Documentado queda a través del
llamado Censo de Godoy, elaborado en 1.797, que a finales del siglo
XVIII, apenas varias décadas antes de la firma de las órdenes de
exclaustración y desamortización de los bienes eclesiásticos que
durante la primera mitad del siglo XIX cambiarían drásticamente el
mapa clerical español, que en los últimos años del Antiguo Régimen
en Extremadura, un 80 % del clero regular de la región profesaba
bajo la Orden de San Francisco. Este alto porcentaje reflejaba no
sólo la gran vinculación y arraigo que la Orden fundada por el
santo de Asís había desarrollado en tierras extremeñas, sino que
además se presentaba como resultado de un progresivo aumento
cuantitativo del número de hermanos afiliados a tal hermandad
religiosa presentes en la región, derivando su implantación
inicial, fechada el siglo XIII con la construcción del convento de
San Francisco en Plasencia, en toda una amalgama de cenobios y
monasterios presentes en todas las comarcas y que cubrirían la
práctica totalidad del territorio de Extremadura, englobados sus
hermanos, amén de las féminas de la segunda Orden y los Terciarios,
tanto en las ramas conventual y observante de la primera Orden, así
como en la descalcez, cuyo origen se inició por fray Juan de
Guadalupe, reforzado por San Pedro de Alcántara, justamente en esta
tierra.
Arriba: el Convento de Nuestra Señora de los Ángeles, también conocido como de la Moheda, presenta una estructura familiar a la de otros cenobios franciscanos, con templo erigido en la zona norte y cabecero del mismo mirando al oriente, cuyo conjunto monacal unido al lado de la epístola de la iglesia, aparece centrado por un claustro al que conectan la mayoría de las dependencias, tanto de la planta baja como del piso alto, tal y como podemos observar en el esquema elaborado sobre el inmueble por Rubén Núñez, autor del blog Cáceres al detalle, con quien Extremadura: caminos de cultura visitó el lugar y ha querido colaborar en una doble publicación conjunta, en pro de la promoción y divulgación de este olvidado monumento.
Arriba y abajo: fundado en 1.492 por hermanos franciscanos de la Tercera Orden Regular, el convento de Moheda fue rehabilitado por los franciscanos observantes estando una vez el edificio bajo su mandato a partir de 1.587, ampliando éstos, entre otras estructuras, el templo del lugar, alargándolo en su cabecero, dotándolo de capillas laterales y ornamentándolo con nueva portada que, junto al edificio de misioneros anexo, siguen conformando, a pesar del abandono, la actual imagen de presentación del cenobio ante el visitante que se acerca al enclave.
Abajo: además de las obras efectuadas en el recinto sacro, los frailes de la Observancia ampliaron, tras su llegada al convento a finales del siglo XVI, el propio conjunto monacal, dotándolo de nuevo claustro, amurallando e intregrando la huerta, y multiplicando las celdas que ocuparían una planta superior, hoy en día semidesaparecida pero cuyos ventanales aún sobreviven abiertos en flancos externos, como el oriental.
La Orden franciscana encontraba en
Extremadura características propias que conjugaban plenamente con
las bases religiosas y fundacionales dictadas por el Patriarca
italiano. No obstante, el propio San Francisco había visitado la
región, entre los años 1.213 y 1.214 cuando, de regreso de su
peregrinación a Santiago de Compostela y encaminándose hacia el Sur
por tierras portuguesas, se adentró en la Sierra de Gata,
identificando alguno de sus rincones como los más ideales para
erigir eremitorios donde poner en práctica la vida eremítica que
pregonaba. Triunfaba entre las bases franciscanas una pobreza que
sería bien vista y respaldada por un pueblo históricamente humilde.
Las ansias tradicionales del franciscanismo hacia el recogimiento, en
búsqueda de la meditación y la oración, se verían premiadas en
tierras extremeñas con la abundancia de enclaves retirados en plena
comunión y vinculación con la naturaleza, donde poder sentir la
grandeza del Creador frente a la pequeñez del ser humano. Invitados
por tales virtudes del terreno, elevarían paulatinamente con el paso
de las centurias, y fundamentalmente en el siglo XVI, un ingente
número de moradas fraternales.
Arriba: la nueva portada con que los hermanos observantes ornamentaron el acceso desde el lado del evangelio al templo del convento, respondería a un diseño retabilístico compuesto de dos cuerpos horizontales y tres calles en vertical, siendo las dos externas concebidas no sólo como pilares, sino también como contrafuertes con los que sostener el muro y el empuje de los arcos y bóvedas del interior de la iglesia.
