Está plenamente registrado y descrito al detalle por las crónicas contemporáneas al suceso cómo, en la mañana del primer día de noviembre del año de 1.755, festividad de Todos los Santos en el mundo católico, los techos y fábricas que cubrían los templos lisboetas comenzaron a derrumbarse repentina, drástica y dramáticamente sobre los fieles que, a temprana hora de la mañana, acudían a oír misa en recuerdo de sus fieles difuntos. Eran aproximadamente las nueve y media de la mañana en la Portugal de José I, en una jornada festiva de un país colonialista y heredero de un gran imperio afianzado en sus viaje marítimos, descubrimientos y conquistas ejercidas desde finales del medievo a lo largo de las costas americanas, africanas y asiáticas, que se vería sacudido literal y metafóricamente en base a uno de los terremotos más violentos de los que se tiene constancia en la historia universal, llegando a alcanzar posiblemente, según estimaciones actuales en base al gran estudio que sobre la catástrofe natural se elaboró en pleno Siglo de las Luces, un noveno grado en la Escala de Richter.
Pero el terremoto de Lisboa fue más allá y no entendió de fronteras políticas. Si bien el famoso seísmo fue bautizado con el nombre de la localidad más afectada de todas aquéllas a las que alcanzó, el terremoto de 1 de noviembre de 1.755 fue en realidad una catástrofe natural que se sintió en gran parte de Europa y África, y que afectó no sólo a la capital lusa y a todo Portugal, sino prácticamente a toda la Península Ibérica y una amplia franja de la costa africana cercana al Estrecho de Gibraltar. La violenta sacudida llegó a sentirse en territorios tan lejanos como la actual Finlandia, mientras que las olas derivadas del consiguiente maremoto alcanzaron no sólo la costa inglesa, sino incluso algunos puntos geográficos e islas del mar Caribe.
Además de la devastación lisboeta, el terremoto asoló en Portugal practicamente toda la costa del país, azotando e inundando especialmente el Algarve. Tragedia que se compartió con la costa atlántica andaluza, destruyéndose gran parte de los pueblos asentados junto la costa de Huelva y la Bahía de Cádiz, en el que está considerado el seísmo más funesto de todos los que han sacudido nuestra Península. El temblor, superando las fronteras lusas, fue percibido especialmente en ciudades y pueblos a lo largo y ancho de Andalucía, sendas Castillas y Extremadura. Incluso el propio monarca Fernando VI vivió el fenómeno natural mientras se alojaba en el Monasterio de San Lorenzo de El Escorial. Madrid sería alcanzado en un quinto grado, traducido en diversos desplomes arquitectónicos y dos niños fallecidos en la capital del reino. Afectado profundamente el monarca, vinculado con Portugal a través de su amada esposa Bárbara de Braganza, nacida en la capital lusa, y haciendo gala de un espíritu más modernista propio del Siglo de las Luces, quiso encargar pocos días después, consciente de la magnitud de la catástrofe natural, un elaborado informe científico sobre las consecuencias del seísmo en su reino, en base a una amplia encuesta remitida a un considerable número de ayuntamientos y concejos españoles diseminados por todo el territorio nacional, a través de la cual poder saber cómo se desarrolló el terremoto en cada rincón del país y cuáles fueron sus resultados.
