“(…)Debido a que cuando un crimen detestable y poderoso es cometido por algunos miembros de algún grupo es razonable el grupo debe ser absuelto o aniquilado y los menores por los mayores serán castigados uno por el otro y aquellos que permiten a los buenos y honestos en las ciudades y en las villas y por su contacto puedan perjudicar a otros deberán ser expulsados del grupo de gentes y a pesar de menores razones serán perjudiciales a la República y los mas por la mayoría de sus crímenes sería peligroso y contagioso de modo que el Consejo de hombres eminentes y caballeros de nuestro reinado y de otras personas de conciencia y conocimiento de nuestro supremo concejo y después de muchísima deliberación se acordó en dictar que todos los Judíos y Judías deben abandonar nuestros reinados y que no sea permitido nunca regresar.
Nosotros ordenamos además en este edicto que los Judíos y Judías cualquiera edad que residan en nuestros dominios o territorios que partan con sus hijos e hijas, sirvientes y familiares pequeños o grandes de todas las edades al fin de Julio de este año y que no se atrevan a regresar a nuestras tierras y que no tomen un paso adelante a traspasar de la manera que si algún Judío que no acepte este edicto si acaso es encontrado en estos dominios o regresa será culpado a muerte y confiscación de sus bienes (…).”
(Fragmento del Decreto de la Alhambra o Edicto de Granada, firmado por los Reyes Católicos el 31 de marzo de 1.492).
Bajo estos motivos y con estas palabras el 31 de marzo de 1.492 firmaban Isabel I y Fernando V de Castilla, más conocidos como los Reyes Católicos, la orden de expulsión de los judíos de todos los reinos y territorios pertenecientes a la Corona castellana, redactada al parecer y previamente por el Inquisidor General de Castilla y Aragón, Tomás de Torquemada, confesor de la reina y polémico personaje del que curiosamente se baraja su ascendencia judeo-conversa el cual, deseoso presuntamente por difuminar con los hechos sus orígenes hebraicos, orientó toda su vida y trabajo, de manera inmisericorde e indescansable, a la persecución de los judíos. El escrito, conocido como Decreto de la Alhambra o Edicto de Granada, supone uno de los documentos más relevantes e influyentes en la historia de España, no sólo como reflejo del auge de la intolerancia y xenofobia a finales de la Edad Media y comienzos de la Edad Moderna en Europa, sino por las consecuencias económicas, demográficas, sociales, religiosas y culturales que supuso para la población y el devenir de la historia de nuestro país.
Arriba: enclavada en la confluencia de las calles Gasca, Pocito y Toro, en el corazón del barrio gótico-judío de Valencia de Alcántara, se ubica la antigua sinagoga del lugar, rescatada del olvido y restaurada en el 2.000 para salvaguardar este histórico edificio de sabor sefardí, en cuya fachada, sencilla y donde apenas destaca su cornisa, se recuperó el acceso principal a la misma, desde la que los judíos valencianos entraban a la sala de oración, caracterizada por las cuatro columnas y sus arcos de unión que delimitan el bimah o punto de lectura de la Torah (abajo).
Varían las cifras que calculan no sólo la población judía que habitaba en Castilla en el momento en que se decreta su expulsión de la misma, sino también las cuantías que abordan la emigración forzosa de los mismos, tanto en número de exiliados como de judíos convertidos al cristianismo tras la publicación del Decreto, única posibilidad señalada de manera implícita aunque no directa en el Edicto para permanecer en el país. Mientras que en el reino de Aragón, para cuyos territorios se firmó poco después y en los mismos términos similar decreto de expulsión por el rey D. Fernando, la población judía apenas superaba al parecer los 30.000 habitantes, en Castilla todo parece indicar que el número de familias era ampliamente superior al levantino, con más de 170.000 súbditos judíos repartidos por todos los territorios del reino castellano, con presencia en más de 300 poblaciones castellanas según documentación de la época, y comunidades presentes, aljamas y sinagogas tanto en ciudades destacables del reino como Toledo o Segovia, o en zonas rurales de la vega del Duero o Extremadura, pero con escasa presencia, sin embargo, en la cornisa cantábrica, habiendo sido ya expulsados en 1.483 de las diócesis de Sevilla, Córdoba y Cádiz como respuesta ante el alto número de criptojudíos, falsos conversos o conversos influenciados por el judaísmo en estas ciudades por parte de una joven Inquisición española, fundada en 1.478 precisamente para vigilar los supuestos numerosos casos de conversos judaizantes que habitaban las ciudades hispalense y cordobesa, municipios donde ya se llevaban ejercitando conversiones forzosas y en masa desde los acontecimientos, levantamientos y matanza del pueblo judío en la denominada Revuelta antijudía de 1.391.
