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sábado, 13 de enero de 2024

Imagen del mes: estatua orante del obispo Ponce de León, en la catedral de Plasencia

Acogida por una gran hornacina a modo de capilla funeraria elaborada por Mateo Sánchez de Villaviciosa, junto al altar mayor de la catedral Nueva de Plasencia y en el presbiterio de la misma por su lado del evangelio, la estatua orante del obispo Pedro Ponce de León, labrada en piedra por el artista castellano Francisco Giralte, no sólo cubre la tumba de uno de los más reseñables dirigentes de la diócesis placentina, sino que se ofrece a la par como una de las más excelsas obras escultóricas del Renacimiento extremeño, así como, posiblemente, la mejor estatua de índole funerario con que cuenta nuestra región.

Plasencia (Cáceres). Siglo XVI (ejecutada entre 1.573, tras el fallecimiento del obispo, y 1.576, año de defunción del artista); arte renacentista.

Arriba: nacido en Córdoba en 1.510, y fallecido en la localidad cacereña de Jaraicejo el 17 de enero de 1.573 -tal y como reza en el epitafio extendido a través del friso que, bajo frontón semicircular y figura del Creador, corona la capilla funeraria episcopal elaborada por el artista granadino Mateo Sánchez de Villaviciosa a petición de los testamentarios de D. Pedro Ponce donde, bajo arco casetonado de medio punto enmarcado por dos pilastras corintias, se cobija la estatua y tumba del que fuera obispo placentino: "Aquí yace el ilustrísimo Señor Don Pero Ponce de León, obispo que fue de esta Santa Iglesia e Inquisidor General; falleció en la villa de Jaraicejo, a XVII días de enero de 1.573 años"-, D. Pedro Ponce de León tomaría posesión de la diócesis placentina el 26 de enero de 1.560, tras el fallecimiento un año antes de su predecesor en el cargo, D. Gutierre de Vargas Carvajal, personaje al que no sólo relevaría como sumo dirigente del obispado de Plasencia, sino también como gran mecenas renacentista de la diócesis, terminando muchas de las obras arquitectónicas y artísticas iniciadas durante el mandato de Vargas Carvajal y encargando o dejando dinero para otras que vinieran a enriquecer el obispado, así su propio mausoleo donde, siguiendo nuevamente la estela de D. Gutierre, se depositara en manos del afamado artista palentino Francisco Giralte la labra de la estatua orante que viniera a cubrir su féretro, pudiendo así Extremadura contar con una obra mortuoria del insigne escultor renacentista discípulo de Berruguete que ya elaborase los cenotafios tanto del obispo previo como de los padres de éste, ubicados éstos sin embargo en el panteón familiar con que los Vargas contasen en pleno corazón de la villa de Madrid, en lo que hoy se conoce como Capilla del Obispo, formalmente capilla de Nuestra Señora y San Juan de Letrán, adosada a la madrileña iglesia de San Andrés. 

Arriba y abajo: planteada como imagen de bulto redondo y elaborada en mármol blanco de origen italiano -según el erudito Vicente Paredes; en alabastro del país según la historiadora Rocío García Rodríguez-, la estatua orante que viniese a cubrir el sepulcro del obispo placentino D. Pedro Ponce de León seguiría el planteamiento ya observado en otras esculturas funerarias renacentistas, donde el personaje retratado, lejos de figurar yacente y sin vida, se presenta vivo, orando, con las manos juntas y de rodillas, dirigiendo su mirada hacia el altar en una demostración tanto de su fe en la religión católica como de su humillación ante su doctrina, sin que por ello se prescinda, sin embargo, de la representación de los más ostentosos elementos materiales con que el personaje contase en vida, quedando así inmortalizada a su vez la categoría social y económica que el mismo llegase a alcanzar durante su estancia en este mundo, pudiéndose de esta manera apreciar entre las trazas escultóricas de la presente obra mortuoria la riqueza de las vestiduras del obispo (arriba) -aflorando los bordados de la casulla entre los fabulosos pliegues logrados sobre la piedra por el artista-, la valía de los anillos que pueblan los dedos del clérigo, o la suntuosidad del reclinatorio que antecede a la figura (abajo), dotado de bajorrelieves por sus respectivas caras donde varios personajes angelicales portan diversos emblemas relacionados con el difunto o la muerte de éste -así una mitra, un incensario o una calavera-, cubierto a la par de un rico encaje sobre el que se deposita, sobre almohada, un libro litúrgico abierto por el Salmo 88 -observado por Rocío García Rodríguez y centrado en la oración y solicitud de la misericordia divina ante el sepulcro-, asomando tras el mencionado mueble tanto el báculo episcopal como la mitra del obispo, sostenida ésta sobre un pequeño pilar que viene a cerrar la composición y simbología del conjunto escultórico por su esquina trasera derecha. 

Abajo: arrodillada la figura del obispo sobre un cojín, sostenida a su vez sobre un estrado de dos gradas que, simulando el suelo o tarima que acoge al personaje, sirve en realidad como cierre superior del sepulcro episcopal, aparece el frontal de tal pavimento decorado con casetones rectangulares y ovales a los que antecede, sostenido por dos figuras juveniles andróginas, semirrecostadas y ataviadas con túnicas, el blasón del obispo, coronado por el capelo episcopal y centrado por las armas del mismo, dividido en cuatro cuarteles donde, en los lugares primero y cuarto, se observa el emblema de los Córdoba, apellido paterno donde tres franjas de gules o rojo cruzan un campo de oro, protagonizando las divisiones segunda y tercera el escudo de los Ponce de León, con un león rampante junto a las cuatro franjas verticales del apellido Aragón, quedando así atestiguada a perpetuidad la identidad del personaje aquí depositado, igualmente reflejada mediante similar escudo sobre el arco que centra la capilla funeraria, o en el epitafio que la corona, siendo un epígrafe en latín el que, por su parte -protegido por rejería y recogido por el insigne José Ramón Mélida-, vendría a firmar la cara exterior del zócalo o propio sepulcro en sí, hablándonos nuevamente de la personalidad allí custodiada y la obra legada por ésta: DOMINUN PETRUM PONTIUM A LEONE SANCTAE HUIUS PLACENTINAE PRAESULEM PIENTISSIMUM ET MERITISSIMUM OMNI VIRTUTE ET NOBILITATE GENERIS PRAECLARUM INQUISITOREM GENERALEM SANCTA FUNCTUM VITA POST INSTITUTA SIBI ANIVERSARIA ET CAPELLANIA ET EPICOPATUS PAUPERES TESTAMENTO HAEREDES RELICTOS ET VIRGINES ORPHANAS IN PERPETUM HONESTISIMA DOTE IUVATAS HAEC BREVIS CAPIT URNA VIXIT ANNOS 63 OBIT D.I IANVARII M.D.LXXIII. 

