jueves, 31 de mayo de 2012

Tesoros del camino: pinturas murales góticas de la Concatedral de Santa María de Cáceres


Arriba: excesivamente deterioradas por la humedad y el mal de la piedra, sobreviven en las capillas de los Saavedra y Figueroa, en el interior de la Concatedral de Santa María de Cáceres, varias pinturas murales de traza gótica donde aún puede atisbarse en coloridos tonos el Llanto por la muerte de Cristo, centrando una Piedad  acompañada de otras pías y santas mujeres la escena mejor conservada.



Corría la década de los treinta, en pleno siglo XIII cuando, bajo el reinado del monarca castellano Fernando III, conocido como el Santo, la práctica totalidad de las tierras que conforman hoy en día la región de Extremadura quedaba bajo poder cristiano, convirtiéndose en súbdita comarca del reino de Castilla. Finalizaba así, tras dos siglos de luchas alternas, la Reconquista cristiana de este enclave del Suroeste peninsular, puesta en práctica desde que Alfonso VI iniciara esta campaña político-religiosa ocupando Coria en 1.079, con destacados avances militares durante los reinados de los leoneses Fernando II y Alfonso IX.

Son dos siglos de cambios continuos, de alternancias en el poder por parte de ambos bandos los que conoce Extremadura durante las centurias de la denominada como Plena Edad media, etapa intermedia entre el Alto y el Bajo Medievo conocida por ser una época de cambios político-sociales destacados en Europa, fruto del progreso histórico que acompaña al devenir de la historia de los pueblos, y cuya trascendencia queda marcada e incluso resumida por un cambio no ya en lo político o en lo social, sino en lo artístico, con la desaparición paulatina del Románico frente al auge del arte Gótico, movimiento que surge, inspirado por la Orden del Císter, como respuesta a un abarrocado Románico corrompido, según los monjes cistercienses, por lo material frente a lo espiritual, engarzando esta recuperación del ascetismo y la liberación del espíritu con la cada vez más marcada humanización de la sociedad y puesta en libertad del ser humano.



Arriba: enclavados en la zona media del muro de la epístola del templo cacereño, los dos sepulcros góticos pertenecientes a los Figueroa-Saavedra se muestran hoy en día como capillas de San Ramón Nonato y San Lorenzo, esculturas barrocas colocadas sobre los nichos originales por delante de las pinturas murales góticas que allí precariamente se conservan.



Coincidiendo cronológicamente el cambio político-social en los siglos centrales del Medievo en la región de Extremadura con el traspaso artístico entre los movimientos románico y gótico en la Europa Occidental, la vuelta al cristianismo a tierras extremeñas, y con ella la edificación de nuevos templos erigidos bajo la advocación de la fe católica, se someterá a un cambio artístico paulatino de tal manera que, mientras que las comarcas del Norte cacereño o Alta Extremadura se supeditan al poder leonés cuando aún el Románico campea por los reinos cristianos del Norte peninsular, los últimos enclaves añadidos al mapa castellano conocerán de su nueva situación una vez implantado el Gótico en la Península Ibérica.

Fruto de este devenir en la historia del arte español surge un traspaso de corrientes cuyo resultado es la aparición, en un gran número de municipios extremeños, de edificios religiosos híbridos, inaugurándose sus obras bajo el signo del Románico, pero finalizándose bajo los diseños de la corriente gótica, hibridez que se verá sometida, a su vez, a un tercera influencia, en este caso renacentista, con la llegada de la Edad Moderna y, en el caso de España, con la fundación del Imperio Español a raíz  de la política matrimonial llevada a cabo por los reyes Católicos y, fundamentalmente, por el descubrimiento y conquista de las Américas.



Arriba: siendo los dos sepulcros paralelos en cuanto a diseño y traza, es el panteón de la izquierda el que guarda mayores vestigios de los frescos tardomedievales que allí se pintaron, adivinándose restos de la escena entre borrones y desconchados que la humedad y el olvido de los hombres han querido provocar.


Como consecuencia de esta doble, o incluso triple influencia artística en la fábrica de diversos edificios religiosos extremeños, se da la conservación en algunos destacados casos de templos donde se pueden apreciar trazas de sendos movimientos artísticos medievales, Románico y Gótico, culminados con los diseños del siglo XVI, unas veces separados potencialmente unos de otros, como en el caso de la Catedral, o Catedrales placentinas, o bien figurando en una simbiosis artística como puede observarse en la Iglesia de Santa María la Mayor de Cáceres, declarada como Concatedral de la Diócesis de Coria-Cáceres según Bula Papal de Pío XII, de 9 de abril de 1.957.

