"Los honsarios de los judios de la dicha aljama asy viejos como nuevos que tenemos y la dicha aljama tiene en el Berrocal desta çibdad, con toda la piedra e canteria que en ellos esta e en cada vno dellos labrada y por labrar, asy sobre las sepolturas e enterramientos que esta en los dichos honsarios."
El 21 de mayo de 1.492, de lo cual se cumplirá en los próximos días quinientos veintiséis años, se formalizaba con estas palabras en Plasencia la venta del cementerio que los judíos residentes en tal localidad poseían en el conocido como Berrocal de la ciudad. Vendido en nombre de la aljama placentina por Yuçé Caçes en la cantidad de 400 reales de plata al bachiller don Diego Yáñez Rodríguez, más conocido como Diego de Jerez por proceder de Jerez de los Caballeros, como protonotario y deán por entonces de la catedral de la ciudad del Jerte desde que fuera nombrado como tal en 1.482, la venta sería consecuencia directa de la orden dictaminada a través del Edicto de Granada o Decreto de la Alhambra poco tiempo antes, el 31 de marzo de mencionado año, a través del cual los Reyes Católicos resolverían la definitiva expulsión de los judíos de todos los reinos pertenecientes a la Corona castellana, duplicado por el rey Fernando para la Corona de Aragón.
Arriba: a pesar de conocerse su existencia desde antiguo, no sería hasta el año 2.009 cuando se pusiera en valor el cementerio sefardí de Plasencia, más conocido como cementerio judío del Berrocal, adecuándose los restos de la antigua necrópolis salvados de la urbanización como parque arqueológico en un proyecto que, sin embargo, no llegaría a completarse, denunciado en diversas ocasiones el estado de abandono del añejo camposanto, víctima habitual del vandalismo.
Abajo: expandido originalmente por toda la zona del Berrocal placentino, colina granítica ubicada al Norte de la muralla defensiva de la ciudad y encajonada entre el río Jerte y los arcos de San Antón, a la llegada de los años 80 del pasado siglo serían vendidos los terrenos de titularidad pública en pro de la urbanización y el crecimiento de la ciudad, sacrificándose para ello una amplia porción de lo que fuera el camposanto hebreo hasta que, alarmada cierta parte de la ciudadanía por la desaparición del histórico enclave, se lograsen salvar las estribaciones más occidentales del mismo donde restan una cuarentena de sepulcros, enterramientos localizados gracias a las intervenciones arqueológicas, una veintena de ellos deescubribles a simple vista, horadados en la roca a modo individual o en grupo.
Con apenas cuatro meses de plazo para abandonar la tierra que les vio nacer, todo sefardí que no abrazase la religión católica se veía obligado a deshacerse apresuradamente de todos aquellos bienes que no pudiera llevar consigo, especialmente los inmuebles, malvendidos en la mayoría de los casos ante el temor de perderlos sin poder obtener por ellos contraprestación alguna. No sólo se intentarían enajenar las posesiones a título personal. También para el patrimonio comunitario se pretendería formalizar un traspaso en la propiedad, saliendo a la venta sinagogas, baños, espacios rituales y cementerios donde los nuevos dueños podrían disfrutar en la mayoría de los casos tanto de los solares donde de ubicaban como de los edificios o recursos allí depositados. Si la transacción no se formalizaba, el espacio quedaría a merced de las autoridades cristianas, ocupándose los terrenos en los más de los casos por la nobleza y fundamentalmente por la Iglesia, con el beneplácito de los monarcas que, en pro de instaurar la unidad religiosa capitaneada por el catolicismo, vería con buenos ojos la conversión de las tierras antes ocupadas por otras confesiones, a la fé que ellos consideraban única y verdadera.
Arriba y abajo: labrados en su mayoría sobre los múltiples berruecos que pueblan la colina granítica del Berrocal, siguiendo una tendencia ya vista en otros cementerios judíos medievales, como es en el caso segoviano, los sepulcros sefardíes conservados en Plasencia muestran, tanto en los casos individuales (arriba) como en los grupales (abajo), un mismo diseño de tallado antropomorfo a manera de tumba trapezoidal amplia en los hombros, orientados los pies hacia el Este o Jerusalén y horadada para la cabeza una caja anexa, sellado cada osario con lápida pétrea encajonada entre bordes esculpidos para tal fin.
Mientras que los espacios urbanos eran mudados a casas particulares, palacios, iglesias o conventos, el hecho de estar ubicados a las afueras de toda población, mayormente en lugares escarpados y rocosos, hizo que un gran número de cementerios judíos no fueran considerados óptimas oportunidades de inversión, quedando no sólo sin comprador sino inclusive desasistidos y relegados en su mayoría al olvido. Si bien algunos eran cedidos a las autoridades bajo claúsulas estrictas de no edificación en pro de preservar la sacralidad del terreno y el respeto por las tierras donde descansaban los antepasados de los desterrados, como en el caso vitoriano de Judimendi, otras necrópolis se verían abandonadas, expoliadas sus lápidas con permiso gubernamental para ser reutilizadas en edificios de nueva construcción, mimetizándose y fundiéndose sus tumbas con una naturaleza que los engullía si el terreno no era productivamente apto, restando con el paso de los siglos tan sólo de ellos un recuerdo en forma de toponimia, nombrando cerros, como en la colina barcelonesa de Montjuic, así como solares donde la promoción urbanística, en caso de no haberse extinguido por completo lo que fuese camposanto, sería la encargada de rescatar de la postergación los osarios ya borrados del paisaje de aquellos antiguos vecinos sefardíes, descubiertas y desenterradas, como en Ávila o Toledo, a raíz de alguna roturación constructiva. Pocas excepciones podrán presumir de haber vencido el paso del tiempo ofreciéndose aún hoy en día, aunque inservibles, como las necrópolis que un día estuvieran en uso por parte de cierto porcentaje de la población de la localidad a la que servían. Así, el empleo de la roca madre como base de las sepulturas, sumado a la titularidad pública de los enclaves, permitirían la conservación de los antaño cementerios en localidades como Segovia o Plasencia. En la primera de ellas, la presencia y persistencia de los sepulcros hebreos excavados en la piedra llevaría a conocer el monte donde se asentaba la necrópolis judeo-segoviana como Cuesta de los Hoyos, más tarde llamado el Pinarillo desde la repoblación con este árbol de tal zona verde aledaña a la ciudad. En Plasencia, por su lado, sería la naturaleza granítica de la zona la que llevase a nombrar el enclave sencillamente como el Berrocal, y a la necrópolis allí existente como cementerio judío placentino.