viernes, 31 de diciembre de 2021

Imagen del mes: Pinturas murales en la capilla del Espíritu Santo de la antigua iglesia de Santa María del Castillo, en Badajoz

 

Construida sobre lo que fuese mezquita de la alcazaba, empleada como primitiva catedral hasta la adecuación de aquélla erigida en el Campo de San Juan, de lo que fuese posterior parroquia de Santa María del Castillo, también llamada Santa María la Obispal, Santa María de la Seo, Santa María de la Sée, Santa María de la Sede o Santa María de las Bodegas, apenas resta tras su desacralización a fines del siglo XVIII y posterior derrumbe en pro de la construcción en su derredor del que fuese el decimonónico Hospital Militar de la ciudad, la torre del templo y, junto a su base, el ábside de la capilla que, en el lateral del evangelio, fuera dedicada al Espíritu Santo, descubriéndose tras la restauración y adecuación de la misma una serie pictográfica aún entre sus paredes, donde a pesar de la destrucción a la que los frescos fueran sometidos, pueden todavía admirarse volutas, jarrones, una Resurrección de Cristo, una estampa mariana y otras figuraciones religiosas donde brillan no sólo el colorido, sino el gusto clasicista que hacen de esta estancia un retorno a un pasado donde el arte y la historia se daban cita en la capital pacense.

Badajoz. Siglos XV-XVI; posible estilo renacentista.

Arriba y abajo: sobresaliendo entre las edificaciones de la alcazaba pacense, e integrada en lo que fuese el Hospital Militar de Badajoz, actual sede de la Biblioteca de Extremadura y de la Facultad de Ciencias de la Comunicación y de la Documentación de la UEX, la hoy conocida como Torre de Santa María (arriba) supone el único vestigio de lo que fuera la primera catedral de Badajoz, edificada nada más reconquistarse definitivamente la ciudad por las tropas de Alfonso IX de León en 1.230 sobre lo que fuese primitivamente la mezquita privada de Ibn Marwan, ejecutándose entonces unas obras de adecuación arquitectónica que se verían cumplimentadas dos siglos más tarde, entre los siglos XV y XVI, con ampliaciones edilicias destinadas al acondicionamiento del inmueble a los oficios litúrgicos que allí volviese a celebrar el obispado, tras haberse visto la parte baja de la urbe, y con ella la Catedral de San Juan Bautista, afectadas por los conflictos bélicos que llevarían a convertirla de nuevo en principal templo episcopal a fines del siglo XIV, recuperándose a fines del siglo XX y tras desmilitarizarse en 1.991 el edificio castrense que engullese la torre y destruyese para edificar en derredor suya la iglesia de Santa María del Castillo, vestigios del triple ábside que, siguiendo cánones cistercienses y en pro de la adecuación de la mezquita en seo, fuese añadido en el lateral oriental del templo musulmán para su cristianización, restando sólo los cimientos del meridional -dedicado presuntamente a San Andrés- y una tercera parte de la curva del central, preservado sin embargo el ábside del lado del evangelio que, bajo una bóveda semicircular apuntada sobre el altar, antecedida de una bóveda de crucería enmarcada entre arcos fajones apuntados (abajo), fuera dedicado al Espíritu Santo y tras el que, al parecer, fuera añadida en el siglo XV por mandato del obispo fray Juan de Morales la sacristía, con acceso desde la capilla mayor, superada por una torre-mirador que serviría como base de la actual atalaya.


 
Arriba y abajo: de planta semicircular, y elaborado en su base de mampostería ayudada en las zonas más altas por el ladrillo, el ábside de la capilla del Espíritu Santo se ofrece desprovisto totalmente de pinturas en la parte central de tal cabecero (arriba), muy posiblemente ocupado por un retablo que, tras la desacralización del bien en 1.769, fuese mudado de enclave, descubriéndose por el contrario a raíz de las intervenciones arqueológicas dirigidas por Fernando Valdés a partir de 1.998, rehabilitadas para su exposición pública mediante las obras ejecutadas en 2.017 bajo dirección de Carmen Cienfuegos,  una serie de pinturas al fresco que ornamentasen los muros restantes de la capilla, cuya datación, teniendo en cuenta la presencia de letras góticas junto a elementos clásicos recuperados durante el Renacimiento, como los medallones, los jarrones, los motivos vegetales y las volutas, podría encajarse en las obras de reforma llevadas a cabo en el templo entre los siglos XV y XVI, cuando los estilos gótico y renacentista comienzan a solaparse y coincidiendo con la ejecución de las pinturas mudéjares fechadas en el siglo XV que ornamentasen la puerta de similar estilo que uniese la capilla mayor con la sacristía, correspondiente así posiblemente todo a un programa iconográfico mandado elaborar por el obispo fray Juan de Morales en pro de ornamentar la nueva capilla central y, por añadidura, los ábsides laterales, preservados en peor estado los dibujos del muro septentrional (abajo) donde, bajo un medallón semiborrado (abajo, siguiente), el deplorable estado de conservación apenas permite vislumbrar la iconografía representada sobre esta sección edilicia (abajo, tercera imagen), adivinándose en lo que resta de un panel sobre el que quizás fuesen superpuestos posteriores añadidos, lo que pareciese ser una corona (abajo, imagen cuarta), posible emblema de uno de los Santos Reyes representados en alguna interpretación de la Epifanía del Señor.

 