Extremadura, ubicada junto a la frontera lusa, no sería tampoco ajena a la catástrofe. Justamente en nuestra región tendría lugar una de las más grandes tragedias vividas a nivel nacional, cobrándose la vida de veintiuna personas y dejando más de una decena de heridos graves. Los habitantes de Coria, como los lisboetas, también habían acudido a su templo más destacado a temprana hora para oír misa en la festividad de Todos los Santos. La Catedral de Nuestra Señora de la Asunción, enclavada junto a la vega del río Alagón, sobre un desnivel abierto al valle fluvial en su orilla derecha, en unos terrenos de débil consistencia que ya habían avisado de peligros de cimentación en el monumento y vivido acontecimientos naturales previos, como el desvío de las aguas del río en 1.590, dejando inservible su Puente Viejo, no soportó los embistes del terremoto. La sacudida del terreno provocó el derrumbe de su torre, aplastando y matando a trece feligreses que intentaban salir del monumento cuando la tierra comenzó a temblar bajo sus pies. Otros seis quedarían enterrados bajo los escombros de la Capilla del Sagrario, sepultada por los sillares y fábricas que del campanario caerían sobre su bóveda. La Capilla Mayor, su gran retablo, el crucero del edificio y otros bienes eclesiásticos resultarían gravemente dañados. Aún hoy en día destacadas grietas en su cabecero, así como el desplazamiento de muchos de sus sillares en cornisas y pináculos, pueden apreciarse a simple vista. La torre catedralicia, cuya cúpula de media naranja rematada con linterna giró sobre sí hasta venirse abajo, tuvo que ser reconstruida en su coronamiento con un bello resultado barroco que, triunfante sobre la tragedia, actualmente embellece y destaca sobre la silueta de Coria y su catedral.
Arriba y abajo: el interior del original templo acedereño, de una sola nave, permanecía dividio en tres tramos marcados por arcos diafragmáticos y cubiertos por bóvedas de arista, fabricados tanto unos como el arranque de las otras por graníticos sillares que perseguían la consolidación del monumento pero que, sin embargo, no pudieron hacer frente ante las fuertes sacudidas ejercidas por el terremoto lisboeta, clausurándose el tramo final tras el derrumbe de su cubierta con un nuevo lienzo de mampostería, tras el que pueden observarse los verstigios de la estructura inicial, así como las heridas sufridas por el edificio ante la catástrofe natural.
La encuesta encargada por Fernando VI al Gobernador del Real y Supremo Consejo de Castilla, el también Obispo de Cartagena D. Diego de Rojas y Contreras, fue contestada dentro del territorio extremeño, bien directamente o remitida a través de los gobernadores de sus partidos, por las localidades de Alange, Albalá, Alburquerque, Alcántara, Alcuéscar, Aljucén, Almoharín, Arroyo de la Luz, Arroyomolinos, Badajoz, Benquerencia, Botija, Cabeza la Vaca, Cáceres, Casas de Don Antonio, Cordobilla de Lácara, Coria, Don Benito, Eljas, Feria, Fuentes de León, Gata, Hornachos, Jerez de los Caballeros, Llerena, Mata de Alcántara, Medellín, Mérida, Mirandilla, Montánchez, Plasencia, Puebla de Alcocer, Santiago de Alcántara, Segura de León, Siruela, Torre de Don Miguel, Torre de Santa María, Torremegía, Torremocha, Trujillo, Valdefuentes, Valencia de Alcántara, Valverde de Mérida, Villa del Campo, Villagonzalo, Villanueva de la Serena, Villanueva del Fresno y Zafra. De otros se hablaría en informes de localidades cercanas, como es el caso de Alconchel, Trevejo o La Roca de la Sierra, mencionados en el informe de Badajoz, o La Codosera, en la respuesta de Alburquerque. Desde Talavera de la Reina se remitiría información de poblaciones como Alía, Carrascalejo, Castañar de Ibor, Castilblanco, Garvín, Higuera de Albalat, Navalvillar de Ibor, Peraleda de San Román, Valdelacasa de Tajo, o Villar del Pedroso. Otros municipios como Olivenza o Táliga, actualmente extremeños y entonces portugueses, serían ajenos a la encuenta fernandina, aunque no al estudio luso.