Arriba: sobre el arco de medio punto que da entrada, el cuerpo o piso superior del retablo que compone la portada presenta en su calle central y bajo un arco carpanel, una hornacina avenerada flanqueda por volutas que, en su coronamiento y bajo resolución imaginativa, amolda por falta de espacio tanto la cruz como los florones en relieve que la culminan a la arquitectura de la composición.
Abajo: calles y pisos de la portada retabilística figuran marcados en su delineamiento por pilastras verticales y cornisas que, a su vez y junto a paredes y muros, se ofrecen como lienzos sobre el que mostrar una rica serie de esgrafiados que se prolongan a lo largo del exterior del conjunto.
Arriba: escrita en la cornisa que cierra el cuerpo inferior de la primera calle o pilar izquierdo de la portada, puede aún leerse la palabra "MISSIONEROS", en clara alusión a la escuela o seminario de misiones que en el siglo XVIII y durante más de treinta años tuvo asentamiento en el lugar.
Abajo: la espadaña del convento, levantada sobre el muro del evangelio del templo, sigue mostrando su estructura en base a doble arcada de medio punto, coronada con volutas y trío de florones terminados en bolas, callada desde que fuese despojada de sus campanas tras la expulsión de los frailes que habitaban el cenobio a raíz de la Orden de Exclaustración de 1.835.
La forma de vida de los
franciscanos, sin embargo, dependía de la familia a la que, dentro
de la misma y única Órden inicial, pertenecían los hermanos. La
forma de entender las doctrinas establecidas por la santa figura
precursora había dado origen, ya desde los inicios del
franciscanismo, a una clara división entre los partidarios de vivir
la Regla imitando plenamente la vida humilde y espiritual ofrecida
por San Francisco, observando radicalmente el Evangelio, y quienes,
por el contrario, preferían seguir al italiano completamente
institucionalizados, mirando hacia lo mundano y el día a día,
adaptándose al devenir de los tiempos. Serían conocidos los
primeros como observantes, mientras que los segundos recibirían el
apelativo de conventuales. La clara diferencia entre la más mundanal
visión de la Conventualidad, y la más espiritual vida religiosa de
la Observancia, quedaría posteriomente marcada por la descalcez,
surgida dentro de la Observancia como respuesta a una relajación en
la humildad y espiritualidad de ésta. No dejarían sin embargo
ninguna de las familias, aún separadas formalmente en dos distintas
Órdenes de Frailes Menores, en tomar como bases las más principales
ideas esgrimidas por San Francisco. Igualmente, observantes y
descalzos, pese a las críticas recibidas recíprocamente por ambas
tendencias en sus primeros años de convivencia, intentarían imitar
el seguimiento evangélico dictado por su canonizado fundador. De
esta manera, y a pesar de mostrar variados monasterios observantes
templos de riqueza arquitéctonica y cenobios de amplias
dependencias, ubicándose muchos de ellos tanto en los centros
urbanos como en los arrabales de las localidades de acogida, no
faltarían aquellos edificios que, hermanados en cierta medida con
los erigidos por los descalzos, se enclavarían en retirados rincones
de escasa presencia humana, donde poder llevar a cabo una vida de
recogimiento que recortase diferencias entre la rama original y la
que, huyendo de su corrupción, se originase a raíz de ellos.
Arriba y abajo: vista general, desde los pies del templo, del interior del recinto sacro del convento de la Moheda, de única nave y tres tramos que, en su cabecero, muestra la capilla mayor bajo una llamativa bóveda avenerada (abajo).
Arriba: de los tres tramos más cabecero que componen la iglesia conventual, conservan su cerramiento en bóvedas delimitadas por arcos de medio punto los dos espacios más cercanos al altar mayor, de cañón sobre lunetos edificados con ladrillo posteriormente lucidos y esgrafiados.
Arriba y abajo: el tramo cercano a los pies del santuario, de mayor largo que sus predecesores, no conserva su cerramiento pero sí los arcos escarzanos que sostendrían el coro que ocuparía este espacio sacro, sustentados por pilares adosados a los muros sobre los que descansarían las bóvedas de arista que le darían ser (abajo).
Mientras que los conventos de San
Francisco de Cáceres, sus homónimos trujillano o frexnense, o el de
San Antonio de Padua en Garrovillas de Alconétar, entre otros muchos
ejemplos extremeños, se muestran como destacados monumentos legados
por la rama de la Observancia a las localidades donde fueron
edificados, no faltan otros cenobios observantes cuya silueta no
sobresaldría entre caseríos y murallas, sino, como en la mayoría
de los casos descalzos, entre encinares y bosques, valles y montañas,
como sería el caso del convento de San Bartolomé, en las afueras de
Alcántara, y mucho más llamativamente el de Nuestra Señora de los
Ángeles, también conocido como de Moheda, en las cercanías de la
pedanía cañaveraliega de Grimaldo.