Arriba y abajo: bajo la bóveda semiesférica, a izquierda del presunto retablo que centrase el ábside septentrional de la iglesia de Santa María del Castillo, un marco de tonos amarillentos y rojizos (arriba), coronado por una cartela cuya epigrafía ha llegado prácticamente ilegible a nuestros días (abajo), una imagen mariana trazada en líneas cobrizas y rodeada, al menos, de cuatro ángeles que parecen recibirla entre nubes (abajo, imágenes segunda y tercera), presenta al visitante una asunción de la Madre de Dios a los Cielos, donde Santa María, vestida con túnica de color bermellón y tocada con manto azulado que recoge con su brazo izquierdo, unidas sus manos en oración, ofrece las tradicionales tonalidades referentes a sus condiciones humana y divina respectivamente, enfrentada y cumplimentada con una paralela imagen de Cristo resucitado (abajo, imagen cuarta), sita a la diestra del presunto retablo central -donde, según estudio de Pedro Castellanos, pudo haber estado alojada la imagen de Nuestra Señora de las Lágrimas, entonces Soledad del Castillo, vinculada con la cofradía de Nuestra Señora de Gracia que, cada Viernes Santo, sacaba en procesión desde este templo de la alcazaba tal talla mariana, hasta su traslado en los inicios del siglo XVIII, posiblemente a raíz de la Guerra de Sucesión, a la cercana y hoy desaparecida ermita de Santiago-, figurando bajo cartela idéntica a la que supedita la pintura mariana (abajo, imagen quinta), y donde puede leerse "SIN PECADO ORIGINAL" -en clara alusión a Santa María, titular del templo, dedicadas quizás estas palabras a la talla de Nuestra Señora de la Soledad que allí presuntamente se recogiese, abriéndose la posibilidad de estar ante pinturas realizadas a comienzos del siglo XVII, bien de nueva obra o ampliando otras previas-, la figura de Cristo triunfante, como María, sobre la muerte, envuelto en nubes y rayos de luz, sobrevolando el sepulcro donde se depositara su cuerpo yacente (abajo, imagen sexta), ante la mirada de cuatro soldados que, custodiando el nicho tal y como se les mandase ejercer y según indicaría San Mateo en su evangelio -capítulo 28, versículo 4-, no dan crédito al acontecimiento milagroso ocurrido ante ellos (abajo, imagen séptima).







Arriba y abajo: horadado el muro meridional del ábside de la capilla del Espíritu Santo, muy posiblemente a raíz de la demolición del resto del templo y adecuación de los vestigios preservados con el resto del Hospital Militar, donde quedasen engullidos a partir de la cesión por parte del Ayuntamiento del edificio al Ejército en 1.858, una gran puerta que hoy da paso a un pequeño patio interior donde pueden observarse los restos de lo que fuese capilla mayor o ábside central de la iglesia de Santa María del Castillo (arriba), impide conocer la decoración pictórica que ocupase la parte baja de tal paredón, recortando inclusive la esquina inferior derecha del panel dedicado a la Resurreción de Cristo, salvaguardada sin embargo la serie pictórica que sobre ella se situase (abajo), representándose bajo un medallón ocupado por un ángel querubín y sustentado por volutas y florones (abajo, imágenes segunda a cuarta) -portadores éstos últimos de lo que pareciesen azucenas, símbolo mariano que, haciendo alusión a la virginidad de María, verificase la advocación del templo a la Madre de Dios- un tríptico dedicado, al parecer, a la representación de diversos sacros personajes de difícil identificación, dado el precario estado de conservación en que han llegado a nuestros días los murales, apreciándose en el primero de los tres espacios y más cercano al altar (abajo, imagen quinta), dos personajes de pie frente al espectador, vestido uno con manto rojizo mientras porta una espada -quizás alguna santa mujer, como Santa Catalina de Alejandría, cuya defensa de la fe cristiana le llevase a ser decapitada-, sito a su lado un personaje masculino que, con hábito blanquinegro, porta en su mano derecha una pluma -posible alusión a algún monje elevado a los altares, así San Benito de Nursia, representado habitualmente como fundador de la Orden del Císter, cuya vestimento recoge los colores aquí mostrados-, figurando en el panel central lo que pareciese el martirio de dos personajes yacentes y ya decapitados en el suelo (abajo, imagen sexta) -así los emeritenses Servando y Germán, los hermanos Cosme y Damián, o Justo y Pastor-, observándose en el panel final y más alejado del cabecero lo que pareciese un personaje semidesnudo, erguido y con las manos tras la espalda atado a un mástil, fuste o árbol, tal y como suele representarse a San Sebastián siendo asaeteado (abajo, imagen séptima), cerrando la figura del mártir originario de Narbona la serie pictográfica, cumplimentada con grafitis que, en la parte bajo del arco que da paso al tramo recto del ábside (abajo, imagen octava), registran no sólo diversos nombres o palabras, sino inclusive variadas caricaturas, posiblemente ejecutadas por los soldados que ocupasen el Hospital Militar durante sus años de funcionamiento como tal, ampliando si no el valor artístico de la capilla, sí el lado histórico de uno de los monumentos más relevantes del medievo pacense, y de las dilatadas crónicas de tan relevante enclave de nuestra región.
 







jueves, 13 de febrero de 2020

Imagen del mes: Gárgolas de Badajoz


Sentenciada a ser plaza fronteriza desde que en ella misma fuese firmado en 1.267 el Tratado que llevaría su nombre, prolongando la Raya que dibujaba los límites trazados en Zamora un siglo antes entre Portugal y León, convertidos con las centurias en la frontera más antigua de Europa, la ciudad de Badajoz acataba su valor estratégico impregnándose de aire castrense su propia fisonomía municipal, respondiendo tanto su urbanismo como el trazado de sus monumentos a tales exigencias militares presentándose como obras recias donde el ornato cede paso a la robustez, impregnadas aun así del gusto artístico de cada época que las viese nacer, preservado en limitados detalles supervivientes más que del paso del tiempo de las ofensivas bélicas soportadas por la población, incrementándose así el valor histórico-artístico con el testimonial en elementos tales como las doce gárgolas conservadas en la ciudad, asomadas desde la torre-campanario de la Catedral Metropolitana de San Juan Bautista así como desde la Puerta de Palmas, características estas últimas por surgir desde un edificio civil y no religioso ni particular saludando, conjurando o quizás advirtiendo a la población que a través del contiguo puente que supera el río Guadiana accedía por poniente al lugar.
Badajoz. Siglos XV-XVI; estilos gótico y renacentista.