En diversas y no poco numerosas ocasiones habían tenido que tomar los diferentes reyes castellanos de la Baja Edad Media duras medidas ante los conflictos surgidos entre cristianos y judíos dentro de sus territorios. Eran estos levantamientos sociales antisemitas fruto de supersticiones medievales que ilógicamente achacaban a supuestas ofensas de un colectivo ante Dios los males que sufría puntualmente la sociedad, auspiciados por una fanática Iglesia Católica que consideraba a los hebreos como deicidas o asesinos de Dios en la figura crucificada de Cristo. Al pensamiento popular entre los católicos de la época habría que añadir, además, un amplio sentimiento de envidia y revancha, también por parte de mucha nobleza frente a la creciente burguesía hebrea, ante los florecientes negocios y fortunas judías generadas no sólo por sus eficientes labores y trabajos, sino en algunos casos derivadas de sus negocios bancarios en los que era habitual ejercitar la usura. Ante el recelo frente a los judíos por parte de una considerable parte de la población cristiana, vivían las comunidades hebreas recogidas en sus propios barrios o juderías, muchas de ellas convertidas en aljamas en el caso de disponer en ellas de todas las instituciones necesarias para llevar a cabo su día a día según sus preceptos religioso-culturales. Se acogían además en muchos casos a la protección del señor del lugar o de la Orden Militar que defendía el territorio, creándose entre ambas facciones una especie de convenio según el cual los judíos eran defendidos por los otros, que a su vez recibían buenos tributos y rentas por parte de los sefardíes. Esta defensa particular, así como la protección real, no fueron ejercidas de forma puntual sino, por el contrario, de manera habitual ante los cada vez mayores altercados y maltrato que sufrían los hebreos.
Arriba: coronada por un dintel granítico en el exterior, la puerta principal de acceso a la sinagoga culmina con un arco rebajado en su interior.
A pesar de recibir por parte de la comunidad judía cuantiosos tributos a la Corona, de ser la comunidad hebrea la mejor preparada para el cobro y administración de las rentas públicas, de estar al cargo del eficaz aprovisionamiento de las tropas, e incluso a pesar de haber recibido la ayuda económica por parte de la comunidad sefardí en la Guerra de Granada, Isabel I, aconsejada por una Inquisición que veía en los judíos una mala influencia religiosa y cultural para católicos y conversos, deseosa la reina de establecer la unidad nacional en todos sus campos, incluido el religioso, y desoyendo a otros consejeros que veían en la expulsión del pueblo judío los inconvenientes y peligros económicos, demográficos y culturales que surgirían del éxodo de tan importante porcentaje de población, decretaba ésta finalmente la expulsión definitiva de los judíos de sus reinados. Abandonaron sus hogares en dirección a Portugal, Norte de África u otros puntos de Europa una cifra incierta de familias cuyo número sigue siendo hoy en día motivo de arduo debate. Según diversos estudios de talante ciertamente conservador y subjetivo que defienden la “limpieza de sangre” y “pureza” del pueblo español, el porcentaje de los judíos que se decantaron por el exilio alcanzaría más del 80 % de la población hebrea. También se acogen a esta postura otros análisis llevados a cabo por algunos autores hebreos que defienden la incorruptibilidad religiosa de los judíos de Sefarad, indicando que sería por ese motivo escaso el número de hebreos convertidos al catolicismo que permanecieron en los reinos españoles. Sin embargo estudios más objetivos apuntan en la dirección contraria, considerándose en términos generales que alrededor de un 75 % (más del 50 % según otras fuentes) de la población hebrea existente en los reinados de los que nacería España se decantaron por cambiar de religión y conservar su vida en nuestro país, tierra donde habían nacido ellos y de la que procedían sus ascendientes conocidos y a la que se sentían unidos como patria propia, sin estar datado con exactitud el momento o la época en que la comunidad hebrea pudo llegar a la Península Ibérica.