No sería construido ni iniciado,
sin embargo, el convento de Moheda por los hermanos franciscanos
observantes. Por el contrario, tal labor sería llevada a cabo en
1.492 por un escaso número de frailes franciscanos Terciarios que,
atendiendo al llamamiento papal hacia la reedificación de una
apartada ermita, acudieron al lugar. Se enclavaba esta humilde
capilla, ya conocida en las últimas décadas del medievo, entre
Grimaldo y Mirabel, acogiendo en su interior una mariana talla que
daba nombre al sacro recinto. La Virgen de Moheda, a su vez, tomaba
por apelativo aquel que hacía referencia a la abundante vegetación
que en tan umbría serranía hacía del lugar un paisaje sobrecogedor
al que los habitantes de poblaciones cercanas acudían a orar frente
a la Madre de Dios. Serían fray Juan de la Moheda, fray Álvaro de
Morales y fray Juan de Medina, pertenecientes a la Tercera Orden
Regular de San Francisco, quienes atenderían al escrito expedido
desde Roma en 1.491, a través del cual se llamaba a la reparación y
conservación del humilde templo. La rama Terciaria, a la que éstos
hermanos pertenecían, acogía desde su fundación en tiempos del
propio San Francisco a aquéllos quienes, deseando seguir las
doctrinas del santo, mantuvieran impedimentos que no les permitiesen
ingresar en ninguna de las otras ramas franciscanas. En un número
ínfimo en comparación con los observantes o los conventuales, los
hermanos terciarios lograrían establecerse en Extremadura acogidos a
dos cenobios. Tras rehabilitar la ermita de Moheda, y fallecido fray
Juan de la Moheda, sus dos hermanos lograrían obtener permiso papal
para edificar un convento anexo, en 1.492. En 1.517 se fundaría, por
su parte, el de Santiago, o Santiago Moncalvo, en Acebo.
Arriba y abajo: tras una centuria trascurrida desde que se llevaran a cabo las obras de remodelación de la iglesia del convento de Moheda, una capilla sería abierta a finales del siglo XVII en el tramo central del muro del evangelio donde, por mandato del Guardián fray Francisco de Godoy, poder alojar y exponer la gran colección de reliquias con que llegó a contar el cenobio, en un oratorio de planta cuadrada coronado con cúpula hemisférica y cubierto con baldosas de barro cocido que, tanto en su portada como muros internos, quedaría ornamentada por trampantojos que simulasen estructuras enladrilladas, balaustradas, zócalos y azulejería con simbología cristiana, donde aún se puede adivinar la presencia de jarrones de azucenas marianas entre el Agnus Dei o Cordero de Dios (arriba).
Abajo: abierta junto al adoratorio de las reliquias, pero de menores proporciones que éste, una segunda capilla se expone en el lado del evangelio, coronada con cúpula hemiesférica culminada en linterna externa que, en el interior, presentaría antaño pinturas o falsos frescos que ornamentarían todo el oratorio, hoy prácticamente desaparecidos.
Abajo: además de los oratorios abiertos en el muro del evangelio, otras dos capillas, diseñadas como grandes hornacinas, figurarían excavadas en sendos muros izquierdo y derecho del tramo contiguo al cabecero, decorados con falso enladrillado y sencillos esgrafiados geométricos sobre los que se abriría, en el caso de la hornacina del flanco del evangelio, un amplio vano que serviría de acceso, tras subir desde la capilla de las reliquias y recorrer un entramado que discurriera por la zona exterior del templo, al camarín de la imagen titular del convento.