  
Arriba y abajo: la catedral Metropolitana de San Juan Bautista, monumento fundamental de la ciudad de Badajoz, esconde tras su atuendo de fortaleza una obra gótica cuyos orígenes se cree pudieran remontarse a los años iniciales de gobierno cristiano posterior a la reconquista definitiva del lugar, finiquitada en lo principal entre fines del siglo XV y comienzos del XVI, época a caballo entre el final del medievo y los comienzos de la Edad Moderna cuya mudanza quedaría reflejada en la torre-campanario del templo (arriba), con ventana gótica abierta en su flanco noroccidental, plateresco el vano contiguo del muro de Sur-poniente, rematadas sus cuatro esquinas superiores por cuatro respectivas gárgolas que otean la población desde los 40 metros de altitud de la obra arquitectónica, altura que impide apreciar a simple vista los detalles del cuarteto de híbridos entre escultura y desagüe, erosionada su naturaleza pétrea granítica además por el paso de las centurias, queriendo en un primer momento pensarse en la posible ornamentación del inmueble a través del tetramorfos o representaciones de los cuatro evangelistas canónicos, a juzgar por lo que pareciesen ser un águila, un león y un bóvido, sin embargo la ausencia del ángel de Mateos anularía esta teoría, apreciándose en imágenes detalladas lo que aparentan ser tres animales rampantes a los que se une una figura alada en la esquina nororiental cuyas fauces recuerdan más las de un dragón que el pico de una rapaz (abajo), posible alusión, en caso de estar ante una criatura falconiforme, a la fortaleza a la que se podría unir el presunto león que vigila desde el hermano ángulo noroccidental (abajo, siguiente), encarnación mayoritariamente demoniaca el dragón en la simbología cristiana bajomedieval cuya adversidad pudiera casar con una imagen negativa también dada en ocasiones al león, sumándose quizás a aquello negativo sentenciado a permanecer fuera de lo sagrado los dos animales que asoman desde las esquinas sureñas y que parecen portar en sus cuellos grilletes que pudiesen demostrar la condenación de los mismos, presunto simio el inscrito en la esquina suroccidental, si tenemos en cuenta la aparición de hocico redondeado y dedos en sus pies (abajo, tercera imagen), imagen de lo salvaje y, por tanto, de la naturaleza pecaminosa, quizás un bóvido o un cordero en la restante esquina suroriental, según interpretemos como cuernos u orejas caídas los abultamientos labrados a ambos lados de su cabeza (abajo, cuarta imagen), igualmente posible can cuya simbología positiva pudiera transformarse, como en el caso del león, en negativa según algunos autores estudiosos de tales esculturas y simbología medieval.







Arriba y abajo: conocida inicialmente como Puerta Nueva, finalizada según inscripción propia y aún expuesta en 1.551, la Puerta de Palmas se eregiría frente al puente homónimo del que posiblemente tomase el nombre como híbrido entre acceso a la urbe y arco triunfal que capitanease el frente defensivo que miraba hacia la frontera con Portugal (arriba), diseñada en base a doble arco de medio punto de entrada flanqueado por sendos torreones defensivos de planta circular bajo un estilo renacentista donde se conjuga la robustez propia de un edificio castrense con la ornamentación de inspiración clásica presente fundamentalmente en el frontal exterior, donde un juego de casetones sobre escudo imperial y puerta de entrada antecede la inscripción fundacional y una pareja de medallones con las presuntas efigies de los reyes propietarios por entonces de Castilla, Juana I y su hijo Carlos, entre los que asomarían un dúo de pétreas gárgolas simulando sendos leones rampantes de naturaleza marmórea (abajo), similar a la del resto de la ornamentación sita en tal porción de la obra monumental, figuraciones alegóricas vigilantes que conjugan con el emblema de la ciudad cuya fábrica ha llegado en llamativo buen estado de conservación (abajo, dúo de imágenes siguientes), contrariamente al presentado por las otras seis gárgolas que pueblan el edificio, labradas éstas en piedra granítica altamente erosionada cuyo tosca talla dista de la ofrecida por los ejemplares de mármol, confirmando no sólo una autoría distinta sino ofreciendo inclusive la posibilidad de barajar un origen distante recuperadas quizás de algún edificio previo medieval, ofreciendo una colección de esculturas mayoritariamente antropomorfas, a excepción de la más norteña destinada a la presentación de una arpía (abajo, imagen cuarta), animal fantástico femenino tomado como símbolo de la lujuria, compartiendo ésta torreón con lo que parece ser un ser barbudo (abajo, imagen quinta), cerca de la puerta, posible alusión al culpabilizado pueblo judío y cuyo género masculino conjugaría con el mostrado por la gárgola expuesta en la cara interior del bien, portando éste una larga estaca que pudiera hacer referencia a una escoba, anunciando su condición brujeril, o un enorme falo erecto que surge de entre sus piernas (abajo, imagen sexta), convirtiéndolo en un ser itifálico posiblemente onanista cuya representación se sumaría a la de otros pecadores condenados por su lujuriosa inclinación a la masturbación expuestos en diversos puntos geográficos de la región extremeña como Montehermoso o Montemolín, mientras que en el torreón sureño parecen ser dos féminas y un varón los expuestos, éste igualmente con barba en el frente de la torre (abajo, imagen séptima), pareciéndose querer tapar la desnudez la pecaminosa mujer lasciva que figura cercana a la portada (abajo, imagen octava), cargando quizás su compañera trasera un ser u objeto entre sus brazos (abajo, imagen novena), difícil de reconocer ante la erosión acumulada por la escultura que, como sus compañeras, no ha dejado de observar desde siglos atrás la vida de una ciudad que, sin embargo y por el contrario, parece no querer recaer ya en sus centenarias vecinas.










domingo, 25 de enero de 2015

La Iglesia parroquial de la Asunción de Acedera y el terremoto de Lisboa de 1.755


Arriba: levantados con sencillo trazado y humilde fábrica de mampostería pizarrosa y ladrillo, los muros de la Iglesia parroquial de la Asunción, más conocida actualmente como de Nuestra Señora de la Jara, en Acedera, muestran actualmente sin embargo mejor que ningún otro monumento en Extremadura las huellas de una de las catástrofes naturales más impactantes y relevantes en la historia de Europa Occidental: el terremoto de Lisboa de 1.755.


Está plenamente registrado y descrito al detalle por las crónicas contemporáneas al suceso cómo, en la mañana del primer día de noviembre del año de 1.755, festividad de Todos los Santos en el mundo católico, los techos y fábricas que cubrían los templos lisboetas comenzaron a derrumbarse repentina, drástica y dramáticamente sobre los fieles que, a temprana hora de la mañana, acudían a oír misa en recuerdo de sus fieles difuntos. Eran aproximadamente las nueve y media de la mañana en la Portugal de José I, en una jornada festiva de un país colonialista y heredero de un gran imperio afianzado en sus viaje marítimos, descubrimientos y conquistas ejercidas desde finales del medievo a lo largo de las costas americanas, africanas y asiáticas, que se vería sacudido literal y metafóricamente en base a uno de los terremotos más violentos de los que se tiene constancia en la historia universal, llegando a alcanzar posiblemente, según estimaciones actuales en base al gran estudio que sobre la catástrofe natural se elaboró en pleno Siglo de las Luces, un noveno grado en la Escala de Richter.