Antes de la firma del Decreto de la Alhambra se contabilizaban ya en Castilla unos 220.000 conversos, número que aumentó tras los bautismos auspiciados por la orden de expulsión. Este grueso de la población convertida al catolicismo de manera voluntaria en algunos casos y forzosa en otros muchos, pasó a denominarse bajo el apelativo de “cristianos nuevos”, diferenciándose así de los “cristianos viejos” o población española de origen no judío. Si bien la Inquisición española se fundó justamente para vigilar los supuestos casos de falsa conversión, tras la orden de expulsión de los sefardíes su labor se centró fundamentalmente en este aspecto, vigilando constantemente a los conversos y sus descendientes que por tal motivo y a fin de difuminar sus orígenes hebreos ante supuestas y futuras redadas, tomaban durante el bautismo los apellidos castellanos y levantinos de sus padrinos. Pocos apellidos que cuentan entre sus orígenes con una rama plenamente sefardí, como Vidal o Durán, fueron conservados por sus herederos, mientras surgía por el contrario un gran número de nuevos apellidos basados en oficios o tomando como nombre propio el de las ciudades españolas de origen. Existen también casos en que los apellidos previos eran modificados para esconder su procedencia judía, como pudiera ocurrir con el controvertido apellido Pérez, ampliamente conocido y usado en España pero de origen desconocido que, según algunos estudiosos, pudiera deber su nacimiento a la transformación del apellido hebreo Peretz, camuflándose bajo la fórmula castellana de origen visigodo de creación de apellidos a raíz de sumar el sufijo –ez al nombre del antecesor. Comenzaba así a dispersarse y diluirse la población conversa, deseosa de vivir en su país de origen sin miedo a ser perseguidos por su sangre, configurando con tal mestizaje las bases de la población española actual.
Arriba y abajo: unidas las columnas centrales de la sala de oración entre sí por cuatro arcos de medio punto peraltados, parten a su vez de éstos cuatro arcos escarzanos que, en diagonal sobre el plano del monumento y sostenidos por pechinas, sujetan el tejado a cuatro aguas que cubre el edificio.
Aunque perseguidos por la Inquisición durante todos los años en que ésta efectuó su ejercicio, buscando incesantemente entre ellos criptojudíos o conversos judaizantes que siguieran practicando clandestinamente su antigua religión, la población conversa alcanzó su difusión deseada con el paso de los siglos, cuestión casi olvidada por completo a comienzos del siglo XIX, y totalmente inexistente en el siglo XX. En 1.818 se dio el último caso de condenado a muerte por judaizante, y en torno a 1.865 desaparecían los Estatutos de limpieza de sangre que impedían a los “cristianos nuevos” tomar posesión de cargos de relevancia en el Estado o ejercitar diversas profesiones. Sólo en Palma de Mallorca, aún a día de hoy, se reconoce a los descendientes de conversos bajo la denominación de chuetas, fruto de un proceso inquisitorial que los marcó en una sociedad cerrada durante el Antiguo Régimen. En el resto del país, por el contrario, terminaron mezclándose y formando parte de nuestra cultura general, destacando el papel de algunos conversos o descendientes de sefardíes en la historia de España con gran aportación al Siglo de Oro español, tales como el autor de La Celestina, Fernando de Rojas, los religiosos Fray Luis de León o Santa Teresa de Jesús, o los internacionalmente conocidos Miguel de Cervantes o Diego de Silva Velázquez. Dispersados los herederos y sucesores entre la población, eliminándose parte de la cultura sefardí por la labor de la Inquisición o fusionándose con la cristiana en los aspectos menos religiosos, algunas tradiciones mantienen el recuerdo de una cultura hebrea en España, sobreviviendo en algunas familias costumbres ancestrales tales como lavar la carne antes de cocinarla, o usándose de manera popular platos de origen hebraico como las empanadillas, las albóndigas o las roscas de anís, así como el uso de la faltriquera por las féminas de muchas localidades, prenda muy habitual en los trajes regionales de muchos puntos de Extremadura.