A pesar de la vinculación
fundacional del convento de la Moheda con los Terciarios, no recaería
siempre este inmueble en sus manos. Las características del lugar
hicieron que la posesión del mismo fuera deseada por otros frailes
franciscanos de la Primera Orden, como fueron los conventuales
reformados Capuchos a comienzos del siglo XVI. Expulsando a los de la
Tercera Orden que habían levantado el cenobio, no devolvieron éste
a sus fundadores hasta que, en 1.513 y tras ganar los Terciarios un
alargado pleito, así lo ordenasen desde Roma. Medio siglo después,
en 1.567, serían los observantes los que tomarían posesión del
lugar tras ser ordenada por el papa Pío V una reforma de la Orden
Tercera, encaminada a la integración de sus hermanos dentro de la
Observancia. Esta transformación clerical, sin embargo, no fue bien
tomada por los Terciarios extremeños que, apelando al sumo pontífice
a través del propio monarca, lograrían obtener una revocación
papal con la que se les permitiese seguir ejercitando como frailes
Terciarios, supeditados a cambio y como última instancia a la
Observancia, sin que pudieran recibir novicios que permitieran
regenerar la Orden. Estas condiciones harían que, veinte años más
tarde, un único y último Terciario se mantuviese como hermano
solitario tanto del convento de Moheda, como del del Acebo. Marchados
sus compañeros, o fallecidos los restantes, desalojaría el
superviviente bajo acuerdo ambos cenobios en 1.587, pasando a formar
parte sendos edificios de la Provincia observante de San Miguel.
Arriba y abajo: abierta en el flanco derecho del recinto sacro, una puerta comunicaría la iglesia conventual con el pasillo norte del claustro, en su punto de unión con el oriental que, a su vez, mantendría acceso con la sacristía (abajo), humilde y bajo bóveda de arista cuya portada principal, hoy cegada, se presentaría en el lado de la epístola del templo.
El convento de Nuestra Señora de
los Ángeles, como se dio en llamar más habitualmente al cenobio de
la Sierra de Mirabel desde su paso a manos de la Observancia, sufrió
a raíz del nuevo rumbo que tomaba el monasterio una serie de
reformas de rehabilitación y ampliación que, en manos de los
Terciarios, sólo había recibido en 1.532, financiadas entonces por
el acaudalado vecino de Pasarón D. Álvaro de Trejo. Serán ahora
fundamentalmente los señores de Grimaldo quienes se ofrezcan como
mecenas y protectores del edificio y de sus habitantes, destacando
entre las reformas llevadas a cabo aquéllas dirigidas por el
Ministro Provincial fray Diego de Ovando a finales del siglo XVI,
dándole al edificio el aspecto básico que actualmente, pese a la
ruina contemporánea, sigue ofreciendo. Con el templo ubicado en la
parte septentrional del conjunto, siguiendo las trazas constructivas
franciscanas habituales, se construiría un nuevo claustro de planta
cuadrada que comunicaría no sólo con el lado de la epístola del
recinto sacro, sino con la práctica totalidad de dependencias con
las que contaría el cenobio, organizado en torno a tal patio y
distribuidas sus estancias entre dos plantas. Las celdas figurarían
en la superior, mientras que en el piso bajo se ubicarían despachos,
almacenes, bodegas, así como refectorio y cocina, ambos, al parecer
y de manera consecutiva, en el ala oriental del edificio, antecedido
el comedor por la escalera de doble tramo que subiría hacia los
dormitorios, cerrado el segundo espacio por una chimenea de amplia
boca junto a la cual, excavados en el muro de cierre y de levante,
dos aljibes o pozos, hoy cegados, ofrecerían el agua con la que
elaborar los platos y comidas.
Arriba: vista del pasillo norte del claustro conventual, tomada desde la esquina oriental del mismo.
Abajo: el corredor oriental del claustro central, visto desde su ángulo sur.
Arriba: en peor estado de conservación que los tres corredores restantes, el pasillo sur se ofrece semicubierto de vegetación, visto desde su esquina oriental.
Abajo: corredor occidental del claustro, observado desde el vértice norte del mismo.
Abajo: los corredores que circundarían el claustro conventual quedarían cubiertos, en la planta baja del edificio, por bóvedas de aristas ejecutadas entre los arcos de medio punto que unirían los muros internos con las galerías de arcos que circundarían el patio, enlazando pilares y flancos a modo de arbotantes, suprimidos éstos, al parecer, en el piso superior, donde sólo cuatro arcos escarzanos, uno por esquina, sustentarían la posible techumbre de madera que coronaría los altos pasillos que daban paso a las celdas y dormitorios del lugar.
