todo el año, los habitantes de centurias posteriores, concretamente aquellos antepasados nuestros del siglo XVII, supieron igualmente ver y aprovechar este regalo de la naturaleza encauzando las aguas que daban de beber al antiguo oppidum para hacerlas llegar a la población en la conocida como Fuente de la Breña, inaugurada en el año 1.612 como reza en una inscripción grabada en los mismos sillares de la fuente y que, como las aguas, fueron traídos desde el mencionado castro para ser utilizados, como ya lo hicieran en sus orígenes aunque con funciones distintas, por las gentes de este lugar.

Pero si hay algo que destacar en la talavaniega Fuente de la Breña como material reutilizado y rescatado entre el patrimonio arqueológico del lugar no son los sillares que conforman los muros del pilón, sino los mascarones que, obtenidos de antiguas cabezas escultóricas vetonas cortadas y reaprovechadas para su uso acuífero, sustentan los caños por los que sin cesar corren las aguas que dieron de beber a los antiguos habitantes de este municipio, y que aún hoy en día ayudan a refrescar al vecino o caminante que tras subir la cuesta de los Lavaderos, hasta allí alcanza.



Arriba: aspecto general que presenta la talavaniega Fuente de la Breña, donde el agua obtenida de la sierra corre por la boca de los mascarones vetones para caer en un primer pilón, y de allí es conducida hasta diversos lavaderos ubicados a sus pies.

Y rodeado de lavaderos encontramos esta fuente, y en ella los dos sencillos mascarones, uno casi irreconocible y en pésimo estado de conservación, y el otro, labrado en piedra, mirándonos con sus almendrados ojos, como también almendrados fueran los ojos de las arcaicas esculturas griegas, o más atrás en el tiempo, los de las estatuas orientales que encabezan la lista de las primeras esculturas de la Humanidad. Porque, como ellas, esta pequeña cabeza vetona es también una de las primeras esculturas que tenemos en la región, especial no sólo por su antigüedad, sino por ser uno de los pocos ejemplos escultóricos que nos ha legado el pueblo vetón en el que la figura a representar no es un animal, sino un ser humano. Por todo ello sin lugar a dudas quien se acerque al caño izquierdo de la Fuente de la Breña encontrará no sólo agua fresca para el camino, sino además y en lo arqueológico, todo un tesoro.

sábado, 1 de octubre de 2011

Dolmen de Carmonita


Arriba: entre encinas y alcornoques descansa hoy en día el que antaño fuera elevado para descanso eterno de los primeros habitantes de estas tierras, conocido como dolmen de Carmonita.

Hubo un día, siglos atrás, cuando el ser humano apenas llevaba escrito el camino de su historia, o prehistoria en la mayoría de los casos por aquel entonces, en que prácticamente todo el Oeste peninsular, especialmente en las tierras que hoy corresponden a Extremadura, una densa capa de vegetación mediterránea cubría todo el territorio, conocido su resultado como bosque mediterráneo cuyos vestigios más directos y afines son las actuales dehesas, paisajes dominados por las encinas y los alcornoques, con algún que otro enclave repleto de quejigos, que conservan el sabor natural y la unión con el ecosistema de nuestras tierras y comarcas desde tiempos inmemoriales.

Del bosque mediterráneo hicieron su hogar los primeros pobladores de la Península Ibérica, y en el bosque mediterráneo se asentaron éstos y los que después de ellos vinieron, bien fuera como descendientes de los primeros, o bien como resultado híbrido de éstos con otras culturas venidas desde otros puntos de Europa y del Mediterráneo que quisieron continuar su camino evolutivo y progreso de la comunidad en estas ricas tierras de climatología mediterránea suavemente continentalizada.



Arriba: a pesar de conservarse mutilados los ortostatos que conforman las paredes del corredor de acceso al dolmen, y de haber desaparecido las lajas que cubrían el mismo, se mantiene en el tiempo la presencia de este pasillo, reflejado en la imagen.
Abajo: vista general de la cámara del dolmen, compuesta por una decena de grandes losas dañadas con el paso de los siglos, pero que mantienen su inclinación interna y con ello la estructura inicial del monumento.



Venida de la Europa Atlántica y precursora de las corrientes de población colonizadoras que pocos siglos después ocuparían el Norte y Oeste peninsular dando lugar a las culturas prerromanas de origen celta, durante el final del Neolítico y comienzos de la Edad del Cobre o Calcolítico irrumpe a través de la cuenca atlántica peninsular la cultura megalítica. Los clanes y pueblos con los que se encuentra este fenómeno constructivo a base de grandes losas u ortostatos reciben con agrado estas primeras lecciones de arquitectura funeraria, que empezarán a aflorar en medio del bosque mediterráneo donde éstos ubicaban su hogar, y donde querían perpetuar su descanso eterno recogiendo sus cuerpos tras el irremediable óbito al que todo ser está destinado, pero frente al cual ya comenzaba a surgir la idea de un posible más allá, así como diversos rituales de enterramiento que demuestran los primeros pasos hacia la religiosidad de la población.