Arriba: compuestos por sillares graníticos y convertidos en el elemento arquitectónico más destacado y llamativo de la Sinagoga de Valencia de Alcántara, los arcos de medio punto peraltados que coronan la columnata central guardaban una sorpresa sobre sí, descubriéndose durante las obras de restauración del monumento restos de columnas ubicadas sobre ellos que plantearon la existencia de un anterior castillete (abajo), destruido por el paso del tiempo o bien durante el incendio que sufrió el inmueble en el siglo XVI, pero que permitiría en sus años de uso por la comunidad hebrea la llegada de luz cenital y ventilación al interior del templo.
La presencia judía en Extremadura parece remontarse a épocas de dominación romana, a juzgar por la aparición de una lápida del siglo IV de un personaje judío en Emérita Augusta. También figura la presencia hebrea en los fueros que comienzan a redactarse tras la Reconquista de la región, concentrándose las comunidades en diversas juderías y aljamas expandidas por ambas provincias extremeñas, con numerosos grupos de población en las principales y más destacables localidades cacereñas y pacenses, así como en municipios cercanos a la frontera portuguesa, pero también presentes en localidades rurales y especialmente en enclaves del Sur de Badajoz, puntos que recogieron a los judíos que huyeron de Andalucía tras la represión de 1.391, así como tras la expulsión de los mismos y de similares puntos de partida dictada en 1.483. Destacaron las juderías cacereñas de Cáceres, Coria, Trujillo, Plasencia, Hervás, Alcántara, Valencia de Alcántara, Cabezuela del Valle, Garrovillas de Alconétar, Brozas o Guadalupe. En la provincia pacense contaban con juderías, entre otras poblaciones, en Badajoz, Mérida, Medellín, Montijo, Zafra, Llerena, Alburquerque, Alconchel, Jerez de los Caballeros, Fregenal de la Sierra, Segura de León o Burguillos del Cerro.
Amparados por los señores de muchas de estas localidades, así como por las Órdenes militares que se repartían amplias zonas de la geografía extremeña, los judíos encontraron en la región un enclave donde, gracias en parte a la gran ruralidad y poca repoblación de la misma, su presencia, lejos de ser mal vista por el resto de la población cristiana, era bien acogida en la mayoría de los casos, suponiendo su establecimiento en la zona un empuje económico a la misma. No faltaron sin embargo los conflictos entre religiones, así como los levantamientos y masacres contra el pueblo sefardí, a destacar el ocurrido en Casar de Palomero o los conflictos de Plasencia. La tranquilidad relativa que se vivía en general permitía aún así el progreso de algunas de las aljamas y juderías de la región, que acogían a muchas familias hebreas expulsadas o huídas de otros puntos de la Península, así como de la cercana Portugal. La orden de expulsión, sin embargo, provocó la emigración contraria, pasando a través de las fronteras de Valencia de Alcántara o Badajoz algunas de las más cuantiosas oleadas de sefardíes que, conservando su fe, su cultura y sus costumbres, prefirieron escoger el exilio lejos de tierras españolas.