La fábrica del nuevo claustro,
lucida originalmente y desconchada con los años y tras el abandono
del edificio después, muestra su esqueleto de ladrillo conjugado con
mampostería pizarrosa, elementos constructivos que, por otro lado,
son empleados en todo el edificio, con preponderancia de los primeros
en vanos, arcos y portadas. El cerramiento interno del patio ofrece,
en la parte baja, una serie de arcadas de medio punto enladrilladas
sobre pilares de pizarra de base cuadrada y achaflanados, en trío
por lateral, sobrepuestas por galerías de cuartetos de arcos
carpaneles que culminan la obra en la zona superior, apoyados en
pilares ochavados de ladrillo que, en su conjunto y combinación
arquitectónica con el resto de la obra claustral, recuerda a patios
mudéjares tales como el del Palacio de los Condes de la Roca, en
Badajoz, el del Palacio de los Zapata, en Llerena, o al del también
Monasterio de Tentudía, en Calera de León. Tal maestría en el uso
del ladrillo, así como fundamentalmente la aparición de pilares
achaflanados o recortados junto a otros de base octogonal u
ochavados, permiten aventurarse a considerar esta obra influida, o
incluso plenamente ejecutada, por alarifes o albañiles moriscos bajo
el estilo mudéjar heredado y aprendido de sus antecesores que, poco
antes de su expulsión de las tierras de España a comienzos del
siglo XVII, dejaron su impronta artística en la obra de Grimaldo, al
igual que lo hicieran en este siglo y precedentes en parroquias de
municipios cercanos y circundantes a la vega del Tajo a los que
serían llamados a trabajar, como fundamentalmente lo hicieran en la
no muy distante ciudad de Plasencia.
Arriba y abajo: el claustro del convento de la Moheda, datado durante las reformas llevadas a cabo en el lugar a finales del siglo XVI bajo mandato del Ministro observante fray Diego de Ovando, presenta doble arcada superpuestas, correspondientes a los dos pisos con que se dotó el inmueble, de cuatro arcos de medio punto por flanco en las galerías inferiores, y cuádruple carpaneles en la superior, sobre fábrica de ladrillo ayudada con mampostería de abundante pizarra sostenida por pilares achaflanados en los bajos y ochavados los altos.
Arriba y abajo: la maestría a la hora de ejecutar tal obra arquitectónica en ladrillo, en sabia conjugación con la mampostería, unido a la aparición de pilares achaflanados y ochavados (abajo) que recuerdan a otros patios regionales de fábrica mudéjar, tales como el del Palacio de los Condes de la Roca, en Badajoz, el del llerenense Palacio de los Zapata, o el propio claustro del Convento de Tentudía, hace pensar en la influencia mudéjar, o inclusive la propia ejecución de la obra por manos de alarifes y albañiles moriscos que desempeñasen su labor siguiendo las directrices artísticas de sus antecesores, en una obra tardía pero no descartable llevada a cabo antes de la expulsión de los mismos de los reinos de España, en 1.609.
Cercana al espíritu del
Renacimiento podría considerarse, por otro lado, la decoración
pictórica que aún sobrevive sobre los muros de los pasillos que
circundan el claustro monacal, cuyas coloridas cenefas y engañosos
diseños arquitectónicos, pintados sobre el estuco y grabados en
diversos retazos, conjuga tanto con los motivos vegetales que
ornamentarían los casetones que bordean algunas de las portadas
abiertas al patio, así como con las ménsulas sobre los que
descansarían, en cada una de las esquinas del cuadrado, las aristas
últimas de las bóvedas que cubrirían las conjunciones de los
galerías, techadas éstas a su vez por tramos de bóvedas de arista
que aparecerían entre los arcos que, a modo de arbotantes internos,
enlazarían muros con los pilares de la arcada baja, marcados por
cuartelas que, como pudiera verse en claustros de otros conventos
franciscanos observantes, con ejemplos en Cáceres o Garrovillas de
Alconétar, guardasen bustos de personajes religiosos vinculados con
la Orden.
Arriba y abajo: tras estucar las galerías y muros circundantes que componen el claustro conventual, se quiso decorar paredes y pilares con pinturas y falsos frescos de coloridos tonos y temática geométrica que simulase casetones en derredores de puertas, zócalos en pies, o cenefas que recorriesen los flancos internos, cuyo bordeado, en algunos casos, quedaba a su vez grabado por incisión sobre la capa (abajo).
Arriba: bajo las ménsulas que fijaban los arcos perpendiculares a los muros de cada pasillo, en unión entre éstos y la galería circundante del patio, apenas sobreviven las cuartelas que presentaban muy posiblemente en su interior personajes religiosos relacionados con la Orden franciscana, así como pasajes de la vida de santos, mártires y misioneros vinculados con tal hermandad, como era habitual encontrar en muchos otros claustros renacentistas y barrocos destacando aquellos frescos, de entre los edificios regidos por la Observancia, expuestos en los conventos de San Francisco de Cáceres, o el abandonado de San Antonio de Padua, en Garrovillas de Alconétar.
Arriba y abajo: en cada una de las cuatro esquinas internas del claustro del convento de la Moheda se ubicaron ménsulas decoradas sobre las que descansaban las aristas que conformaban las bóvedas de unión entre corredores, ornamentadas con volutas y motivos vegetales que engarzarían con la temática geométrica que abundaba pintada sobre los muros del patio.