Un supuesto movimiento en la falla de Azores-Gibraltar, no muy lejos del portugués Cabo de San Vicente, hizo que la tierra temblara bajo Lisboa de forma virulenta, abriéndose grietas de hasta cinco metros en las calles y provocando el desplome de un alto porcentaje de los edificios y monumentos más insignes de la ciudad. A la fuerza de la sacudida habría que sumar la gran duración del seísmo, entre tres y seis minutos. Pero el desastre no se ceñiría simplemente al terremoto y sus posteriores réplicas en sí. Lo peor quedaría aún por venir. Cuarenta minutos después, y tras haberse observado desde las zonas portuarias cómo el agua del estuario del Tajo retrocedía más que llamativamente hacia el océano, no uno sino tres tsunamis consecutivos, de entre seis y veinte metros de altitud, cubrirían gran parte de la capital, ahogando a los supervivientes del temblor que habían escapado de la urbe salvaguardándose a la orilla del río. Mientras, las zonas más altas comenzaron a arder en un incendio que perduró durante cinco días, provocado por velas y rescoldos de chimeneas desparramados entre las ruinas de los edificios desplomados. Las consecuencias inmediatas fueron más que trágicas. Aunque las estimaciones varían entre unos autores y otros, se cree que un 85 % de la capital lusa caería completamente destruida. Una tercera parte de su población fallecería, contabilizados en varias decenas de miles los habitantes aplastados, ahogados o carbonizados. Sin olvidar, además, la infinidad de elementos culturales, bienes muebles e inmuebles de incalculable valor histórico y artístico desaparecidos para siempre.



Arriba: edificada en el siglo XVI y englobada dentro del largo listado de obras potenciadas por el obispo D. Pedro Ponce de León durante los años de su ministerio en la Diócesis de Plasencia, en la cual queda integrada la localidad, la Iglesia parroquial de Acedera contaba con tres tramos de los cuales el central y el cabecero se vieron profundamente afectados por el gran terremoto de 1.755, manteniéndose aún a la vista la ruina del antiguo ábside del templo.

Pero el terremoto de Lisboa fue más allá y no entendió de fronteras políticas. Si bien el famoso seísmo fue bautizado con el nombre de la localidad más afectada de todas aquéllas a las que alcanzó, el terremoto de 1 de noviembre de 1.755 fue en realidad una catástrofe natural que se sintió en gran parte de Europa y África, y que afectó no sólo a la capital lusa y a todo Portugal, sino prácticamente a toda la Península Ibérica y una amplia franja de la costa africana cercana al Estrecho de Gibraltar. La violenta sacudida llegó a sentirse en territorios tan lejanos como la actual Finlandia, mientras que las olas derivadas del consiguiente maremoto alcanzaron no sólo la costa inglesa, sino incluso algunos puntos geográficos e islas del mar Caribe.

Además de la devastación lisboeta, el terremoto asoló en Portugal practicamente toda la costa del país, azotando e inundando especialmente el Algarve. Tragedia que se compartió con la costa atlántica andaluza, destruyéndose gran parte de los pueblos asentados junto la costa de Huelva y la Bahía de Cádiz, en el que está considerado el seísmo más funesto de todos los que han sacudido nuestra Península. El temblor, superando las fronteras lusas, fue percibido especialmente en ciudades y pueblos a lo largo y ancho de Andalucía, sendas Castillas y Extremadura. Incluso el propio monarca Fernando VI vivió el fenómeno natural mientras se alojaba en el Monasterio de San Lorenzo de El Escorial. Madrid sería alcanzado en un quinto grado, traducido en diversos desplomes arquitectónicos y dos niños fallecidos en la capital del reino. Afectado profundamente el monarca, vinculado con Portugal a través de su amada esposa Bárbara de Braganza, nacida en la capital lusa, y haciendo gala de un espíritu más modernista propio del Siglo de las Luces, quiso encargar pocos días después, consciente de la magnitud de la catástrofe natural, un elaborado informe científico sobre las consecuencias del seísmo en su reino, en base a una amplia encuesta remitida a un considerable número de ayuntamientos y concejos españoles diseminados por todo el territorio nacional, a través de la cual poder saber cómo se desarrolló el terremoto en cada rincón del país y cuáles fueron sus resultados.



Arriba: lo que fuese ábside de la parroquia acedereña es, hoy en día, la zona trasera del templo, espacio destinado a acoger  la sacristía del lugar, enmarcada por las paredes semiderruidas de este original tramo último de la iglesia.

Abajo: el tramo medio o segundo de los tres con que contó originalmente la Parroquia de Acedera sufrió, junto al cabecero, los efectos del terremoto lisboeta, pudiéndose aún observar, entre los ladrillos que enmarcan su vano del muro de la epístola, una gran grieta, posiblemente originada por el gran seísmo que azotó la Península Ibérica.



Gracias a esta amplia encuesta, efectuada igualmente en Portugal por iniciativa del Marqués de Pombal, nacida en un intento por comprender científicamente el cataclismo y darle una visión científica lejana al supersticioso castigo divino con que era visto cada seísmo anterior, pudieron conocerse detalladamente tanto el desarrollo del terremoto como las consecuencias y efectos del desastre. Sendos estudios, luso y español, son considerados así los tratados pioneros y precursores de la sismología moderna y actual.  Pero son, además, un legado histórico con el que poder conservar en la memoria no sólo el desarrollo de uno de los acontecimientos naturales más destacados de la historia europea y mundial, sino también sus resultados. Sabemos así, en el caso español, que el terremoto de Lisboa sesgó la vida de 1.275 personas, de las cuales 1.214 perecerían por efectos del maremoto, de gran virulencia, que alcanzaría Ayamonte, La Redondela, Lepe y Cádiz, entre otras poblaciones. En Sevilla, con alrededor de un siete por ciento de su entramado urbano completamente destruido, nueve personas perderían la vida, una más que en la capital onubense. Catedrales y grandes monumentos de todo el territorio nacional sufrirían destrozos, como en Salamanca o Astorga. Otros muchos se vieron dañados en su estructura, determinándose en muchos casos a lo largo del siglo XIX su final demolición. Según estimaciones actuales, tales daños materiales superarían los actuales 500 millones de euros.