Arriba y abajo: posiblemente reutilizadas de algún edificio anterior, los arquitectos sefardíes usaron para diferenciar el bimah del espacio restante cuatro columnas de fuste liso monolítico granítico y diseño dórico, como puede apreciarse por sus sencillos capiteles y humildes basas.
Según los cálculos del erudito contemporáneo a la expulsión, el extremeño Andrés Bernáldez, conocido como el cura de los Palacios, salieron por Badajoz hacia Elvas unos 10.000 judíos, así como de Valencia de Alcántara hacia Marvao unos 15.000. Contaba al parecer esta localidad cacereña fronteriza previamente al Decreto de la Alhambra con una aljama donde residían 14.725 hebreos, en torno a lo que hoy en día se conoce como Barrio Gótico-Judío, espacio compuesto actualmente por 19 calles donde entre sus casas, estrechas y de dos plantas, destacan las más de doscientas portadas, en su mayoría ojivales, cuya singularidad permitió declarar al conjunto como Bien de Interés Cultural con la categoría de Conjunto Histórico en 1.997. La situación fronteriza de la villa, punto de unión entre España y Portugal y posible vía de escape en caso de levantamiento contra las gentes de etnia judía, así como la tranquilidad de la zona, lejos de los altercados y conflictos más habituales en las grandes ciudades castellanas, propició la venida de un gran número de judíos a Valencia de Alcántara, cuyo resultado fue la creación de tan amplia judería en el lugar. Este importante entramado urbano resultante se organiza en torno a un punto concreto del mapa, cruce de dos calles fundamentales de la que fuese judería, donde se levanta la que antaño fuera sinagoga del enclave y prácticamente único edificio de tal característica rescatado como tal en nuestra región, gracias a la no conversión de la misma en edificio religioso cristiano, sino en matadero, garaje, mesón y carbonería sucesivamente, así como a los trabajos de restauración y rehabilitación llevados a cabo en el mismo entre los años 1.999 y 2.000.
Arriba: aunque cegadas hoy en día por existir junto a la antigua sinagoga viviendas particulares, se conservan en el muro septentrional restos de dos portadas que durante el periodo de uso del edificio como sinagoga sefardí pudieran dar paso a diversas habitaciones dependientes de ésta, tales como un vestíbulo y la sala de oraciones de las mujeres, enclavada esta última en la esquina nororiental del mismo (abajo).
Edificada al parecer a mediados del siglo XV en pleno auge de la aljama valenciana, a juzgar por el hallazgo en la cimentación de una de las columnas de una moneda portuguesa acuñada en semejante época, sobre lo que fuese anteriormente una fragua erigida en el siglo XIII, de la que no se aprovecharon elementos pero conservándose restos de sus bases bajo el edifico actual, la sinagoga de Valencia de Alcántara guarda gran conexión arquitectónica e histórica con la sinagoga de Tomar, al otro lado de la frontera con Portugal, erigida igualmente durante el considerado último siglo del Medievo en una localidad donde al parecer la comunidad hebrea superaba el 30 % de la población. De diseño similar al mencionado edificio hebreo portugués, y siguiendo lo que parecen ser las directrices constructivas habituales en las sinagogas sefardíes, la sinagoga de Valencia de Alcántara se inscribe en un espacio de planta cuadrada de 10 x 10 metros cuyo acceso original principal estaría en la calle Gasca, en el muro occidental y bajo un dintel granítico culminado en arco rebajado en el interior del edificio, tal como se ha recuperado tras las labores de restauración del monumento. Se accedía desde esta portada directamente a la que fuese sala de oración, en cuyo punto central se encontraría el denominado bimah o lugar donde se llevaría a cabo la lectura de la Torah o recopilación de la ley de Moisés, de la que derivan las leyes, costumbres y tradiciones diarias propias del pueblo judío. Está este espacio destinado al oficiante del servicio religioso definido por cuatro columnas centrales, de fuste monolítico granítico y basas y capiteles dóricos, posiblemente reutilizadas de obras anteriores, configurando una sección cuadrangular dentro de la propia sala de oraciones, unidas entre sí por cuatro arcos de medio punto peraltados sobre los que descansa un castillete o cuerpo a modo de linterna de reciente creación por el que entraría la luz cenital y ventilación a la sala, permitiendo al edificio religioso alcanzar la altura prescrita en el Talmud, obra recopilatoria general de las tradiciones básicas del judaísmo. Sin conservarse el castillete original, posiblemente destruido a raíz del abandono e incendio sufrido por el edificio en el siglo XVI, se supo de la existencia del mismo gracias a las tareas de rehabilitación, tras aparecer durante la restauración las bases de varias columnas sobre los arcos centrales que supondrían la existencia de un cuerpo superior coronando los mismos. Sostienen las cuatro columnas centrales a su vez la raíz de los cuatro arcos escarzanos que, partiendo de trompas o pechinas exteriores, dibujan líneas diagonales desde el centro del edificio a cada una de sus cuatro esquinas, ayudando a sostener el tejado a cuatro aguas que cubre el monumento.