Entre las respuestas a la encuesta remitidas desde el territorio extremeño destacarían, por su detallismo a la hora de narrar los hechos o describir los efectos y consecuencias del cataclismo, localidades como Alcántara, Arroyo de la Luz (entonces Arroyo del Puerco), Badajoz, Montánchez, y especialmente Coria, población esta última duramente golpeada desde la cual emitieron sendos informes tanto el entonces alcalde del municipio, D. Pablo José Salgado, como el obispo cauriense D. Juan José García Álvaro. Gracias a los escritos sabemos que otras dos personas fallecieron en Extremadura a consecuencia del seísmo. Una, en Don Benito, tras alcanzarle parte de la fábrica de la Iglesia de Santiago al intentar huir de su interior. La otra, en Arroyo de la Luz, golpeada no físicamente, sino psicológicamente, hasta fallecer diecisiete días después por lo que entonces se conocía como "sobrecogimiento". Otra fémina lograría sin embargo salvarse de sus heridas graves, ocasionadas tras haber sido arrollada por sus vecinos, al correr éstos en desvandada desde el interior de la parroquia montanchega.
Arriba y abajo: la actual Parroquia de la Asunción, más conocida como de Nuestra Señora de la Jara, sigue presentando como fachada lo que fueran los pies del recinto primitivo, cerramiento de un primer tramo del templo que sobrevivió al duro seísmo, donde destaca sobre su sencilla portada, como única decoración del monumento, el escudo del obispo de Plasencia D. Pedro Ponce de León, mecenas del monumento, fechado en 1.566, tal y como reza bajo el blasón eclesiástico (abajo
).
La mayoría de los informes coinciden sobre diversos aspectos relacionados con este seísmo, que alcanzó estimatoriamente los niveles quinto y sexto en la región, describiendo cómo, antes de comenzar a temblar el suelo, un estruendo sobrecogió a los vecinos, que confundieron inicialmente el ruido con el de una rauda diligencia, o con tamborradas o cañonazos propios de los ejercicios bélicos. Coinciden también a la hora de describir las alteraciones sufridas sobre los terrenos, centradas fundamentalmente en diversos cambios en las aguas de los pozos y fuentes, aumentando o disminuyendo su caudal, cambiando su color o acrecentándose su herrumbre, así como brotando de manantiales entonces secos que, como en el caso de Botija, regarían repentinamente arroyos cercanos como el río Tamuja. Las aguas de los grandes ríos, como el Tajo y el Guadiana, saltarían y serían sometidas a un profundo vaivén, tal y como describen desde Alcántara, Badajoz o Medellín. Curiosa será también la coincidencia en referencia a múltiples comentarios que describen cómo, en la madrugada previa, un cometa de larga cola y fuerte brillo atravesaría los cielos sobre el horizonte levantino, pocas horas antes del seísmo, acontecimiento que los ilustrados sin embargo no relacionarían directamente con el cataclismo ya que, tal y como indica el Licenciado Juan Rodríguez de Valverde desde Segura de León, haciendo alarde de una conciencia cada vez más lógica y científica,
"de esto no se puede hacer concepto porque aunque no son muy frecuentes tampoco dejan de verse en algunos tiempos".
En cuanto a las pérdidas materiales, el terremoto causó fundamentalmente daños sobre los edificios de mayor peso arquitectónico, tales como iglesias y conventos, castillos, torres y pósitos. Serían cuantiosos los deterioros en los monumentos de Jerez de los Caballeros y de Llerena. Bóvedas caídas, arcos abiertos, muros quebrados, sillares descolgados y un sinfín de grietas que conllevaron la reparación de inmuebles a lo largo y ancho de toda la región. Llamativos son los casos de Plasencia y Trujillo donde, en sendos y respectivos informes, se destaca haber sentido el fuerte terremoto
"sin haber sucedido cosa grave alguna", como se indica desde la capital del Jerte. En Trujillo barajarían la milagrosa actuación de la Virgen de la Victoria, ya que
"no se experimentó la menor desgracia de persona muerta ni herida, ni de quebranto de templo, casa ni edificio". Sin embargo y décadas después, sería en estas dos localidades donde se estudiaría la posibilidad de tener que demoler algunos de sus monumentos, ante la precaria situación en que se encontraban tras haber quedado sus estructuras dañadas por el terremoto. Así, en 1.920, una de las dos torres que flanqueaban el Palacio placentino de los Monroy, también conocido como Casa de las Dos Torres, desaparecería. Igual destino le esperaba a la conocida como Torre Julia trujillana, primitivo campanario de la Iglesia de Santa María la Mayor. Ya dañada previamente por el terremoto de Lisboa de 1.531, y destruida parte de su composición tras la toma de la ciudad en 1.809 por las tropas naoleónicas, su demolición parecía inminente en 1.861. Sin embargo, el retraso en la misma se convirtió contrariamente en una posterior y celebrada restauración, llevada a cabo en los años setenta del pasado siglo.