Arriba: alojados desde la fundación de la ciudad en el enclave conocido como la Mota, esquina noroccidental del recinto intramuros placentino, desde la propia judería, hoy en día ocupada por el Convento de San Vicente Ferrer, actual Parador de Turismo, podían atisbar los hebreos su camposanto, escogido el Berrocal como enclave de ubicación de la necrópolis por cumplir diversos requisitos dictaminados por el Talmud en cuanto a materia de enterramientos, al estar los terrenos vírgenes en pendiente o poder acceder a los mismos directamente desde la puerta de Berrozanas sin necesidad de discurrir los enterramientos por el resto de la ciudad, amplio cementerio que sería vendido el 21 de mayo de 1.492 a raíz del Edicto de Granada dentro del periodo de expulsión de la comunidad judía de los reinos de las Coronas de Castilla y Aragón, formalizada la venta entre la aljama de Plasencia en la figura de Yuçé Caçes y el cabildo de la catedral en la de Diego de Jerez, acordándose un precio de 400 reales de plata en un traspaso constatado por testigos tales como el rabí Yuçé Abenabibe o el escribano rabí Abrahan.
Abajo: aspecto presentado en la actualidad por algunos de los osarios conservados entre los vestigios del cementerio judío de Plasencia, labrados sobre los berruecos que afloran sobre la vega del río Jerte en su margen derecho, río abajo del medieval puente de San Lázaro.
Dada la ubicación de la inicial judería placentina en el lado noroccidental de la ciudad intramuros, sería escogido como terreno para establecer el camposanto hebreo la colina que frente a ellos, erigiéndose al norte de la muralla y abrazada en su falda de poniente por el río Jerte, se erguía surtida de infinidad de berruecos. Si bien la naturaleza del entorno permitiría la labra de los osarios sobre la roca granítica, la elección del lugar respondía más bien a las propias ordenanzas y costumbres judías relacionadas con el enterramiento y dictaminadas por el Talmud, ofreciéndose como solar virgen y en pendiente, orientado hacia Jerusalén y con acceso directo desde la judería a través de la conocida como Puerta de Berrozanas, facilitando así que los enterramientos no tuviesen que discurrir por el resto de la ciudad. El monte, además, quedaba bastante cercano a la población y vigilado visualmente desde el barrio que los sefardíes placentinos dieron desde la fundación de la ciudad en habitar, sin dejar de respetarse sin embargo los cincuenta pasos que entre la necrópolis y la última vivienda habitada debían de guardarse.
La mención al cementerio de Plasencia, cuya existencia ya de por sí expondría la relevancia dentro del reino de la aljama de esta ciudad al no contar las comunidades hebreas de otras muchas poblaciones con camposanto propio, se hace constante durante toda la etapa medieval de la urbe, si bien se desconocen datos más precisos de la necrópolis tales como el número de enterramientos que llegaría a acoger permitiéndonos hacernos una idea de la magnitud que pudo llegar a alcanzar el mismo. Las reseñas se multiplican, sin embargo, a finales del siglo XV, coincidiendo y en clara relación con la expulsión del pueblo hebreo de los reinos españoles. Partiendo de la venta del solar en 1.492, sería la misma quebrantada pocos meses después, en noviembre de tal año, por los propios Reyes Católicos al donar como ayuda para el levantamiento del convento de san Vicente Ferrer, fundado por bula papal de Paulo II en 1.464 y cuyas obras no se iniciasen hasta conseguir para ello bula de Sixto IV en 1.473, toda piedra y ladrillo que en la inutilizada necrópolis se hallase pese a ser por contrato pertenencia ya del cabildo placentino, repitiéndose un hábito que los monarcas acababan de poner en uso a lo largo de sus dominios, autorizando que losas y lápidas hebreas fueran reutilizadas en la erección de los edificios entonces en construcción, vendiéndose a privados o dispensándose a órdenes religiosas.
Arriba y abajo: asomando sobre la cuesta de subida al Berrocal, nacida desde la placentina calle de Juan Vázquez, un amplio berrueco ha logrado subsistir al expolio granítico al que fuese sometido el lugar una vez abandonada la necrópolis y cedido su uso como cantera pública al aire libre, presentándose como la base de más de diez osarios, la práctica mitad de los sepulcros hoy en día visibles y visitables, conformando una auténtica necrópolis hebrea en sí misma.
Alcanzado el año 1.496, será otra vez el deán don Diego de Jerez quien formalizará un nuevo contrato de venta del cementerio judío, siendo esta vez el comprador el propio consistorio de la ciudad. En 1.510 figuraría el enclave como uno más de los baldíos del ayuntamiento. La colina granítica sobre la que se ubicaba el osario, expandida a lo largo y frente al lienzo septentrional de la muralla de la ciudad, encajonada entre el río Jerte tras su paso bajo el puente de San Lázaro y los arcos del conocido como acueducto de San Antón, se afianzaría en su uso como cantera pública y a cielo abierto, ya permitido tal empleo sobre los contornos desde que la totalidad del enclave fuera otorgada a la urbe por el propio monarca fundador de la población, Alfonso VIII, a través del fuero que formalizaba la creación en 1.186 de la misma, redactado tres años después. Destinados los berruecos fundamentalmente a la extracción de piedras encaminadas a convertirse en ruedas de molino, poco a poco muchos de los canchales y afloraciones pétreas donde antes los hebreos habían horadado aquellos sepulcros en los cuales poder depositar en su descanso final los cadáveres de sus familiares y conocidos, serían cincelados y desvirtuados. El olvido, la dejadez y la naturaleza se encargarían de ocultar otras muchas sepulturas más. Llegado el siglo XIX, el cronista placentino Alejandro Matías Gil, nacido en 1.829 en la ciudad jerteña, señalaría en 1.877 a través de su obra dedicada a la historia de Plasencia "Las siete centurias de la ciudad de Alfonso VIII" la persitencia de unos veintitantos osarios en la zona del Berrocal. Similar número es el de los enterramientos que pueden observarse a simple vista hoy en día. Excavados en la roca en forma de ataúd trapezoidal antropomorfo, con caja anexa para la cabeza y orientados los pies hacia el levante o Jerusalem, siguiendo la costumbre hebrea ideada en pro de poder mirar todo exiliado o judío en diáspora de frente la ciudad de Dios el día en que se alcanzase la supuesta resurreción final, quedaría el enterramiento sellado con lápida o losa sepulcral encajada entre los bordes que para tal fin se labraban en derredor del osario.