Reconquistada definitivamente la otrora villa de Cáceres en 1.229, la iglesia de Santa María se erige en la parte baja de la ciudad intramuros, en contraposición a la iglesia de San Mateo que, en el barrio alto del casco histórico se construye sobre los cimientos de la desaparecida mezquita mayor de la ciudad musulmana. Considerada la primera y principal iglesia de las erigidas intramuros tras la Reconquista final, y una de las cuatro originales parroquias con que contó inicialmente la urbe, escasas noticias han llegado sobre su fundación, a excepción de un significativo dato registrado en el Fuero de Cáceres, concedido a la villa en 1.230 por Alfonso IX de León y confirmado en 1.232 por su hijo Fernando III el Santo, donde se menciona que las reuniones del Concejo, origen del posterior Ayuntamiento, tendrían lugar bajo la ”finiestra de Sancta María", lo que lleva a los estudiosos a pensar y considerar que la primitiva iglesia sería iniciada en mencionada época, surgida en un tardorrománico aún visible en ciertos canecillos que culminan ambas portadas de los pies y del lado del evangelio de la actual iglesia.



Arriba y abajo: son dos retazos del mural las porciones mejor conservadas del mismo, uno de ellos apareciendo en la parte izquierda de la pintura (arriba), mientras que el otro se ubica en la zona media de la mitad derecha del fresco (abajo), representando la primera el Llanto por la muerte de Cristo, con presencia de personajes bíblicos que aún hoy se pueden nombrar, observándose en el otro tramo la ubicación de diversos personajes de difícil caracterización que bien pudieran complementar la escena anterior o formar parte de un segundo capítulo narrado en el mismo escenario.





Mientras que estos vestigios románicos se mantienen aún visibles en mencionados detalles de las dos portadas que hoy en día permiten el acceso al interior del templo, entre ambas puertas se alzaría la torre del monumento a mediados del siglo XVI, añadido renacentista que, junto al coro, culminarían las obras totales de la iglesia bien comenzada la Edad Moderna, sólo incrementadas a mediados del siglo XX por la creación de la Capilla del Sagrario, en el lado de la epístola, construyendo sobre el antiguo cementerio que ocupaba este lado del edificio y que propició el desuso de la portada de este muro como puerta de acceso al monumento. Sin embargo la práctica totalidad de las tres naves que componen la planta del templo cacereño, así como su cabecera y las bóvedas que cubren el edificio, serían erigidas a finales del siglo XV, diseñándose en pleno estilo gótico, triunfante en la época y de gran gusto en la corte de los Reyes Católicos, reinado durante el cual parece ser que se llevaron a cabo las obras mencionadas según los escasos datos escritos que al respecto se conservan. Intervendrían en la misma el afamado arquitecto Pedro de Larrea y sus colaboradores Diego Alonso Barreras y Juan Benito el Viejo, dejando el primero la obra en mano de los segundos una vez aceptada su intervención en la construcción del Conventual alcantarino de San Benito, en 1.505.



Arriba: bajo el cuerpo yacente de Cristo, sostenido por Santa María en su regazo, se adivina un nuevo personaje que bien pudiera asimilarse a San Juan Evangelista, presente, como María y las otras tres mujeres pías que la acompañan, durante las horas finales de Jesús en el Gólgota.

Abajo: sorprende al observador sobre las figuras de las santas mujeres la presencia de un ser sobrevolando la escena, bien un ángel del Señor que el autor allí quisiera colocar, o posiblemente una imagen de Cristo Resucitado ascendiendo a los Cielos, lo que permitiría catalogar esta pintura como un ejemplo más de obra donde el autor ha querido reflejar varios capítulos sagrados en una misma escena, enriqueciendo aún más de esta manera el valor artístico de la misma.