También bajo las directrices de
fray Diego de Ovando se cercaría la huerta, en la zona meridional,
para cuyo riego posiblemente se usaría el agua de la que se podía
disponer a través del pozo abierto y cubierto bajo bóveda de cañón
en el flanco occidental del edificio monacal, integrado en el mismo
pero con acceso desde el exterior, cercano a la puerta de entrada al
convento que, a su vez, era vigilada desde la portería contigua y
comunicada con la esquina noroeste del claustro. El templo del lugar
no quedaría tampoco exento de rehabilitación y reestructuración,
alargándose su planta, de nave única y dividida en tres tramos más
cabecero orientado al Este, cuya entrada principal, abierta en el
lado del evangelio, quedaría guardecida por una portada cuya
generosa decoración se acercaría al barroquismo naciente. Su arco
de acceso, de medio punto, se abriría enmarcado por una construcción
retabilística que, además de ornamentar y embellecer el acceso al
recinto sacro, ejercería como contrafuerte del muro y ayuda de
sujeción de los arcos internos de la nave, de medio punto y entre
los que fluirían las originales bóvedas de cañón sobre lunetos,
desaparecida la del gran tramo cercano a los pies y salvadas sólo en
cabecero y primer par de tramos contiguos a éste. Tal enmarcación,
flanqueada por dos anchos pilares adosados al flanco septentrional,
se presentaría compuesta de dos cuerpos que, separados por cornisas
y delineados por pilastras, culminarían en un arco escarzano que
acogería una hornacina avenerada y entre molduras acoplada al
espacio donde queda enclavada, culmen a su vez del vano de entrada en
cuyo derredor discurre la serie de esgrafiados que, prolongados por
los muros circundantes, cubren el exterior del edificio. El resultado
final sería firmado por la espadaña de doble arco y florones
rematados en bolas superiores que llamaría a la oración antaño
desde su privilegiado enclave sobre el muro del evangelio del
oratorio, hoy desnuda sin sus campanas.
Arriba y abajo: ubicada en la esquina sureste del edificio, la cocina conventual, de amplias proporciones, se mantenía comunicada con lo que posiblemente fue el refectorio del lugar (arriba), cubierta con bóveda de cañón sobre lunetos y enmarcada, en su lateral meridional, por una ancha chimenea (abajo) junto a la cual, excavado sobre el muro oriental, un aljibe o pozo, actualmente cegado, surtiría de agua a los frailes para su alimentación y cocinado de sus comidas.
Arriba y abajo: desde la galería oriental inferior del claustro partía, bajo arco de medio punto (arriba), la escalera de subida de doble tramo que ascendía hasta la planta alta de la zona conventual.
Abajo: el ala sur del monumento se presenta en la actualidad como la más destruida y arruinada, colonizados sus espacios y muros por una abundante vegetación que engulle poco a poco pero sin descanso lo que fueran almacenes, despachos y otras dependencias conventuales.
Dentro de la iglesia conventual
sería añadida, una centuria después de la reestructuración y a
finales del siglo XVII, una capilla de planta cuadrada, alojada y
abierta en el muro del evangelio, en el tramo medio del templo, cuya
acometida sería dirigida por el hermano y Guardíán del convento
fray Francisco de Godoy. Enriquecido el cenobio con una considerable
colección de reliquias donadas a lo largo de su historia, que el
religioso aumentaría consiguiendo traer al lugar santos ejemplares
desde Roma y Tierra Santa, se decidiría poder acoger las mismas en
un oratorio propio, quedando la capilla mayor, donde antes eran
expuestos los santos vestigios, para ofrecer a los fieles
exclusivamente la imagen titular, alojada en un camarín bajo
llamativa bóveda avenerada, al que se podría subir y acceder a
través de una escalinata que, naciendo en la nueva capilla barroca,
alcanzaría la parte alta del último tramo del lado del evangelio
llegando al habitáculo mariano, saliendo brevemente por el exterior.