Arriba y abajo: vista detallada de los osarios más occidentales hallados dentro del gran cúmulo que de ellos aparece labrado superando la decena en el mismo berrueco sureño, rellenos en su mayoría de tierra y vegetación pudiéndose observar en otros la caja anexa horadada dentro de la roca para acoger la cabeza del difunto (arriba), así como el bordeado esculpido en pro de poder encajar sobre la sepultura la lápida sepulcral que mantuviera sellada la tumba (abajo, contiguo), desaparecida la totalidad de estas losas tras la venta y desacralización del camposanto, reutilizadas en la construcción del Convento de San Vicente Ferrer por mandado expreso de los propios Reyes Católicos.
Sin embargo, el cementerio conocido en la centuria decimonónica no sería el restante en la actualidad. Alcanzados los años 80 del siglo XX, el crecimiento de la ciudad y la especulación urbanística llevaron a la venta de la mayor parte de los terrenos que comprendían este histórico monte granítico, erigiéndose barrios y urbanizaciones que lentamente fueron comiéndose el terreno y destruyendo definitivamente los restos de la necrópolis medieval. No sería hasta 1.999 cuando se diese la voz de alarma, salvándose de la extinción la estribación más occidental de la colina, erigida sobre la vega del río en el margen derecho del mismo. En 2.007 volvería a pasar a manos del consistorio placentino, interesándose tanto el estudio del enclave como la intervención arqueológica sobre el mismo, bajo la idea de convertir el lugar en parque arqueológico a través del cual ofrecer al visitante un paseo in situ por un paradero cargado de historia, único en sus características en Extremadura y uno de los pocos supervivientes como necrópolis hebraica medieval en España, reflejo del peso de la comunidad judía en Plasencia, ya mencionada su presencia en la ciudad en el propio fuero de 1.189 y años iniciales de fundación de la urbe, formando así parte del germen o conglomerado poblacional inicial y de la localidad, asentándose en el lugar conocido como la Mota, esquina noroccidental del recinto intramuros.
Arriba y abajo: el abandono y la dejadez en que se encuentra el parque en la actualidad ha permitido que nuevamente todo osario vaya quedando relleno de tierra y vegetación, mimetizándose lentamente las tumbas con la naturaleza donde se encuentran, de la misma manera que ocurriese tras la venta y expolio en 1.492 del único cementerio judío medieval constatado en la región de Extremadura, uno de los pocos supervivientes que de los mismos subsiste en España.
El padrón realizado en 1.290 en Huete (Cuenca) sobre la población de las juderías castellanas y el reparto o aportación fiscal que cada una de las aljamas existentes aportaba a las arcas del reino de Castilla, ha permitido valorar el hecho de que la judería placentina llegase a presentarse no sólo como la más relevante en cuanto a lo demográfico y económico de entre aquéllas ubicadas en la diócesis donde se encontraba, superando a las aljamas de Trujillo, Medellín o Béjar, sino inclusive podría promulgarse, dada su ingente contribución monetaria en comparativa con las del resto de comunidades hebreas extremeñas, como la aljama más destacada de lo que sería Extremadura a finales del siglo XIII, a una centuria de la oleada de migraciones sureñas que en la última década del siglo XIV recibiría la región. Serían los sucesos antijudíos registrados en 1.391 a lo largo de la geografía hispana la causa de dictamen de las leyes de Ayllón (Segovia) en 1.412, acordándose y estableciéndose una serie de medidas restrictivas contra judíos y mudéjares que en el caso placentino conllevaría el apartamiento absoluto de la comunidad hebrea en la judería con que la misma contaba en la ciudad, obligando a toda familia residente fuera de la Mota a alojarse en su interior, quedando el enclave cercado por un muro que, para ser diferenciado de la muralla defensiva de la urbe, sería denominado como cerca nueva. Actuales calles como la de Arenillas o la de Esparrillas se mantendrían englobadas dentro del gueto sefardita mantenido hasta 1.419, año en que la normativa restrictiva dejaría de tener efecto.
Arriba y abajo: una placa de bronce distintiva de la Red de Juderías de España-Caminos de Sefarad luce junto al Convento de San Vicente Ferrer, actual Parador de Turismo de Plasencia (arriba), señalizando la ubicación en el lugar de lo que fuese judería de la Mota o judería vieja placentina, aljama primitiva de la ciudad desde la propia fundación de la urbe en 1.186, convertida a raíz de las leyes de Ayllón de 1.412 en gueto sefardita donde quedarían englobadas actuales calles como la de Esparrillas (abajo, contigua; acceso a través del Cañón del Palacio de Mirabel), o la de Arenillas (abajo, siguientes; acceso desde la calle Zapatería), desaparecido el resto de la añeja barriada hebrea tras la adquisición por parte de los Duques de Plasencia de un gran número de fincas y viviendas ubicadas en la misma, en pro de ampliar su residencia, antiguo solar de los Almaraz y posterior Palacio de Mirabel, construyendo junto a tal mansión el Convento mencionado cuya iglesia, conocida popularmente como de Santo Domingo, sustituiría tras su confiscación la sinagoga de la ciudad, hasta entonces considerada la más grande y relevante de las existentes en Extremadura.