Rematados ambos sepulcros con arcos apuntados, cubiertos éstos a su vez por doble arquivolta de sencillos capiteles en las columnillas que las sostienen, están los nichos decorados de manera sencilla con sendos escudos heráldicos de los dos apellidos nobiliarios que encargaron su fábrica y que allí descansan, dispuestos tres en cada frontal de forma alterna, figurando dos blasones de los Saavedra en el sepulcro de la izquierda (capilla de San Ramón Nonato), y dos de los Figueroa en la actual capilla de San Lorenzo. Cubren también mencionados emblemas heráldicos la tapa de los panteones, mostrando las cinco hojas de higuera que componen el emblema de los Figueroa, así como las tres bandas ajedrezadas que, sobre campo de plata, presenta a los Saavedra, familias asentadas en la villa tras la Reconquista de la ciudad y que emparentaron entre ellas después como lo hicieran con otras muchas de las que como ellos formaban parte de las clases altas de la urbe, con casas y palacios dentro de sus muros situados, por parte de los Figueroa, en la Cuesta de la Compañía, y la de los Paredes-Saavedra en plena calle Ancha.

Pero si algo destaca en estos dos sepulcros góticos de la Concatedral de Santa María no son los escudos o la historia de las sepulturas, escasa por otro lado, sino las pinturas murales datadas a finales del siglo XV o comienzos del siglo XVI que cubren el espacio resultante entre nichos y arcos, diseñadas bajo un estilo tardogótico y que encabezarían el listado de las pinturas murales más antiguas de las conservadas en la ciudad cacereña, y unas de las más antiguas pinturas al fresco de las creadas tras la Reconquista en la región de Extremadura. Su estado de conservación, por desgracia, es muy lamentable. La gran humedad que empapa los muros, así como el mal de la piedra amenazan con hacer desaparecer por completo estas obras, pudiendo aún observarse parte del dibujo en la escena ubicada sobre el sepulcro izquierdo, sin poder decir lo mismo del panel paralelo derecho, donde apenas quedan vestigios del mural que allí se plasmó, contando entre los escasos restos pequeños fragmentos de la composición arquitectónica que, como trampantojo, circundaba la escena religiosa que allí tenía cabida.



Arriba: detalle de las cabezas que se conservan en la escena aún visible de la mitad derecha del mural donde se puede observar a los personajes mirando hacia la zona superior izquierda, pudiendo con ello barajar la opción de que los mismos, más que complementar la escena de Piedad que a la izquierda de ellos se encuentra, se hallasen relacionados con la Ascensión del personaje enclavado en la esquina superior izquierda, o incluso que mirasen a un desaparecido Cristo Crucificado que presidiese el panel y que hubiera desaparecido por completo con el paso de los años.


Para el mural izquierdo se escogió, como era habitual en la pintura gótica, temática basada en pasajes del Nuevo Testamento, y más concretamente en capítulos bíblicos obtenidos de los Evangelios y de la vida de Cristo. Posiblemente seleccionada por su relación con la muerte y resurrección de la carne, en clara conexión con el destino del lugar donde se iban a ubicar las pinturas, el sepulcro de los Figueroa-Saavedra que allí se encuentra se corona con una escena donde, en el margen izquierdo y como mejor resto conservado de la misma se narra el Llanto por la muerte de Cristo, donde una María Dolorosa sostiene el cuerpo yacente de Jesucristo sobre sus brazos mostrándose como una Piedad, representación tradicional de la Virgen María sosteniendo en su regazo el cuerpo yacente de su hijo tras el descendimiento del mismo de la cruz, acompañada de otras tres santas y pías mujeres que bien pudieran ser María Magdalena, María madre de Santiago y de José, identificada con María de Cleofás y tía materna de Jesús,  y la madre de los hijos de Zebedeo (Santiago el Mayor y San Juan Evangelista), identificada a su vez con Salomé, tal y como se menciona a lo largo de los cuatro evangelios canónicos, si bien los evangelistas sitúan a estos personajes durante la crucifixión de Jesús sin mencionar su presencia por el contrario durante el descendimiento del cuerpo del mismo, desclavado y descolgado por José de Arimatea y Nicodemo . Se cubre la Madre de Jesús con manto de color azul portando a su vez túnica de color rojizo, colores usados como simbología de pureza y virginidad, el primero, y de realeza el segundo, atribuidas a Santa María por haber nacido sin pecado original y concebir a Jesús sin conocer a varón, presentándola además como reina de los cielos y trono del que nació Cristo Rey.