Arriba y abajo: sobre el caserío que conforma el menudo pueblo de Acedera, con apenas ochocientos habitantes registrados en la actualidad, menos de cien en los años del seísmo, destaca la figura de la Iglesia parroquial, coronada con campanario tras el que pueden observarse los vestigios del tercer tramo del templo, derrumbado presuntamente por efecto del terremoto de 1.755 y clausurado en la actualidad, cuyos restos de muros sirven, sin embargo, como base de numerosos nidos de cigüeña.
La falta de informes de otras muchas localidades impide conocer con detalle tanto la vivencia del terremoto, como sus consecuencias, en otros muchos rincones de Extremadura. Algo que supliría, en menor medida, la tradición oral, ante también la aparente falta de estudio de los libros y registros archivados en ayuntamientos y templos que nos hablasen de las reparaciones ejercidas en los principales monumentos años después y tras haberse visto dañados por el fuerte temblor. Se sabe de daños en los templos de localidades tales como Quintana de la Serena, Zalamea de la Serena o Lobón. Tradicional es también atribuir al terremoto de 1.755 la inclinación de algunos de los pilares que sostienen ciertos arcos de los muchos que rodean la Plaza Mayor de Garrovillas de Alconétar. Sin embargo, el monumento que más destacaría actualmente de entre todos aquéllos sobre los que no se habló al Consejo de Castilla, y del que no existen aparentemente constancias escritas sobre los hechos que motivaron sus lesiones, sería la Iglesia parroquial de la Asunción, también conocida como de Nuestra Señora de la Jara, en Acedera, por haber llegado a nuestros días, más que ningún otro bien de la región, con abundantes y plenas señales y marcas de herida provocadas supuestamente por el famoso cataclismo.
En los días del terremoto, en pleno siglo XVIII, la localidad de Acedera se contaba como una más de entre las conformantes de la Tierra de Trujillo, ciudad de la que ya dependía como pedanía de la misma en el siglo XVI, manteniéndose como tal hasta su desvinculación de la ciudad trujillana una vez aprobada la reforma geográfica ejercida tras la caída del Antiguo Régimen, en 1.833. Al igual que Trujillo, su antigua pedanía dependía eclesiásticamente de la Diócesis de Plasencia, a la que sigue respondiendo en la actualidad. Gracias a esta vinculación religiosa, Acedera pudo verse incluida entre las poblaciones a las que el obispo Don Pedro Ponce de León quiso dotar con una nueva parroquia erigida bajo las sencillas trazas de un gótico extremeño o rural, en simbiosis con las líneas renacentistas triunfantes en el primer siglo de la Edad Moderna. El erudito cordobés dejaría así su impronta en la diócesis sobre la que ejerció su episcopal ministerio, tras haber ocupado similar cátedra en Ciudad Rodrigo, y hasta su fallecimiento en Jaraicejo, acaecido en 1.573. Desde que fuese declarado obispo de Plasencia, en 1.560, el letrado sacerdote, instruido en Salamanca, quiso continuar la labor constructiva de su predecesor en el cargo, el obispo Don Gutierre de Vargas Carvajal. Con ambos ministerios, el gran amor por las artes de sendos personajes renacentistas, así como su incansable mecenazgo en pro del enriquecimiento artístico de su obispado, la Diócesis placentina vio incrementado notablemente su patrimonio artístico en especial base recaída sobre la reforma o novedosa construcción de nuevas iglesias, conventos y fundamentalmente templos parroquiales que ofreciesen a los feligreses de todas las localidades y municipios cuya devoción les estaba encargada, un lugar de culto donde poder recogerse espiritualmente y celebrar los más santos oficios. A las más de treinta parroquias impulsadas por Don Gutierre de Vargas Carvajal, tales como la de Jaraicejo o Garciaz, la Iglesia de Santiago de Don Benito, o la de San Andrés en Navalmoral de la Mata, sumó un también ingente número de construcciones religiosas Don Pedro Ponce de León. Terminando algunas ya comenzadas por su antecesor, como la de Saucedilla, el nuevo obispo promocionó el levantamiento de nuevos templos, como sería el caso de Acedera. Uno y otro obispos firmarían su mecenazgo con la inclusión de sus escudos heráldicos episcopales entre la fábrica de las capillas financiadas. Sobre la portada de los pies de la parroquia acedereña, erigida bajo la advocación de la Asunción de María, se colocaría el emblema de su protector, cuartelado y dividido entre los apellidos Córdoba y Ponce de León, coronado con capela de doble cordón colgante, y seis borlas en cada uno de sus ramales. Bajo él, una inscripción da fé de la época y fecha de construcción: 1.566.