A partir de la tercera década del siglo XV, comenzarían los hebreos lentamente a asentarse en las cercanías de la Plaza Mayor. Cesada la normativa de apartamiento impuesta sobre la judería de la Mota, a la llegada de los Zúñiga a la ciudad como Duques de Plasencia tal rincón urbanístico se verá completamente remodelado al decidir el II Duque, D. Álvaro de Zúñiga y Guzmán, quien heredería tal título de su padre en 1.453, junto a su esposa Doña Leonor de Pimentel y Zúñiga ampliar el palacio medieval donde decidiera residir la estirpe, antiguo solar de los Almaraz conocido posteriormente como de Mirabel, expropiando a tal fin abundantes fincas e inmuebles propiedad de diversas familia judías, hasta la práctica desaparición de lo que fuese la añeja judería placentina cuando lograsen inclusive expropiar, amparados por el propio monarca Enrique IV, el edificio de la sinagoga, considerada como la más antigua y mayor de entre todas aquéllas con las que llegaría a contar la Extremadura medieval. Mientras que sobre los terrenos donde se asentaba la misma sería edificada la iglesia que complementaría el Convento de San Vicente Ferrer, erigidos ambos edificios a partir de 1.473 contiguamente al palacio ducal por deseo de Doña Leonor, legendariamente ante la resurreción milagrosa mediante invocación al recién santificado San Vicente Ferrer de su hijo Juan, fallecido tras sufrir una grave enfermedad, una sinagoga nueva tendría que ser levantada en la calle de Trujillo, centro neurálgico de la nueva judería que se consolidaría tras las nuevas normativas de apartamiento dictaminadas en las Cortes de Toledo de 1.480 por los reyes Isabel y Fernando y que, en el caso placentino, no supondría la preparación como gueto de una nueva barriada ni el levantamiento de una cerca o paredón separativo, sino el simple aglomeramiento de la comunidad hebraica de la ciudad entre tal vía y la de Zapatería, calles ya de por sí ocupadas por un gran número de familias hebreas hasta alcanzar el centenar, contabilizándose como el diez por ciento de la población con que contaría Plasencia en la segunda mitad del siglo XV. Vecinos que tendrían que vivir en 1.490 uno de los pocos episodios violentos que sobre los sefardíes se dieran en tierras extremeñas, al pretenderse por parte de la población cristiana un nuevo desplazamiento de los mismos lejano del centro del municipio, considerándose que con el compendio residencial de los hebreos en la nueva aljama no se cumplían estrictamente las medidas de aislamiento dictaminadas diez años antes.
Arriba y abajo: la céntrica calle de Zapatería (arriba), trazada entre la Plaza Mayor placentina y la plazuela de San Nicolás, abriéndose a su vez a la misma la Plaza de Ansano, formaría parte de la conocida como judería nueva, localizada entre esta vía y su paralela bautizada como de Trujillo, englobando algunas fincas de la Plaza Mayor, enclaves principales en la historia de la ciudad donde hoy en día pueden encontrase, encajadas en el suelo, una colección de placas alusivas a las familias sefardíes que allí habitaron durante el siglo XV (abajo; placas ubicadas en la calle de Zapatería), rememorando así la presencia de una comunidad hebrea en la urbe que formaría parte intrínseca del municipio, su devenir diario y su crónica más reseñada.
Aún defendidos entonces por los monarcas, dos años después los judíos placentinos, así como el resto de la comunidad hebrea no convertida al catolicismo y súbdita de los reyes españoles tendrían que hacer frente al dictamen de expulsión firmado por los Reyes Católicos el 31 de marzo de 1.492. Con el Edicto de Granada o Decreto de la Alhambra se ponía fin, si no a la presencia de sefardíes en los reinos pertenecientes a las Coronas de Castilla y Aragón dada la posibilidad de eludir la diáspora a través del bautismo, o incluso regresar al país en caso de haber abrazado la fé cristiana, sí a la práctica de una tercera cultura que, frente a la búsqueda de una completa unidad nacional cuya confesión sería la católica, se iría disolviendo, cercenada su base religiosa aunque subsistentes ciertas costumbres caladas entre la población, hasta el punto de sólo poder intuir la preservación de sangre sefardí entre gran parte de la población actual española, heredada de aquellos hebreos que prefirieron renunciar a sus creencias antes que dejar atrás su tierra, pero poder confirmar sin embargo y sin duda el peso de la huella judía en la cultura de nuestro país.
Arriba y abajo: alcanzado el año 1.419, diversas familias hebreas comenzarían a asentarse con el paso del tiempo en diversas fincas ubicadas en la Plaza Mayor de la ciudad (arriba), cesada la normativa que imponía el aglomeramiento de los judíos placentinos en la aljama de la Mota, ocupando poco a poco a su vez una amplia variedad de viviendas entre las calles de Zapatería y de Trujillo, germen de lo que posteriormente sería la judería nueva de Plasencia, recordados algunos de los vecinos sefardíes que residieron en el punto neurálgico por excelencia de la ciudad a través de una serie de placas que rememoran los enclaves donde éstos residían, localizadas tanto en el flanco occidental como en las cercanías de la Casa Consistorial, así como en la calleja que comunica esta plaza con la de San Martín, al oeste de la misma.
Formando parte de la Red de Juderías de España, Plasencia se cuenta junto a las también extremeñas Cáceres y Hervás entre las diecinueve localidades integrantes de los Caminos de Sefarad. La conservación de parte del entramado urbanístico de sus juderías, la puesta en valor de la histórica presencia de familias sefardíes en la ciudad y su peso en el devenir de la urbe, recordadas a través de una colección de placas que, encajadas en el suelo de las calles que componían la judería nueva señalan los puntos donde residían, así como la conservación de una sección del que fuese el cementerio medieval con que contaría la comunidad hebrea placentina, único en Extremadura y uno de los pocos subsistentes en el país, le hacen merecedera a la ciudad de tal privilegio. Desde Extremadura: caminos de cultura invitamos al lector a descubrir in situ tal legado histórico y cultural, ofreciendo a la par junto a estas letras un álbum fotográfico centrado en el cementerio judío placentino cumplimentado con imágenes de lo que fueran sendas juderías de la ciudad del Jerte, así como del grupo de placas que recuerdan a las familias hebreas que allí tuvieron su hogar. Vecinos que marcharon, placentinos de entre los cuales algunos permanecieron bautizados o regresaron convertidos a la fé de sus conciudadanos. En definitiva, extremeños que contribuyeron al devenir de Plasencia tanto como a crear nuestra región, escribiendo la historia de nuestra propia tierra.