Arriba: hermano del sepulcro izquierdo, el panteón de los Figueroa-Saavedra de la derecha, destinado hoy en día a acoger la imagen de San Lorenzo que previamente ocupó su propio retablo en el muro de la epístola, carece sin embargo de pinturas murales en la actualidad, no porque el mismo no las acogiera, sino porque la acción devastadora de la humedad se ha encargado de hacer desaparecer los mismos, dejando para la posteridad escasos vestigios en las zonas más extremas del mismo.


Bajo las cuatro santas mujeres y el cuerpo inerte de Cristo otra figura, presuntamente arrodillada y observando la escena, bien pudiera identificarse con San Juan Evangelista, también presente según los sacros escritores durante la Crucifixión de Jesús, personaje masculino a juzgar por la falta de manto que le cubra la cabeza, como sí se muestra en las mujeres pías, y de pelo largo de similar traza a la usada para representar los cabellos de Cristo. El mal estado de la composición en este ángulo impide vislumbrar más detalles de la obra en este lado de la escena, apareciendo por el contrario restos de otros tantos personajes en la mitad derecha del panel, donde algunas cabezas presuntamente varoniles ampliarían la escenografía. Si atendemos a un detalle que, en la zona superior izquierda ha querido casualmente conservarse, podremos observar lo que pudiera ser una imagen de Cristo Resucitado ascendiendo a los Cielos, cubierto con manto blanco como era habitual describirlo de manera artística durante esta escena de Resurrección mesiánica. Estaríamos por tanto ante una obra donde se conciben varias escenas en una, alternando el Llanto por la muerte de Cristo con la Resurrección o Ascensión del mismo. Sin poder descubrir lo reflejado en las zonas borradas del mural, podríamos pensar que los personajes de la derecha bien podrían complementar la escena del descendimiento, pudiendo estar ante imágenes de José de Arimatea o de San Nicodemo, o bien pertenecer las mismas a una segunda escena observando la Ascensión de Jesús, a juzgar por la elevación de sus miradas hacia este punto de la obra. Se podría barajar, incluso, que una tercera escena, correspondiente a la Crucifixión, figurase en la obra original, apareciendo este fresco como compilación en un único escenario de varios capítulos relativos a la muerte y resurrección de Jesús, recurso pictórico narrativo utilizado por los grandes maestros de la pintura y de gran gusto a finales del Medievo y durante la Edad Moderna, lo que multiplicaría iconográficamente el valor de una obra que ya cuenta con un alto valor artístico, y más aún histórico, manteniéndose como uno de los tesoros menos conocidos de la Concatedral de Santa María la Mayor, tesoro a su vez dentro de la pintura mural cacereña y extremeña, y tesoro que podemos descubrir paseando por este templo. Es, sin dudarlo, todo un tesoro en el camino.



Arriba y abajo: pobres y sumamente escasos restos de las pinturas del panel derecho son los conservados a día de hoy, contando apenas con menudos fragmentos de la pintada arquitectura que enmarcaría la escena, trampantojo similar al aparecido en el panel paralelo.




(La Concatedral de Santa María la Mayor de Cáceres se encuentra habitualmente abierta a diario, en horario de 10 a 14 y de 17 a 20 entre octubre y abril, y de 10 a 14 y de 18 a 21 de mayo a septiembre, siendo su acceso libre para los nacidos y residentes en la capital provincial, y supeditado a la compra de una entrada para el resto de visitantes).

miércoles, 30 de mayo de 2012

Ermita de San Berto, en Hinojal


Arriba: ubicada a las afueras de la localidad de Hinojal, en el poniente del casco antiguo del pueblo, la Ermita de San Bartolomé, conocida comúnmente como de San Berto, se erige entre dehesas y pastizales al sur del río Tajo desde mucho antes de la fundación del municipio, construida por los hermanos de la Orden del Temple que ocuparon durante el siglo XIII estas tierras, o bien reconvirtiendo los monjes-guerreros para la cristiandad un antiguo morabito de origen islámico.