Extremadura, ubicada junto a la frontera lusa, no sería tampoco ajena a la catástrofe. Justamente en nuestra región tendría lugar una de las más grandes tragedias vividas a nivel nacional, cobrándose la vida de veintiuna personas y dejando más de una decena de heridos graves. Los habitantes de Coria, como los lisboetas, también habían acudido a su templo más destacado a temprana hora para oír misa en la festividad de Todos los Santos. La Catedral de Nuestra Señora de la Asunción, enclavada junto a la vega del río Alagón, sobre un desnivel abierto al valle fluvial en su orilla derecha, en unos terrenos de débil consistencia que ya habían avisado de peligros de cimentación en el monumento y vivido acontecimientos naturales previos, como el desvío de las aguas del río en 1.590, dejando inservible su Puente Viejo, no soportó los embistes del terremoto. La sacudida del terreno provocó el derrumbe de su torre, aplastando y matando a trece feligreses que intentaban salir del monumento cuando la tierra comenzó a temblar bajo sus pies. Otros seis quedarían enterrados bajo los escombros de la Capilla del Sagrario, sepultada por los sillares y fábricas que del campanario caerían sobre su bóveda. La Capilla Mayor, su gran retablo, el crucero del edificio y otros bienes eclesiásticos resultarían gravemente dañados. Aún hoy en día destacadas grietas en su cabecero, así como el desplazamiento de muchos de sus sillares en cornisas y pináculos, pueden apreciarse a simple vista. La torre catedralicia, cuya cúpula de media naranja rematada con linterna giró sobre sí hasta venirse abajo, tuvo que ser reconstruida en su coronamiento con un bello resultado barroco que, triunfante sobre la tragedia, actualmente embellece y destaca sobre la silueta de Coria y su catedral.



Arriba y abajo: el interior del original templo acedereño, de una sola nave, permanecía dividio en tres tramos marcados por arcos diafragmáticos y cubiertos por bóvedas de arista, fabricados tanto unos como el arranque de las otras por graníticos sillares que perseguían la consolidación del monumento pero que, sin embargo, no pudieron hacer frente ante las fuertes sacudidas ejercidas por el terremoto lisboeta, clausurándose el tramo final tras el derrumbe de su cubierta con un nuevo lienzo de mampostería, tras el que pueden observarse los verstigios de la estructura inicial, así como las heridas sufridas por el edificio ante la catástrofe natural.






La encuesta encargada por Fernando VI al Gobernador del Real y Supremo Consejo de Castilla, el también Obispo de Cartagena D. Diego de Rojas y Contreras, fue contestada dentro del territorio extremeño, bien directamente o remitida a través de los gobernadores de sus partidos, por las localidades de Alange, Albalá, Alburquerque, Alcántara, Alcuéscar, Aljucén, Almoharín, Arroyo de la Luz, Arroyomolinos, Badajoz, Benquerencia, Botija, Cabeza la Vaca, Cáceres, Casas de Don Antonio, Cordobilla de Lácara, Coria, Don Benito, Eljas, Feria, Fuentes de León, Gata, Hornachos, Jerez de los Caballeros, Llerena, Mata de Alcántara, Medellín, Mérida, Mirandilla, Montánchez, Plasencia, Puebla de Alcocer, Santiago de Alcántara, Segura de León, Siruela, Torre de Don Miguel, Torre de Santa María, Torremegía, Torremocha, Trujillo, Valdefuentes, Valencia de Alcántara, Valverde de Mérida, Villa del Campo, Villagonzalo, Villanueva de la Serena, Villanueva del Fresno y Zafra. De otros se hablaría en informes de localidades cercanas, como es el caso de Alconchel, Trevejo o La Roca de la Sierra, mencionados en el informe de Badajoz, o La Codosera, en la respuesta de Alburquerque. Desde Talavera de la Reina se remitiría información de poblaciones como Alía, Carrascalejo, Castañar de Ibor, Castilblanco, Garvín, Higuera de Albalat, Navalvillar de Ibor, Peraleda de San Román, Valdelacasa de Tajo, o Villar del Pedroso. Otros municipios como Olivenza o Táliga, actualmente extremeños y entonces portugueses, serían ajenos a la encuenta fernandina, aunque no al estudio luso.

Entre las respuestas a la encuesta remitidas desde el territorio extremeño destacarían, por su detallismo a la hora de narrar los hechos o describir los efectos y consecuencias del cataclismo, localidades como Alcántara, Arroyo de la Luz (entonces Arroyo del Puerco), Badajoz, Montánchez, y especialmente Coria,  población esta última duramente golpeada desde la cual emitieron sendos informes tanto el entonces alcalde del municipio, D. Pablo José Salgado, como el obispo cauriense D. Juan José García Álvaro. Gracias a los escritos sabemos que otras dos personas fallecieron en Extremadura a consecuencia del seísmo. Una, en Don Benito, tras alcanzarle parte de la fábrica de la Iglesia de Santiago al intentar huir de su interior. La otra, en Arroyo de la Luz, golpeada no físicamente, sino psicológicamente, hasta fallecer diecisiete días después por lo que entonces se conocía como "sobrecogimiento". Otra fémina lograría sin embargo salvarse de sus heridas graves, ocasionadas tras haber sido arrollada por sus vecinos, al correr éstos en desvandada desde el interior de la parroquia montanchega.



Arriba y abajo: la actual Parroquia de la Asunción, más conocida como de Nuestra Señora de la Jara, sigue presentando como fachada lo que fueran los pies del recinto primitivo, cerramiento de un primer tramo del templo que sobrevivió al duro seísmo, donde destaca sobre su sencilla portada, como única decoración del monumento, el escudo del obispo de Plasencia D. Pedro Ponce de León, mecenas del monumento, fechado en 1.566, tal y como reza bajo el blasón eclesiástico (abajo).




La mayoría de los informes coinciden sobre diversos aspectos relacionados con este seísmo, que alcanzó estimatoriamente los niveles quinto y sexto en la región, describiendo cómo, antes de comenzar a temblar el suelo, un estruendo sobrecogió a los vecinos, que confundieron inicialmente el ruido con el de una rauda diligencia, o con tamborradas o cañonazos propios de los ejercicios bélicos. Coinciden también a la hora de describir las alteraciones sufridas sobre los terrenos, centradas fundamentalmente en diversos cambios en las aguas de los pozos y fuentes, aumentando o disminuyendo su caudal, cambiando su color o acrecentándose su herrumbre, así como brotando de manantiales entonces secos que, como en el caso de Botija, regarían repentinamente arroyos cercanos como el río Tamuja. Las aguas de los grandes ríos, como el Tajo y el Guadiana, saltarían y serían sometidas a un profundo vaivén, tal y como describen desde Alcántara, Badajoz o Medellín. Curiosa será también la coincidencia en referencia a múltiples comentarios que describen cómo, en la madrugada previa, un cometa de larga cola y fuerte brillo atravesaría los cielos sobre el horizonte levantino, pocas horas antes del seísmo, acontecimiento que los ilustrados sin embargo no relacionarían directamente con el cataclismo ya que, tal y como indica el Licenciado Juan Rodríguez de Valverde desde Segura de León, haciendo alarde de una conciencia cada vez más lógica y científica, "de esto no se puede hacer concepto porque aunque no son muy frecuentes tampoco dejan de verse en algunos tiempos".