Arriba y abajo: en las inmediaciones de la parroquia acedereña, sembrados sobre un parque municipal que rodea las pistas deportivas contiguas al colegio público municipal, se conserva una colección de sillares graníticos, algunos de ellos ornamentados, recuerdos tanto de la primitiva estructura con que antaño contó el principal monumento de la localidad, como de aquel devastador cataclismo que los arrancó de la armazón a la que daban forma y para los que fueron diseñados y destinados.
La Iglesia parroquial de Acedera, en reflejo de la humildad de la población, de escaso número de vecinos y poca relevancia económica, se erigió sobre mampostería de pizarra ayudada con ladrillo, ligeramente reforzada en esquinas con sillares graníticos, que bordearían además las portadas de entrada. En el interior del edificio se colocarían igualmente pétreos sillares de fuerte granito como sustento o arranque de los nervios que conformarían las bóvedas enladrilladas de arista que cubrirían los tres tramos en que se dividiría la iglesia, con un interior de una sola nave. Los arcos transversales de medio punto que ayudarían a sostener la techumbre, aptos además como arcos diafragmáticos o de separación entre trechos, serían dibujados con bloques casetonados y decorados. Sólida base que, sin embargo, no pudo soportar la embestida a la que sometió el recinto el terremoto que la mañana del primer día del noviembre de 1.755 sobresaltó a toda la Península Ibérica. Desconocemos cómo se sintío el seísmo en la población. Tampoco sabemos si los efectos causados sobre el templo, que no llegaba a su segundo siglo de antigüedad, fueron inmediatos. Sin embargo, es
vox populi que la cobertura de sus segundo y tercer tramo, parte media y cabecero del templo respectivamente, terminaron viniéndose abajo tras la venida del seísmo, viéndose afectados además toda la estructura del ábside así como los muros que cerraban la iglesia en su parte final, conllevando la posterior clausura de este tercer recinto.
Desde un cercano parque, junto al Colegio Público municipal, más de una docena de sillares descansan y recuerdan al viajero mejores tiempos en que, lejos de permanecer esparcidos y descontextualizados, formaban parte del principal monumento del lugar, vertebrando su principal esqueleto pétreo del que, tras el inolvidable seísmo, se vieron arrancados. A lo lejos, la silueta de la parroquia acedereña se yergue sobre el menudo caserío, coronada con una recién restaurada torre-campanario que ondea sobre el primitivo y original primer tramo del templo. Su hermano contiguo, herido por el cataclismo lisboeta, comparte con el anterior nueva techumbre sin esconder ciertas grietas, como la que se observa en el vano de ladrillo que ilumina el interior del recinto sagrado desde el muro de la epístola, seguramente nacida a raíz de la catástrofe natural. Tras él, un nuevo muro, de similar mampostería pizarrosa a la utilizada para levantar la iglesia, cierra el templo bajo el arco diafragmático que sostenía parte de la tercera y última bóveda, una vez declarado inservible este trecho final tras la caída de su techo y parte de sus laterales. Se edificó, en aprovechamiento del terreno, la sacristía bajo los rescoldos de lo que fuese la fábrica auténtica e inicial del edificio. No se esconden, sobre las nuevas oficinas sacerdotales, las grandes cicatrices ocasionadas por la fatal catástrofe. Un recuerdo que rememora, actualmente y mejor que en ningún otro monumento de Extremadura, la tragedia ocasionada en pleno Siglo de las Luces y que, en una época de arranque científico y búsqueda de un entendimiento lógico de la naturaleza, sirvió, una vez superado el desastre, para comprender mejor nuestro universo. Heridas que marcaron un monumento y una localidad, pero que, lejos de ser sinónimo de óbito o perecer, sirven hoy en día como base de múltiples nidos de cigüeñas blancas, mientras que las oquedades de los heridos diques son ocupadas por cernícalos primillas. Vida que se abre sobre los escombros de un cataclismo que sacudió nuestro país y nuestra región pero que no impidió, a las puertas de la Edad Contemporánea, seguir avanzando en el progresivo trascurrir de nuestra historia.