Posiblemente uno de los hechos que, a lo largo de la historia de las tierras y de los pueblos que conforman la actual Extremadura, más ha marcado el devenir de nuestra región, dibujando a la par las bases de nuestra cultura, de nuestra identidad e incluso de nuestro presente, ha sido la repoblación acaecida sobre la misma tras la reconquista llevada a cabo por los reinos cristianos del Norte peninsular, a lo largo de la Edad Media. Mientras que otros aspectos históricos de gran calado que marcaron el rumbo de la historia se han ido diluyendo con el paso del tiempo, como la división territorial de la Hispania romana que promovió la presencia de la Lusitania en estos confines, la relevancia peninsular emeritense durante la ocupación romana y visigoda, o la existencia de una monarquía de fe musulmana asentada en la ciudad de Badajoz desde donde gobernaba el homónimo Reino Taifa, la repoblación y colonización cristianas llevadas a cabo en Extremadura se ejecutaron bajo unas condiciones históricas concretas, influencias en gran medida por diversos aspectos y características socio-geográficos muy singulares, que propiciaron una repartición del territorio muy singular, y una repoblación muy particular, cuyo peso aún marca el día a día en nuestra Comunidad.



Arriba: aspecto general que presenta la Ermita de San Berto, de planta cuadrada y muros fabricados con lajas de pizarra, cubierta con una cúpula de ladrillo que pudiera heredarse de la posible primitiva construcción musulmana de la que parte.


Mientras que en repoblaciones medievales previas llevadas a cabo en las vegas del río Duero y tierras castellanas y leonesas los terrenos fueron ampliamente repartidos entre los numerosos colonos cristianos, que acogieron de buen grado la idea de ocupar esta antigua tierra de nadie, recibiendo una porción de tierra donde asentarse, donde cultivar y de donde poder proveerse tanto ellos como los descendientes que de ellos la heredasen, la repoblación extremeña no obtuvo la misma respuesta por parte de la población súbdita de los reyes de León y de Castilla. Sin olvidar el importante hecho de que el aumento de la población durante el Medievo era bastante lenta, y concretamente en el caso peninsular conoció una crecida más pausada que el trascurrir de los hechos históricos, llevándose a cabo la Reconquista de manera más rápida que el aumento del número de habitantes en los reinos reconquistadores, las condiciones y características de los nuevos territorios adquiridos por las Coronas leonesa y castellana, unidas posteriormente en una única monarquía bajo el reinado de Fernando III el Santo, influenciaron junto a lo anteriormente mencionado de tal manera que el número de colonos que decidieron hacer de Extremadura su nuevo hogar y lugar de asentamiento fue mucho menor que en campañas anteriores, e incluso más menguado que en procesos posteriores. A diferencia de las tierras occidentales de la Meseta Norte, que nunca llegaron a ser ocupadas en la práctica por gobernadores andalusíes, los territorios extremeños formaban parte de la frontera noroccidental del espacio comprendido por Al-Ándalus, desde la aparición del mismo hasta su ocupación cristiana definitiva a lo largo del siglo XIII. Esta situación fronteriza, que provocó la alternancia del poder entre las facciones militares de ambas culturas durante un prolongado periodo de tiempo, comprendido entre los siglos XII y XIII, influenció enormemente en las gentes nacidas al norte del Sistema Central, que no veían una seguridad absoluta o certera en semejante extremo del país. Las condiciones naturales del enclave, relativamente poco explotado durante la dominación musulmana en comparación con otras zonas peninsulares, de naturaleza exuberante y con poblaciones y ciudades de no gran tamaño ni vecindad abultada, eran factores que tampoco favorecían la llamada de nuevos habitantes hacia estas tierras, situación entorpecida además y poco después por la reconquista de puntos claves del Sur peninsular, principalmente la vega del río Guadalquivir, donde los cultivos y la explotación agro-ganadera era destacada, y las dos ciudades más relevantes erigidas a los pies de dicha corriente fluvial, como eran Sevilla y Córdoba, reconvertidas al cristianismo por Fernando III el Santo tras la reconquista definitiva de Extremadura, ofrecían oportunidades más golosas en cuanto a trabajo y porvenir no sólo a los cristianos norteños, sino también a los mudéjares convertidos en súbditos de los reyes cristianos que encontraban en mencionadas localidades otras minorías musulmanas de número destacable, así como una cercanía a la última frontera andalusí granadina que pudiera proporcionar una vía de escape en caso de necesidad.



Arriba: enmarcada por cuatro contrafuertes, ubicados respectivamente en cada una de sus esquinas, la ermita hinojaliega presenta las directrices y características propias de los edificios religiosos templarios, con marcada austeridad y carácter militar.