En cuanto a las pérdidas materiales, el terremoto causó fundamentalmente daños sobre los edificios de mayor peso arquitectónico, tales como iglesias y conventos, castillos, torres y pósitos. Serían cuantiosos los deterioros en los monumentos de Jerez de los Caballeros y de Llerena. Bóvedas caídas, arcos abiertos, muros quebrados, sillares descolgados y un sinfín de grietas que conllevaron la reparación de inmuebles a lo largo y ancho de toda la región. Llamativos son los casos de Plasencia y Trujillo donde, en sendos y respectivos informes, se destaca haber sentido el fuerte terremoto "sin haber sucedido cosa grave alguna", como se indica desde la capital del Jerte. En Trujillo barajarían la milagrosa actuación de la Virgen de la Victoria, ya que "no se experimentó la menor desgracia de persona muerta ni herida, ni de quebranto de templo, casa ni edificio". Sin embargo y décadas después, sería en estas dos localidades donde se estudiaría la posibilidad de tener que demoler algunos de sus monumentos, ante la precaria situación en que se encontraban tras haber quedado sus estructuras dañadas por el terremoto. Así, en 1.920, una de las dos torres que flanqueaban el Palacio placentino de los Monroy, también conocido como Casa de las Dos Torres, desaparecería. Igual destino le esperaba a la conocida como Torre Julia trujillana, primitivo campanario de la Iglesia de Santa María la Mayor. Ya dañada previamente por el terremoto de Lisboa de 1.531, y destruida parte de su composición tras la toma de la ciudad en 1.809 por las tropas naoleónicas, su demolición parecía inminente en 1.861. Sin embargo, el retraso en la misma se convirtió contrariamente en una posterior y celebrada restauración, llevada a cabo en los años setenta del pasado siglo.



Arriba y abajo: sobre el caserío que conforma el menudo pueblo de Acedera, con apenas ochocientos habitantes registrados en la actualidad, menos de cien en los años del seísmo, destaca la figura de la Iglesia parroquial, coronada con campanario tras el que pueden observarse los vestigios del tercer tramo del templo, derrumbado presuntamente por efecto del terremoto de 1.755 y clausurado en la actualidad, cuyos restos de muros sirven, sin embargo, como base de numerosos nidos de cigüeña.




La falta de informes de otras muchas localidades impide conocer con detalle tanto la vivencia del terremoto, como sus consecuencias, en otros muchos rincones de Extremadura. Algo que supliría, en menor medida, la tradición oral, ante también la aparente falta de estudio de los libros y registros archivados en ayuntamientos y templos que nos hablasen de las reparaciones ejercidas en los principales monumentos años después y tras haberse visto dañados por el fuerte temblor. Se sabe de daños en los templos de localidades tales como Quintana de la Serena, Zalamea de la Serena o Lobón. Tradicional es también atribuir al terremoto de 1.755 la inclinación de algunos de los pilares que sostienen ciertos arcos de los muchos que rodean la Plaza Mayor de Garrovillas de Alconétar. Sin embargo, el monumento que más destacaría actualmente de entre todos aquéllos sobre los que no se habló al Consejo de Castilla, y del que no existen aparentemente constancias escritas sobre los hechos que motivaron sus lesiones, sería la Iglesia parroquial de la Asunción, también conocida como de Nuestra Señora de la Jara, en Acedera, por haber llegado a nuestros días, más que ningún otro bien de la región, con abundantes y plenas señales y marcas de herida provocadas supuestamente por el famoso cataclismo.

En los días del terremoto, en pleno siglo XVIII, la localidad de Acedera se contaba como una más de entre las conformantes de la Tierra de Trujillo, ciudad de la que ya dependía como pedanía de la misma en el siglo XVI, manteniéndose como tal hasta su desvinculación de la ciudad trujillana una vez aprobada la reforma geográfica ejercida tras la caída del Antiguo Régimen, en 1.833. Al igual que Trujillo, su antigua pedanía dependía eclesiásticamente de la Diócesis de Plasencia, a la que sigue respondiendo en la actualidad. Gracias a esta vinculación religiosa, Acedera pudo verse incluida entre las poblaciones a las que el obispo Don Pedro Ponce de León quiso dotar con una nueva parroquia erigida bajo las sencillas trazas de un gótico extremeño o rural, en simbiosis con las líneas renacentistas triunfantes en el primer siglo de la Edad Moderna. El erudito cordobés dejaría así su impronta en la diócesis sobre la que ejerció su episcopal ministerio, tras haber ocupado similar cátedra en Ciudad Rodrigo, y hasta su fallecimiento en Jaraicejo, acaecido en 1.573. Desde que fuese declarado obispo de Plasencia, en 1.560, el letrado sacerdote, instruido en Salamanca, quiso continuar la labor constructiva de su predecesor en el cargo, el obispo Don Gutierre de Vargas Carvajal. Con ambos ministerios, el gran amor por las artes de sendos personajes renacentistas, así como su incansable mecenazgo en pro del enriquecimiento artístico de su obispado, la Diócesis placentina vio incrementado notablemente su patrimonio artístico en especial base recaída sobre la reforma o novedosa construcción de nuevas iglesias, conventos y fundamentalmente templos parroquiales que ofreciesen a los feligreses de todas las localidades y municipios cuya devoción les estaba encargada, un lugar de culto donde poder recogerse espiritualmente y celebrar los más santos oficios. A las más de treinta parroquias impulsadas por Don Gutierre de Vargas Carvajal, tales como la de Jaraicejo o Garciaz, la Iglesia de Santiago de Don Benito, o la de San Andrés en Navalmoral de la Mata, sumó un también ingente número de construcciones religiosas Don Pedro Ponce de León. Terminando algunas ya comenzadas por su antecesor, como la de Saucedilla, el nuevo obispo promocionó el levantamiento de nuevos templos, como sería el caso de Acedera. Uno y otro obispos firmarían su mecenazgo con la inclusión de sus escudos heráldicos episcopales entre la fábrica de las capillas financiadas. Sobre la portada de los pies de la parroquia acedereña, erigida bajo la advocación de la Asunción de María, se colocaría el emblema de su protector, cuartelado y dividido entre los apellidos Córdoba y Ponce de León, coronado con capela de doble cordón colgante, y seis borlas en cada uno de sus ramales. Bajo él, una inscripción da fé de la época y fecha de construcción: 1.566.



Arriba y abajo: en las inmediaciones de la parroquia acedereña, sembrados sobre un parque municipal que rodea las pistas deportivas contiguas al colegio público municipal, se conserva una colección de sillares graníticos, algunos de ellos ornamentados, recuerdos tanto de la primitiva estructura con que antaño contó el principal monumento de la localidad, como de aquel devastador cataclismo que los arrancó de la armazón a la que daban forma y para los que fueron diseñados y destinados.