Arriba y abajo: desplazándose desde la judería de la Mota a la Plaza Mayor, así como a cercanas calles anexas a ésta tales como la de Zapatería o la de Trujillo (arriba), los judíos placentinos decidieron abandonar la aljama primitiva cesada la orden de aglomeramiento en la misma hasta el punto de quedar este barrio prácticamente deshabitado, aprovechada esta situación por los Duques de Plasencia con el fin de ampliar su palacio residencial, construyendo a su vez un convento contiguo al mismo para cuyo levantamiento se llegaría a confiscar inclusive la sinagoga mayor que allí se ubicaba, expropiación masiva que supondría, tras el establecimiento de una nueva normativa de aglutinamiento y separación del pueblo judío del resto de ciudadanos dictaminada por las Cortes de Toledo en 1.480, la creación de una judería nueva en derredor de la calle Trujillo, convertida en centro neurálgico del gueto sefardita posiblemente por abrirse allí la reciente sinagoga de la comunidad, recordada junto a la presencia de diversas familias hebreas en la zona a través de una colección de placas frente al punto donde las añejas casas judías se levantaban (abajo), ocupado hoy en día el solar de la sinagoga por el Palacio de Carvajal.
Arriba: a pesar de conocerse su existencia desde antiguo, no sería hasta el año 2.009 cuando se pusiera en valor el cementerio sefardí de Plasencia, más conocido como cementerio judío del Berrocal, adecuándose los restos de la antigua necrópolis salvados de la urbanización como parque arqueológico en un proyecto que, sin embargo, no llegaría a completarse, denunciado en diversas ocasiones el estado de abandono del añejo camposanto, víctima habitual del vandalismo.
Abajo: expandido originalmente por toda la zona del Berrocal placentino, colina granítica ubicada al Norte de la muralla defensiva de la ciudad y encajonada entre el río Jerte y los arcos de San Antón, a la llegada de los años 80 del pasado siglo serían vendidos los terrenos de titularidad pública en pro de la urbanización y el crecimiento de la ciudad, sacrificándose para ello una amplia porción de lo que fuera el camposanto hebreo hasta que, alarmada cierta parte de la ciudadanía por la desaparición del histórico enclave, se lograsen salvar las estribaciones más occidentales del mismo donde restan una cuarentena de sepulcros, enterramientos localizados gracias a las intervenciones arqueológicas, una veintena de ellos deescubribles a simple vista, horadados en la roca a modo individual o en grupo.
Con apenas cuatro meses de plazo para abandonar la tierra que les vio nacer, todo sefardí que no abrazase la religión católica se veía obligado a deshacerse apresuradamente de todos aquellos bienes que no pudiera llevar consigo, especialmente los inmuebles, malvendidos en la mayoría de los casos ante el temor de perderlos sin poder obtener por ellos contraprestación alguna. No sólo se intentarían enajenar las posesiones a título personal. También para el patrimonio comunitario se pretendería formalizar un traspaso en la propiedad, saliendo a la venta sinagogas, baños, espacios rituales y cementerios donde los nuevos dueños podrían disfrutar en la mayoría de los casos tanto de los solares donde de ubicaban como de los edificios o recursos allí depositados. Si la transacción no se formalizaba, el espacio quedaría a merced de las autoridades cristianas, ocupándose los terrenos en los más de los casos por la nobleza y fundamentalmente por la Iglesia, con el beneplácito de los monarcas que, en pro de instaurar la unidad religiosa capitaneada por el catolicismo, vería con buenos ojos la conversión de las tierras antes ocupadas por otras confesiones, a la fé que ellos consideraban única y verdadera.
Arriba y abajo: labrados en su mayoría sobre los múltiples berruecos que pueblan la colina granítica del Berrocal, siguiendo una tendencia ya vista en otros cementerios judíos medievales, como es en el caso segoviano, los sepulcros sefardíes conservados en Plasencia muestran, tanto en los casos individuales (arriba) como en los grupales (abajo), un mismo diseño de tallado antropomorfo a manera de tumba trapezoidal amplia en los hombros, orientados los pies hacia el Este o Jerusalén y horadada para la cabeza una caja anexa, sellado cada osario con lápida pétrea encajonada entre bordes esculpidos para tal fin.
Mientras que los espacios urbanos eran mudados a casas particulares, palacios, iglesias o conventos, el hecho de estar ubicados a las afueras de toda población, mayormente en lugares escarpados y rocosos, hizo que un gran número de cementerios judíos no fueran considerados óptimas oportunidades de inversión, quedando no sólo sin comprador sino inclusive desasistidos y relegados en su mayoría al olvido. Si bien algunos eran cedidos a las autoridades bajo claúsulas estrictas de no edificación en pro de preservar la sacralidad del terreno y el respeto por las tierras donde descansaban los antepasados de los desterrados, como en el caso vitoriano de Judimendi, otras necrópolis se verían abandonadas, expoliadas sus lápidas con permiso gubernamental para ser reutilizadas en edificios de nueva construcción, mimetizándose y fundiéndose sus tumbas con una naturaleza que los engullía si el terreno no era productivamente apto, restando con el paso de los siglos tan sólo de ellos un recuerdo en forma de toponimia, nombrando cerros, como en la colina barcelonesa de Montjuic, así como solares donde la promoción urbanística, en caso de no haberse extinguido por completo lo que fuese camposanto, sería la encargada de rescatar de la postergación los osarios ya borrados del paisaje de aquellos antiguos vecinos sefardíes, descubiertas y desenterradas, como en Ávila o Toledo, a raíz de alguna roturación constructiva. Pocas excepciones podrán presumir de haber vencido el paso del tiempo ofreciéndose aún hoy en día, aunque inservibles, como las necrópolis que un día estuvieran en uso por parte de cierto porcentaje de la población de la localidad a la que servían. Así, el empleo de la roca madre como base de las sepulturas, sumado a la titularidad pública de los enclaves, permitirían la conservación de los antaño cementerios en localidades como Segovia o Plasencia. En la primera de ellas, la presencia y persistencia de los sepulcros hebreos excavados en la piedra llevaría a conocer el monte donde se asentaba la necrópolis judeo-segoviana como Cuesta de los Hoyos, más tarde llamado el Pinarillo desde la repoblación con este árbol de tal zona verde aledaña a la ciudad. En Plasencia, por su lado, sería la naturaleza granítica de la zona la que llevase a nombrar el enclave sencillamente como el Berrocal, y a la necrópolis allí existente como cementerio judío placentino.