El resto del recinto sacro ofrecería espacio para alojar tres
capillas más, dos de ellas a ambos lados de la capilla mayor,
excavadas en los muros laterales del tramo contiguo a modo de
extensas hornacinas, a las que se sumaría, abierta en el gran tramo
final, una capilla contigua a la convertida en relicario, de menores
dimensiones pero con la que compartiría el diseño de su cobertura a
través de una barroca cúpula hemisférica propia de la región,
culminada con linterna en la capilla menor y pináculo en la sala de
reliquias. La sacristía, por su parte, quedaría englobada dentro
del espacio conventual, con acceso desde el templo a través de una
portada abierta en el muro de la epístola. A los pies del recinto
sacro, un amplio coro se extendería por la parte final del amplio
tramo que cierra junto a los pies la nave, sostenido por dos arcos
escarzanos sustentados sobre pilastras y unidos entre ellos y con el
muro de poniente a través de bóvedas de arista. Bajo ellas sería
donde se encontrase el fiel al acceder al interior del edificio,
tanto si entrara por la ornamentada portada del lado del evangelio
como por la puerta abierta a los pies de la iglesia, de enladrilladas
dovelas y arco carpanel cuyo origen posiblemente se remontase a la
planta original del templo.
Arriba: si bien el templo presentaba su propia portada de acceso, la entrada al convento se efectuaba desde el flanco occidental del mismo, cuyo zaguán, donde los visitantes podrían esperar sentados en un banco corrido erigido con mampostería junto a la pared, counicaría con la esquina noroeste del claustro.
Arriba y abajo: el flanco occidental de la zona conventual mantendría comunicadas las salas y dependencias abiertas en el ala oeste del cenobio con el exterior, junto al valle sobre cuya vertiente se excavaría un estanque, a mediados del siglo XVIII, que recogiese las aguas de lluvia deslizadas desde la serranía cercana.
Abajo: junto al huerto, cercado y anexionado al Sur del convento desde la llegada a él de los observantes, un aljibe o pozo, hoy cegado, se abre excavado bajo el muro flanqueante occidental, de donde los frailes, cobijados bajo bóveda de cañón, podrían obtener el agua necesaria para el riego de cultivos y árboles.
A pesar de las reformas sufridas
por el monumento desde la llegada de los observantes al cenobio,
mejorándolo y acercándolo arquitectónicamente a otros edificios
conventuales de mayor rango regidos por tal rama franciscana en otros
puntos de la región, no dejó de ofrecerse nunca el lugar como lugar
de recogimiento y aislamiento de la vida mundanal, hecho que le
permitiría ser designado como Casa de Recolección por el Ministro
observante fray Pedro Gómez de Guinaldo en 1.618. Ocho años después
cesaría este acometido y dejaría de ofrecer el monasterio esta
función, inaugurándose cien años más tarde, en 1.726, un
Seminario de Misiones en el mismo que perduraría hasta 1.761,
llegando con él la edad dorada del convento. Su conversión en
seminario misionerio, recordado a través de una cartela y la palabra
“missioneros” que aún puede leerse bajo la cornisa que cierra
el cuerpo bajo izquierdo de la composición retabilística que
conforma la portada principal del templo, conllevaría la ampliación
de sus estancias, erigiéndose muy probablemente por este motivo y en
esta época los edificios anexos al convento y pies de la iglesia,
que alargarían el ala occidental del cenobio hacia el Norte. Sería
así incluido el edificio entre aquéllos donde la Orden franciscana,
vinculada desde comienzos del siglo XVI con la evangelización del
Nuevo Mundo, preparaba a los hermanos que decidieran enseñar y
promulgar la fe en Cristo tanto en tierras americanas como en otras
descubiertas o conquistadas a raíz de la expansión española
mundial durante la Edad Moderna, despuntando en tal labor el
franciscanismo entre todas las Órdenes que dedicaron parte de su
obra evangélica a las misiones, contabilizándose su aportación y
número de hermanos enviados al continente americano, Filipinas y
otros enclaves lejanos de Europa en un 72 % del total de misioneros
nacidos en tierras extremeñas, muchos de ellos adoctrinados en las
aulas del convento de Grimaldo.
Arriba y abajo: coincidiendo con la edad dorada del convento de Moheda, un Seminario de Misiones, fundado en 1.726, sería enclavado en el lugar, posiblemente en el edificio erigido en la esquina noroccidental del conjunto, de dos plantas y acceso enmarcado por un amplio arco escarzano decorado con el esgrafiado de lo que parece ser un fraile conversor, educando en él y hasta su disolución en 1.761 a los encargados de la expansión del evangelio y fe en Cristo a lo largo de las Américas y colonias del Pacífico, función en la cual los franciscanos destacaron, a gran nivel nacional y mayor aún regional.