Bien como sepulcro colectivo, o incluso posiblemente como marca del territorio donde habitaba un grupo indígena, si no mezcla de ambas funciones, el conocido como dolmen de Carmonita es un sencillo, bello y buen ejemplo de esta construcción de tipo megalítico elevada en medio del bosque mediterráneo. Ubicado en el corazón de Extremadura, el dolmen de Carmonita, perteneciente a esta localidad pacense de la comarca de las Vegas Bajas, se mantiene relativamente alejado de la gran zona de influencia megalítica atlántica que se da en la actual comarca de Sierra de San Pedro (junto a la Raya portuguesa), pero cercano a otros monumentos de esta tipología que hay en las Tierras de Lácara, a la que igualmente pertenece, como son el dolmen de Lácara o los de Cueva del Monje o Cueva del Moro. Se muestra así como un ejemplo más que demuestra la orientación de la influenca megalítica en el centro peninsular, de mayor a menor presencia desde el Oeste hacia oriente respectivamente, pero no por ello pérdida de relevancia de la misma, con ejemplares destacados fuera de las zonas principales.



Arriba y abajo: sendas vistas del exterior del dolmen de Carmonita, a su derecha y lado posterior respectivamente, donde se aprecian las medidas y fábrica de los ortostatos que conforman la cámara, una vez perdido el túmulo térreo que los cubría.



Como ocurre con la gran mayoría de los dólmenes conservados en Extremadura, el dolmen de Carmonita se clasifica dentro de los mausoleos megalíticos que cuentan con corredor de acceso al mismo, manteniéndose en él tanto ortostatos de su cámara como de mencionado corredor de entrada, de material pizarroso en prácticamente todos los casos. Sobre el túmulo arenoso o térreo que cubriera la construcción no permanece vestigio alguno, así como de la cúpula de cierre de la cámara o techumbre pétrea del pasillo. Sí se conserva, sin embargo, la majestuosidad del monumento que, sin llegar a las medidas atrevidas y ostentosas de su vecino llamado de Lácara, demuestra siglos después de su fabricación el buen hacer y la humilde magnificencia con que quisieron dotarle sus constructores, logrando no sólo perpetuar en el tiempo las bases de su cultura ritual y lecciones arquitectónicas, sino además su presencia en una zona de la que hicieron su hogar, y a cuyo bosque mediterráneo quisieron unirse eternamente como muestra de su amor por este paisaje y estas bellas tierras que más tarde serían conocidas como Extremadura.

Cómo llegar:

La localidad de Carmonita, de escasa población desde antaño y fundada por hispano-musulmanes venidos desde Carmona, de donde deriva su nombre, es un municipio fronterizo entre las dos provincias extremeñas, perteneciente a la pacense pero con más fácil acceso desde la cacereña. Enclavada a los pies de la Sierra de San Pedro, y ubicada al Norte de la capital de la región, será a través de la Autovía de la Plata o A-66 por donde mejor podamos entrar en ella, concretamente utilizando la salida nº 590.

Tras abandonar la autovía señalada y conducir primeramente por la carretera local CC-78, convertida en BA-099 una vez en la provincia de Badajoz, llegamos al pueblo que atravesaremos casi en su totalidad y línea recta para alcanzar el monumento megalítico. Un único desvío tendremos que tomar una vez en la población, al llegar a una pequeña rotonda que nos conduce a mano derecha, antes de abandonar la localidad camino de Cordobilla de Lácara, al Hogar del Pensionista. Una vez desviados sólo habrá que continuar recto, subiendo el camino que al final de la calle se orienta hacia la serranía, encontrándonos un kilómetro después, junto a la vereda y con acceso para los vehículos, con un merendero público donde no sólo podremos disfrutar de una estancia en pleno bosque mediterráneo, sino fundamentalmente de la presencia de este dolmen que nos aguarda desde siglos atrás, trayendo al presente el sabor de la cultura de antaño de la que, a pesar de la distancia en el tiempo, derivamos.



Arriba: atardecer en pleno bosque extremeño donde los últimos rayos de luz bañan, un día más y desde tiempos inmemorables, las paredes del dolmen de Carmonita.
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