La Iglesia parroquial de Acedera, en reflejo de la humildad de la población, de escaso número de vecinos y poca relevancia económica, se erigió sobre mampostería de pizarra ayudada con ladrillo, ligeramente reforzada en esquinas con sillares graníticos, que bordearían además las portadas de entrada. En el interior del edificio se colocarían igualmente pétreos sillares de fuerte granito como sustento o arranque de los nervios que conformarían las bóvedas enladrilladas de arista que cubrirían los tres tramos en que se dividiría la iglesia, con un interior de una sola nave. Los arcos transversales de medio punto que ayudarían a sostener la techumbre, aptos además como arcos diafragmáticos o de separación entre trechos, serían dibujados con bloques casetonados y decorados. Sólida base que, sin embargo, no pudo soportar la embestida a la que sometió el recinto el terremoto que la mañana del primer día del noviembre de 1.755 sobresaltó a toda la Península Ibérica. Desconocemos cómo se sintío el seísmo en la población. Tampoco sabemos si los efectos causados sobre el templo, que no llegaba a su segundo siglo de antigüedad, fueron inmediatos. Sin embargo, es vox populi que la cobertura de sus segundo y tercer tramo, parte media y cabecero del templo respectivamente, terminaron viniéndose abajo tras la venida del seísmo, viéndose afectados además toda la estructura del ábside así como los muros que cerraban la iglesia en su parte final, conllevando la posterior clausura de este tercer recinto.

Desde un cercano parque, junto al Colegio Público municipal, más de una docena de sillares descansan y recuerdan al viajero mejores tiempos en que, lejos de permanecer esparcidos y descontextualizados, formaban parte del principal monumento del lugar, vertebrando su principal esqueleto pétreo del que, tras el inolvidable seísmo, se vieron arrancados. A lo lejos, la silueta de la parroquia acedereña se yergue sobre el menudo caserío, coronada con una recién restaurada torre-campanario que ondea sobre el primitivo y original primer tramo del templo. Su hermano contiguo, herido por el cataclismo lisboeta, comparte con el anterior nueva techumbre sin esconder ciertas grietas, como la que se observa en el vano de ladrillo que ilumina el interior del recinto sagrado desde el muro de la epístola, seguramente nacida a raíz de la catástrofe natural. Tras él, un nuevo muro, de similar mampostería pizarrosa a la utilizada para levantar la iglesia, cierra el templo bajo el arco diafragmático que sostenía parte de la tercera y última bóveda, una vez declarado inservible este trecho final tras la caída de su techo y parte de sus laterales. Se edificó, en aprovechamiento del terreno, la sacristía bajo los rescoldos de lo que fuese la fábrica auténtica e inicial del edificio. No se esconden, sobre las nuevas oficinas sacerdotales, las grandes cicatrices ocasionadas por la fatal catástrofe. Un recuerdo que rememora, actualmente y mejor que en ningún otro monumento de Extremadura, la tragedia ocasionada en pleno Siglo de las Luces y que, en una época de arranque científico y búsqueda de un entendimiento lógico de la naturaleza, sirvió, una vez superado el desastre, para comprender mejor nuestro universo. Heridas que marcaron un monumento y una localidad, pero que, lejos de ser sinónimo de óbito o perecer, sirven hoy en día como base de múltiples nidos de cigüeñas blancas, mientras que las oquedades de los heridos diques son ocupadas por cernícalos primillas. Vida que se abre sobre los escombros de un cataclismo que sacudió nuestro país y nuestra región pero que no impidió, a las puertas de la Edad Contemporánea,  seguir avanzando en el progresivo trascurrir de nuestra historia.



Arriba: la Catedral de Santa María de la Asunción de Coria, erigida sobre un desnivel que cierra la vega del río Alagón en su margen derecho, sufre desde siglos atrás la falta de consolidación de los terrenos sobre los que se asienta, hecho que ha preocupado constantemente a cabildo y arquitectos, y que motivó, la mañana del primer día del noviembre de 1.755, el derrumbe de su torre-campanario, aplastando y enterrando a diecinueve personas, incrementadas en dos más de entre los heridos graves, en una de las repercusiones más trágicas sufridas en España a raíz del terremoto lisboeta.



Arriba: sobre el cabecero de la catedral cauriense pueden aún observarse destacadas grietas y sillares desplazados en cornisas desarregladas, resultado de la cesión de los terrenos sobre los que se asienta el monumento, especialmente golpeados por la virulencia del terremoto que en 1.755 alcanzó la localidad en un supuesto VI grado de la escala de Richter.

Abajo: la primitiva torre de la catedral de Coria, compuesta de media naranja y linterna sobre ella, giró sobre sí misma tras el estallido del devastador seísmo, viniéndose su estructura abajo tanto sobre feligreses y eclesiásticos como sobre otros recintos del templo, que quedó momentaneamente clausurado en sus funciones hasta lograr su total arreglo, reparación que años más tardes permitió al recinto contar con un nuevo campanario, en bello estilo barroco cuyo diseño fue firmado por el conocido arquitecto Manuel de Larra y Churriguera.




- Cómo llegar:

La localidad de Acedera, antaño pedanía trujillana y actual municipio de Badajoz, se enclava en las cercanías de la vega del río Gargálicas, afluente del río Ruecas y, junto a éste, del también cercano Guadiana. La carretera nacional N-430, que une la capital provincial pacense con la valenciana Játiva, atravesando la vecina Ciudad Real, discurre a poca distancia de la población acedereña. Para entrar en ella, habrá que tomar el ramal menor BA-V-6348, en dirección a Orellana la Vieja. La Iglesia parroquial, de fácil observación sobre la pequeña entidad, queda circundada por la calle Constitución, en pleno corazón de este sencillo pueblo extremeño.



Arriba: es llamativo el hecho de que, en los informes remitidos desde Plasencia y Trujillo sobre el terremoto, se destaque por sus autores la carencia de daños sobre edificio alguno de sendas localidades, en dos de los municipios más monumentales de la región, circunstancia que se confronta además con el posterior desmonte o demolición de algunas de sus principales torres, supuestamente dañadas en su estructura por el famoso seísmo, como es el caso de la conocida como Torre Julia, primitivo campanario de la trujillana Iglesia de Santa María la Mayor, herido por los terremotos de Lisboa de 1.531 y 1.755, semidestruido por la ofensiva napoleónica durante la ocupación francesa de la ciudad, sentenciado a desaparición a mediados del siglo XIX, y finalmente desmontada, reconstruida y restaurada a lo largo de los años setenta del pasado siglo.

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