Eran 27 hermanos los que, en
1.769, se contabilizarían como habitantes del edificio de Moheda
poco después de cesar en sus labores seminarísticas. Nunca antes
había albergado tantas almas, ni lo haría después de ser
convertido en simple convento, inaugurándose tras el fin de sus
trabajos doctrinales un declive del lugar del que no lograría
superarse y al que llegaría, apenas con seis hermanos pocos años
antes de 1.835, cuando se dictase la orden de exclaustración que les
obligaría a marcharse. Se llevarían con ellos las llaves de la
historia de un lugar que no sólo sería clave dentro de la crónica
del franciscanismo extremeño, sino también reflejo de los sucesos
vividos por el clero y la religión en nuestra región. Abandonado,
en progresiva ruina y declive, convertido en vaquería y lugar de
recogimiento del ganado, sus paredes susurran en un tono
progresivamente debilitado las vicisitudes del lugar, cuya fábrica
dormita cayendo poco a poco en un sueño mortal en el que no desea
adentrarse, esperando ser despertada para poder ser nuevamente
protagonista de inéditos capítulos de la historia que ronden
alrededor de las cualidades del lugar.
- Cómo llegar:
La población de Grimaldo, antaño independiente y actualmente pedanía de la cercana Cañaveral, se ubica junto al trazado de la carretera nacional 630, o Ruta de la Plata, atravesada por la misma en el trayecto que discurre entre el río Tajo y Plasencia. Yendo por tal vía nacional, en el kilómetro 500 de la misma, un desvío nos facilita la entrada a la autovía A-66 en dirección al Norte. Pasado el cruce, y a mano derecha, un acceso asfaltado nos permite adentrarnos en las fincas colindantes a través de un camino público, por el que deberemos viajar para poder alcanzar nuestra meta.
Con el camino ya térreo bajo nuestros pies, toparemos con un vallado que podremos abrir al pesar servidumbre sobre el sendero. En caso de haber acudido en vehículo, es conveniente aparcarlo en la zona, dado el aspecto irregular que presenta el camino en varios de los tramos que nos esperan. En alguna ocasión aparecerá un desvío a mano derecha. Habrá que tomar siempre el camino recto que nos orienta hacia la serranía que surge frente a nosotros.
Una nueva cancela cierra el paso y nos avisa de la entrada en un coto privado de caza. El camino sigue siendo público y el verjado puede ser abierto para nuestro paso, aguardándonos a poca distancia ya el convento de Nuestra Señora de los Ángeles, tras alcanzar un muro de mampostería desde el cual observaremos el cenobio franciscano erigido sobre un valle donde aún hoy en día, como antaño, historia, arte y cultura conjugan perfectamente con la naturaleza.
La finca donde se ubica el antiguo
convento de la Moheda es de propiedad particular, destinado actualmente el monumento en ruinas a vaquería y lugar de recogimiento del ganado. En todo caso, si decidimos adentrarnos en la
hacienda privada y visitar el edificio, se recomienda tener en cuenta los siguientes
puntos:
1) Respetar en todo momento las propiedades de la finca, como vallados o cercas, intentando no salirse de los caminos marcados.
2) Respetar la vegetación y cultivos de la misma, sin realizar ningún tipo de fuego ni arrojar basura alguna.
3)
Respetar al ganado que pudiese habitualmente estar pastando en la zona, y en caso
de encontrarse con animales que lo protejan, no enfrentarse a los
mismos.
4) Si observamos que se están practicando actividades cinegéticas (caza), abstenernos de entrar.
5)
Si nos cruzamos con personal de la finca o nos encontramos con los
propietarios de la misma, saludarles atentamente e indicarles nuestra
intención de visitar el monumento, pidiendo permiso para ello. En caso
de que no nos lo concediesen, aceptar la negativa y regresar.
Abajo: filmado y diseñado por Rubén Núñez, autor del blog Cáceres al detalle, el siguiente vídeo muestra con todo detalle el convento de la Moheda, tanto en su interior como exteriores del mismo, en un magnífico resultado que parte de la visita y trabajo en colaboración entre ambos blogs, agradeciendo por mi parte a Rubén su gran aportación e invitándoos a todos los lectores y visitantes a conocer su publicación, de la que os dejo los correspondientes links y enlaces:
Qué gran trabajo! Y qué gran placer. Gracias por todo lo que aprendemos contigo y tu generosidad!
ResponderEliminar¿De donde obtenéis tanta información Rubén y tú y cómo descubres esos lugares tan fascinantes? Ya me lo contarás en el Convento de la Coria.
ResponderEliminarEnhorabuena por este completo y espectacular trabajo.
Fenomenal la labor que haces difundiendo esos lugares que la Historia abandonó a su suerte...
ResponderEliminarAlgún día me contarás de donde obtienes tantan información.
Un abrazo y hasta pronto!!