Arriba: alojados desde la fundación de la ciudad en el enclave conocido como la Mota, esquina noroccidental del recinto intramuros placentino, desde la propia judería, hoy en día ocupada por el Convento de San Vicente Ferrer, actual Parador de Turismo, podían atisbar los hebreos su camposanto, escogido el Berrocal como enclave de ubicación de la necrópolis por cumplir diversos requisitos dictaminados por el Talmud en cuanto a materia de enterramientos, al estar los terrenos vírgenes en pendiente o poder acceder a los mismos directamente desde la puerta de Berrozanas sin necesidad de discurrir los enterramientos por el resto de la ciudad, amplio cementerio que sería vendido el 21 de mayo de 1.492 a raíz del Edicto de Granada dentro del periodo de expulsión de la comunidad judía de los reinos de las Coronas de Castilla y Aragón, formalizada la venta entre la aljama de Plasencia en la figura de Yuçé Caçes y el cabildo de la catedral en la de Diego de Jerez, acordándose un precio de 400 reales de plata en un traspaso constatado por testigos tales como el rabí Yuçé Abenabibe o el escribano rabí Abrahan.
Abajo: aspecto presentado en la actualidad por algunos de los osarios conservados entre los vestigios del cementerio judío de Plasencia, labrados sobre los berruecos que afloran sobre la vega del río Jerte en su margen derecho, río abajo del medieval puente de San Lázaro.
Dada la ubicación de la inicial judería placentina en el lado noroccidental de la ciudad intramuros, sería escogido como terreno para establecer el camposanto hebreo la colina que frente a ellos, erigiéndose al norte de la muralla y abrazada en su falda de poniente por el río Jerte, se erguía surtida de infinidad de berruecos. Si bien la naturaleza del entorno permitiría la labra de los osarios sobre la roca granítica, la elección del lugar respondía más bien a las propias ordenanzas y costumbres judías relacionadas con el enterramiento y dictaminadas por el Talmud, ofreciéndose como solar virgen y en pendiente, orientado hacia Jerusalén y con acceso directo desde la judería a través de la conocida como Puerta de Berrozanas, facilitando así que los enterramientos no tuviesen que discurrir por el resto de la ciudad. El monte, además, quedaba bastante cercano a la población y vigilado visualmente desde el barrio que los sefardíes placentinos dieron desde la fundación de la ciudad en habitar, sin dejar de respetarse sin embargo los cincuenta pasos que entre la necrópolis y la última vivienda habitada debían de guardarse.
La mención al cementerio de Plasencia, cuya existencia ya de por sí expondría la relevancia dentro del reino de la aljama de esta ciudad al no contar las comunidades hebreas de otras muchas poblaciones con camposanto propio, se hace constante durante toda la etapa medieval de la urbe, si bien se desconocen datos más precisos de la necrópolis tales como el número de enterramientos que llegaría a acoger permitiéndonos hacernos una idea de la magnitud que pudo llegar a alcanzar el mismo. Las reseñas se multiplican, sin embargo, a finales del siglo XV, coincidiendo y en clara relación con la expulsión del pueblo hebreo de los reinos españoles. Partiendo de la venta del solar en 1.492, sería la misma quebrantada pocos meses después, en noviembre de tal año, por los propios Reyes Católicos al donar como ayuda para el levantamiento del convento de san Vicente Ferrer, fundado por bula papal de Paulo II en 1.464 y cuyas obras no se iniciasen hasta conseguir para ello bula de Sixto IV en 1.473, toda piedra y ladrillo que en la inutilizada necrópolis se hallase pese a ser por contrato pertenencia ya del cabildo placentino, repitiéndose un hábito que los monarcas acababan de poner en uso a lo largo de sus dominios, autorizando que losas y lápidas hebreas fueran reutilizadas en la erección de los edificios entonces en construcción, vendiéndose a privados o dispensándose a órdenes religiosas.
Arriba y abajo: asomando sobre la cuesta de subida al Berrocal, nacida desde la placentina calle de Juan Vázquez, un amplio berrueco ha logrado subsistir al expolio granítico al que fuese sometido el lugar una vez abandonada la necrópolis y cedido su uso como cantera pública al aire libre, presentándose como la base de más de diez osarios, la práctica mitad de los sepulcros hoy en día visibles y visitables, conformando una auténtica necrópolis hebrea en sí misma.
Alcanzado el año 1.496, será otra vez el deán don Diego de Jerez quien formalizará un nuevo contrato de venta del cementerio judío, siendo esta vez el comprador el propio consistorio de la ciudad. En 1.510 figuraría el enclave como uno más de los baldíos del ayuntamiento. La colina granítica sobre la que se ubicaba el osario, expandida a lo largo y frente al lienzo septentrional de la muralla de la ciudad, encajonada entre el río Jerte tras su paso bajo el puente de San Lázaro y los arcos del conocido como acueducto de San Antón, se afianzaría en su uso como cantera pública y a cielo abierto, ya permitido tal empleo sobre los contornos desde que la totalidad del enclave fuera otorgada a la urbe por el propio monarca fundador de la población, Alfonso VIII, a través del fuero que formalizaba la creación en 1.186 de la misma, redactado tres años después. Destinados los berruecos fundamentalmente a la extracción de piedras encaminadas a convertirse en ruedas de molino, poco a poco muchos de los canchales y afloraciones pétreas donde antes los hebreos habían horadado aquellos sepulcros en los cuales poder depositar en su descanso final los cadáveres de sus familiares y conocidos, serían cincelados y desvirtuados. El olvido, la dejadez y la naturaleza se encargarían de ocultar otras muchas sepulturas más. Llegado el siglo XIX, el cronista placentino Alejandro Matías Gil, nacido en 1.829 en la ciudad jerteña, señalaría en 1.877 a través de su obra dedicada a la historia de Plasencia "Las siete centurias de la ciudad de Alfonso VIII" la persitencia de unos veintitantos osarios en la zona del Berrocal. Similar número es el de los enterramientos que pueden observarse a simple vista hoy en día. Excavados en la roca en forma de ataúd trapezoidal antropomorfo, con caja anexa para la cabeza y orientados los pies hacia el levante o Jerusalem, siguiendo la costumbre hebrea ideada en pro de poder mirar todo exiliado o judío en diáspora de frente la ciudad de Dios el día en que se alcanzase la supuesta resurreción final, quedaría el enterramiento sellado con lápida o losa sepulcral encajada entre los bordes que para tal fin se labraban en derredor del osario.