Cierran la estancia las paredes norte, sur y oriental, de líneas sencillas y escasos puntos de interés, destacando entre ellas el muro de levante, orientado hacia el sudeste y frente al que se encontraría el creyente nada más entrar en el templo. Posiblemente se colocaba es esta zona el Arca en cuyo interior se custodiaban los rollos de la Torah, conservándose hoy en día los afloramientos rocosos que en el momento de la creación del edificio fueron consciente e intencionadamente respetados por los arquitectos de la sinagoga, en base a la tradición hebrea de dejar una pared sin enlucir, en memoria de la destrucción del Primer Templo de Salomón de Jerusalén por los babilonios encabezados por el rey Nabucodonosor en el año 587 a. C., o bien conmemorando la destrucción del Segundo Templo bajo las órdenes del que más tarde fuese emperador Tito en el 70 d. C., como represalia a las revueltas judías contra los conquistadores romanos. Según otros estudiosos la presencia del afloramiento rocoso podría responder incluso a una rememoración de la piedra fundamental sobre la que fue creado el mundo, según propone la cábala o Kabbalah, escuela de pensamiento esotérico judaizante que intenta descifrar la sabiduría secreta encerrada en la Torah. La pared norte, por su lado, muestra las portadas graníticas, hoy en día cegadas, que darían acceso a dos dependencias anexas a la sala de oración, desaparecidas tras la construcción de viviendas junto al templo, identificadas según algunos estudiosos con un vestíbulo y la sala de oraciones de las mujeres. Frente a ella, en el muro sur, una nueva puerta se abre al que fuese zaguán del edificio, de origen posterior a la expulsión de los judíos de España y abandono del monumento como centro religioso de la comunidad hebrea de Valencia de Alcántara.
Arriba: el muro oriental del monumento, ubicado frente a la portada principal de la sinagoga y con la que se encontraba de frente el creyente que acudía a la misma, pudo estar destinado antiguamente a albergar el Arca donde se custodiaban los rollos de la Torah, apreciándose aún hoy en día en el mismo los afloramientos pétreos que, respetados intencionadamente por los arquitectos, guardan la tradición hebrea de dejar una pared de la sinagoga sin lucir, en conmemoración posiblemente a las destrucciones sufridas por el Templo de Salomón en Jerusalén.
- Cómo llegar:
Valencia de Alcántara, una de las poblaciones más relevantes del sudoeste de la provincia cacereña, frontera histórica con la vecina Portugal, se haya unida a la capital provincial a través de la carretera nacional N-521, que une en su trazado completo la localidad de Trujillo con la frontera lusa. Una carretera regional por el contrario, denominada EX110, une el municipio con la capital pacense, más concretamente con la cercana Gévora, tras atravesar las localidades de Alburquerque y San Vicente de Alcántara en nuestro viaje orientado a este destino si partimos desde Badajoz.