Arriba: la Catedral de Santa María de la Asunción de Coria, erigida sobre un desnivel que cierra la vega del río Alagón en su margen derecho, sufre desde siglos atrás la falta de consolidación de los terrenos sobre los que se asienta, hecho que ha preocupado constantemente a cabildo y arquitectos, y que motivó, la mañana del primer día del noviembre de 1.755, el derrumbe de su torre-campanario, aplastando y enterrando a diecinueve personas, incrementadas en dos más de entre los heridos graves, en una de las repercusiones más trágicas sufridas en España a raíz del terremoto lisboeta.
Arriba: sobre el cabecero de la catedral cauriense pueden aún observarse destacadas grietas y sillares desplazados en cornisas desarregladas, resultado de la cesión de los terrenos sobre los que se asienta el monumento, especialmente golpeados por la virulencia del terremoto que en 1.755 alcanzó la localidad en un supuesto VI grado de la escala de Richter.
Abajo: la primitiva torre de la catedral de Coria, compuesta de media naranja y linterna sobre ella, giró sobre sí misma tras el estallido del devastador seísmo, viniéndose su estructura abajo tanto sobre feligreses y eclesiásticos como sobre otros recintos del templo, que quedó momentaneamente clausurado en sus funciones hasta lograr su total arreglo, reparación que años más tardes permitió al recinto contar con un nuevo campanario, en bello estilo barroco cuyo diseño fue firmado por el conocido arquitecto Manuel de Larra y Churriguera.
- Cómo llegar:
La localidad de Acedera, antaño pedanía trujillana y actual municipio de Badajoz, se enclava en las cercanías de la vega del río Gargálicas, afluente del río Ruecas y, junto a éste, del también cercano Guadiana. La carretera nacional N-430, que une la capital provincial pacense con la valenciana Játiva, atravesando la vecina Ciudad Real, discurre a poca distancia de la población acedereña. Para entrar en ella, habrá que tomar el ramal menor BA-V-6348, en dirección a Orellana la Vieja. La Iglesia parroquial, de fácil observación sobre la pequeña entidad, queda circundada por la calle Constitución, en pleno corazón de este sencillo pueblo extremeño.
Arriba: es llamativo el hecho de que, en los informes remitidos desde Plasencia y Trujillo sobre el terremoto, se destaque por sus autores la carencia de daños sobre edificio alguno de sendas localidades, en dos de los municipios más monumentales de la región, circunstancia que se confronta además con el posterior desmonte o demolición de algunas de sus principales torres, supuestamente dañadas en su estructura por el famoso seísmo, como es el caso de la conocida como Torre Julia, primitivo campanario de la trujillana Iglesia de Santa María la Mayor, herido por los terremotos de Lisboa de 1.531 y 1.755, semidestruido por la ofensiva napoleónica durante la ocupación francesa de la ciudad, sentenciado a desaparición a mediados del siglo XIX, y finalmente desmontada, reconstruida y restaurada a lo largo de los años setenta del pasado siglo.