Arriba y abajo: vista detallada de los osarios más occidentales hallados dentro del gran cúmulo que de ellos aparece labrado superando la decena en el mismo berrueco sureño, rellenos en su mayoría de tierra y vegetación pudiéndose observar en otros la caja anexa horadada dentro de la roca para acoger la cabeza del difunto (arriba), así como el bordeado esculpido en pro de poder encajar sobre la sepultura la lápida sepulcral que mantuviera sellada la tumba (abajo, contiguo), desaparecida la totalidad de estas losas tras la venta y desacralización del camposanto, reutilizadas en la construcción del Convento de San Vicente Ferrer por mandado expreso de los propios Reyes Católicos.
Sin embargo, el cementerio conocido en la centuria decimonónica no sería el restante en la actualidad. Alcanzados los años 80 del siglo XX, el crecimiento de la ciudad y la especulación urbanística llevaron a la venta de la mayor parte de los terrenos que comprendían este histórico monte granítico, erigiéndose barrios y urbanizaciones que lentamente fueron comiéndose el terreno y destruyendo definitivamente los restos de la necrópolis medieval. No sería hasta 1.999 cuando se diese la voz de alarma, salvándose de la extinción la estribación más occidental de la colina, erigida sobre la vega del río en el margen derecho del mismo. En 2.007 volvería a pasar a manos del consistorio placentino, interesándose tanto el estudio del enclave como la intervención arqueológica sobre el mismo, bajo la idea de convertir el lugar en parque arqueológico a través del cual ofrecer al visitante un paseo in situ por un paradero cargado de historia, único en sus características en Extremadura y uno de los pocos supervivientes como necrópolis hebraica medieval en España, reflejo del peso de la comunidad judía en Plasencia, ya mencionada su presencia en la ciudad en el propio fuero de 1.189 y años iniciales de fundación de la urbe, formando así parte del germen o conglomerado poblacional inicial y de la localidad, asentándose en el lugar conocido como la Mota, esquina noroccidental del recinto intramuros.
Arriba y abajo: el abandono y la dejadez en que se encuentra el parque en la actualidad ha permitido que nuevamente todo osario vaya quedando relleno de tierra y vegetación, mimetizándose lentamente las tumbas con la naturaleza donde se encuentran, de la misma manera que ocurriese tras la venta y expolio en 1.492 del único cementerio judío medieval constatado en la región de Extremadura, uno de los pocos supervivientes que de los mismos subsiste en España.
El padrón realizado en 1.290 en Huete (Cuenca) sobre la población de las juderías castellanas y el reparto o aportación fiscal que cada una de las aljamas existentes aportaba a las arcas del reino de Castilla, ha permitido valorar el hecho de que la judería placentina llegase a presentarse no sólo como la más relevante en cuanto a lo demográfico y económico de entre aquéllas ubicadas en la diócesis donde se encontraba, superando a las aljamas de Trujillo, Medellín o Béjar, sino inclusive podría promulgarse, dada su ingente contribución monetaria en comparativa con las del resto de comunidades hebreas extremeñas, como la aljama más destacada de lo que sería Extremadura a finales del siglo XIII, a una centuria de la oleada de migraciones sureñas que en la última década del siglo XIV recibiría la región. Serían los sucesos antijudíos registrados en 1.391 a lo largo de la geografía hispana la causa de dictamen de las leyes de Ayllón (Segovia) en 1.412, acordándose y estableciéndose una serie de medidas restrictivas contra judíos y mudéjares que en el caso placentino conllevaría el apartamiento absoluto de la comunidad hebrea en la judería con que la misma contaba en la ciudad, obligando a toda familia residente fuera de la Mota a alojarse en su interior, quedando el enclave cercado por un muro que, para ser diferenciado de la muralla defensiva de la urbe, sería denominado como cerca nueva. Actuales calles como la de Arenillas o la de Esparrillas se mantendrían englobadas dentro del gueto sefardita mantenido hasta 1.419, año en que la normativa restrictiva dejaría de tener efecto.
Arriba y abajo: una placa de bronce distintiva de la Red de Juderías de España-Caminos de Sefarad luce junto al Convento de San Vicente Ferrer, actual Parador de Turismo de Plasencia (arriba), señalizando la ubicación en el lugar de lo que fuese judería de la Mota o judería vieja placentina, aljama primitiva de la ciudad desde la propia fundación de la urbe en 1.186, convertida a raíz de las leyes de Ayllón de 1.412 en gueto sefardita donde quedarían englobadas actuales calles como la de Esparrillas (abajo, contigua; acceso a través del Cañón del Palacio de Mirabel), o la de Arenillas (abajo, siguientes; acceso desde la calle Zapatería), desaparecido el resto de la añeja barriada hebrea tras la adquisición por parte de los Duques de Plasencia de un gran número de fincas y viviendas ubicadas en la misma, en pro de ampliar su residencia, antiguo solar de los Almaraz y posterior Palacio de Mirabel, construyendo junto a tal mansión el Convento mencionado cuya iglesia, conocida popularmente como de Santo Domingo, sustituiría tras su confiscación la sinagoga de la ciudad, hasta entonces considerada la más grande y relevante de las existentes en Extremadura.
A partir de la tercera década del siglo XV, comenzarían los hebreos lentamente a asentarse en las cercanías de la Plaza Mayor. Cesada la normativa de apartamiento impuesta sobre la judería de la Mota, a la llegada de los Zúñiga a la ciudad como Duques de Plasencia tal rincón urbanístico se verá completamente remodelado al decidir el II Duque, D. Álvaro de Zúñiga y Guzmán, quien heredería tal título de su padre en 1.453, junto a su esposa Doña Leonor de Pimentel y Zúñiga ampliar el palacio medieval donde decidiera residir la estirpe, antiguo solar de los Almaraz conocido posteriormente como de Mirabel, expropiando a tal fin abundantes fincas e inmuebles propiedad de diversas familia judías, hasta la práctica desaparición de lo que fuese la añeja judería placentina cuando lograsen inclusive expropiar, amparados por el propio monarca Enrique IV, el edificio de la sinagoga, considerada como la más antigua y mayor de entre todas aquéllas con las que llegaría a contar la Extremadura medieval. Mientras que sobre los terrenos donde se asentaba la misma sería edificada la iglesia que complementaría el Convento de San Vicente Ferrer, erigidos ambos edificios a partir de 1.473 contiguamente al palacio ducal por deseo de Doña Leonor, legendariamente ante la resurreción milagrosa mediante invocación al recién santificado San Vicente Ferrer de su hijo Juan, fallecido tras sufrir una grave enfermedad, una sinagoga nueva tendría que ser levantada en la calle de Trujillo, centro neurálgico de la nueva judería que se consolidaría tras las nuevas normativas de apartamiento dictaminadas en las Cortes de Toledo de 1.480 por los reyes Isabel y Fernando y que, en el caso placentino, no supondría la preparación como gueto de una nueva barriada ni el levantamiento de una cerca o paredón separativo, sino el simple aglomeramiento de la comunidad hebraica de la ciudad entre tal vía y la de Zapatería, calles ya de por sí ocupadas por un gran número de familias hebreas hasta alcanzar el centenar, contabilizándose como el diez por ciento de la población con que contaría Plasencia en la segunda mitad del siglo XV. Vecinos que tendrían que vivir en 1.490 uno de los pocos episodios violentos que sobre los sefardíes se dieran en tierras extremeñas, al pretenderse por parte de la población cristiana un nuevo desplazamiento de los mismos lejano del centro del municipio, considerándose que con el compendio residencial de los hebreos en la nueva aljama no se cumplían estrictamente las medidas de aislamiento dictaminadas diez años antes.
Arriba y abajo: la céntrica calle de Zapatería (arriba), trazada entre la Plaza Mayor placentina y la plazuela de San Nicolás, abriéndose a su vez a la misma la Plaza de Ansano, formaría parte de la conocida como judería nueva, localizada entre esta vía y su paralela bautizada como de Trujillo, englobando algunas fincas de la Plaza Mayor, enclaves principales en la historia de la ciudad donde hoy en día pueden encontrase, encajadas en el suelo, una colección de placas alusivas a las familias sefardíes que allí habitaron durante el siglo XV (abajo; placas ubicadas en la calle de Zapatería), rememorando así la presencia de una comunidad hebrea en la urbe que formaría parte intrínseca del municipio, su devenir diario y su crónica más reseñada.
Aún defendidos entonces por los monarcas, dos años después los judíos placentinos, así como el resto de la comunidad hebrea no convertida al catolicismo y súbdita de los reyes españoles tendrían que hacer frente al dictamen de expulsión firmado por los Reyes Católicos el 31 de marzo de 1.492. Con el Edicto de Granada o Decreto de la Alhambra se ponía fin, si no a la presencia de sefardíes en los reinos pertenecientes a las Coronas de Castilla y Aragón dada la posibilidad de eludir la diáspora a través del bautismo, o incluso regresar al país en caso de haber abrazado la fé cristiana, sí a la práctica de una tercera cultura que, frente a la búsqueda de una completa unidad nacional cuya confesión sería la católica, se iría disolviendo, cercenada su base religiosa aunque subsistentes ciertas costumbres caladas entre la población, hasta el punto de sólo poder intuir la preservación de sangre sefardí entre gran parte de la población actual española, heredada de aquellos hebreos que prefirieron renunciar a sus creencias antes que dejar atrás su tierra, pero poder confirmar sin embargo y sin duda el peso de la huella judía en la cultura de nuestro país.
Arriba y abajo: alcanzado el año 1.419, diversas familias hebreas comenzarían a asentarse con el paso del tiempo en diversas fincas ubicadas en la Plaza Mayor de la ciudad (arriba), cesada la normativa que imponía el aglomeramiento de los judíos placentinos en la aljama de la Mota, ocupando poco a poco a su vez una amplia variedad de viviendas entre las calles de Zapatería y de Trujillo, germen de lo que posteriormente sería la judería nueva de Plasencia, recordados algunos de los vecinos sefardíes que residieron en el punto neurálgico por excelencia de la ciudad a través de una serie de placas que rememoran los enclaves donde éstos residían, localizadas tanto en el flanco occidental como en las cercanías de la Casa Consistorial, así como en la calleja que comunica esta plaza con la de San Martín, al oeste de la misma.
Formando parte de la Red de Juderías de España, Plasencia se cuenta junto a las también extremeñas Cáceres y Hervás entre las diecinueve localidades integrantes de los Caminos de Sefarad. La conservación de parte del entramado urbanístico de sus juderías, la puesta en valor de la histórica presencia de familias sefardíes en la ciudad y su peso en el devenir de la urbe, recordadas a través de una colección de placas que, encajadas en el suelo de las calles que componían la judería nueva señalan los puntos donde residían, así como la conservación de una sección del que fuese el cementerio medieval con que contaría la comunidad hebrea placentina, único en Extremadura y uno de los pocos subsistentes en el país, le hacen merecedera a la ciudad de tal privilegio. Desde Extremadura: caminos de cultura invitamos al lector a descubrir in situ tal legado histórico y cultural, ofreciendo a la par junto a estas letras un álbum fotográfico centrado en el cementerio judío placentino cumplimentado con imágenes de lo que fueran sendas juderías de la ciudad del Jerte, así como del grupo de placas que recuerdan a las familias hebreas que allí tuvieron su hogar. Vecinos que marcharon, placentinos de entre los cuales algunos permanecieron bautizados o regresaron convertidos a la fé de sus conciudadanos. En definitiva, extremeños que contribuyeron al devenir de Plasencia tanto como a crear nuestra región, escribiendo la historia de nuestra propia tierra.
Arriba y abajo: desplazándose desde la judería de la Mota a la Plaza Mayor, así como a cercanas calles anexas a ésta tales como la de Zapatería o la de Trujillo (arriba), los judíos placentinos decidieron abandonar la aljama primitiva cesada la orden de aglomeramiento en la misma hasta el punto de quedar este barrio prácticamente deshabitado, aprovechada esta situación por los Duques de Plasencia con el fin de ampliar su palacio residencial, construyendo a su vez un convento contiguo al mismo para cuyo levantamiento se llegaría a confiscar inclusive la sinagoga mayor que allí se ubicaba, expropiación masiva que supondría, tras el establecimiento de una nueva normativa de aglutinamiento y separación del pueblo judío del resto de ciudadanos dictaminada por las Cortes de Toledo en 1.480, la creación de una judería nueva en derredor de la calle Trujillo, convertida en centro neurálgico del gueto sefardita posiblemente por abrirse allí la reciente sinagoga de la comunidad, recordada junto a la presencia de diversas familias hebreas en la zona a través de una colección de placas frente al punto donde las añejas casas judías se levantaban (abajo), ocupado hoy en día el solar de la sinagoga por el Palacio de Carvajal.
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