Por todo ello y ante tal situación, advertidos los diversos monarcas cristianos que habían tomado parte en la reconquista de las tierras de Extremadura, principalmente Fernando II de León a finales del siglo XII, y Alfonso IX de León junto a su hijo Fernando III el Santo, en la primera mitad del siglo XIII, no dudaron mencionados reyes en repartir los terrenos recientemente adquiridos por las armas entre todos aquéllos que habían servido fielmente a la Corona, y por ende a ellos mismos,  luchando frente al poder agareno. Surgen así las grandes extensiones de terreno origen de los actuales latifundios que predominan en la región extremeña, vastos territorios donados a nobles y a caballeros que hicieron de ellos amplios cotos de caza y dehesas de explotación íntegramente ganadera que propiciaron, junto al escaso número de población asentada en la región, el lento desarrollo económico de la misma, multiplicándose las dificultades para la llegada de la industria y, en definitiva, prolongándose en el tiempo un sistema de vida rural que aún marca el día a día de Extremadura y que conllevó la pobreza económica de la Comunidad y el atraso consolidado frente a otros puntos del país, y más aún del continente, donde el despegue económico era una realidad y el avance industrial un hecho consolidado.

No olvidaron los monarcas cristianos durante mencionada repartición un detalle a tener en cuenta, atisbando las dificultades que un territorio tan amplio, pero tan escasamente poblado y colonizado podría presentar en cuanto a su sometimiento en un futuro no lejano, que conservaba además su carácter fronterizo sino con respecto a la cada vez más menguada Al-Ándalus, sí en referencia a la vecina Portugal. La necesidad de controlar, explotar y defender estos territorios se hacía necesaria pero a la vez difícil, por lo que, aprovechando la repartición entre las personalidades y grupos de los que habían recibido ayuda en las luchas reconquistadoras, decidieron distribuir un gran porcentaje de los terrenos entre las Órdenes Militares, siendo así éstas premiadas por sus servicios al reino, pero convirtiéndose indirectamente en defensoras y vigías de los territorios reconquistados. De igual manera las principales localidades y ciudades percibieron amplios terrenos para su propia autoexplotación, cedidos en sus diversos fueros, destacando la por entonces villa de Cáceres, cuyo término municipal aún presume de ser el más amplio de toda España. Otras tantas localidades quedaron bajo realengo, asegurándose así los monarcas la presencia de su gobierno en la zona.



Arriba: ventana abierta en el muro de la epístola del inmueble religioso, único espacio, junto al vano paralelo de la pared del evangelio, que permita la entrada de luz al interior del templo


Fueron las Órdenes de Alcántara, primitivamente llamada de los Caballeros de San Julián del Pereiro, y la de Santiago, inicialmente de los Fratres, Freires o Caballeros de Cáceres, las dos organizaciones militares que recibieron mayor número de territorios y de más grandes extensiones a lo largo y ancho de la región extremeña, con presencia predominante de la primera en las tierras de Cáceres, y de la segunda en la provincia pacense. Hubo sin embargo otra Orden militar que también recibió por parte de los monarcas diversos enclaves, de los que dispuso bajo su mandato en ambas demarcaciones extremeñas. Siendo la primera de las Órdenes militares que recibió este privilegio en Extremadura, poniendo Fernando II de León bajo su jurisdicción e inicialmente algunos de los castillos reconquistados en la Transierra, actualmente la Sierra de Gata, la Orden de los Pobres Caballeros de Cristo y del Templo de Salomón, más conocida popularmente como la Orden del Temple o de los templarios, administró tres Encomiendas en territorios extremeños, de dilatadas dimensiones y repartidas por ambas provincias cacereña y pacense, regidas bajo sus costumbres y directrices, sin otorgar capitalidad que las gobernase a todas ni destacando poblaciones dentro de cada una de ellas, para provocar así una homogeneidad entre las localidades que las formaban. Las tres Encomiendas serían conocidas como la de Alconétar, en Cáceres, y las de Capilla y Jerez-Ventoso (Jerez de los Caballeros-Valencia del Ventoso), al noreste y sur de la provincia de Badajoz, respectivamente. 

Ocupaba la Encomienda de Alconétar, la primera en formarse y la última en disolverse de las tres con que contaron los templarios en Extremadura, entre 1.167 y 1.310 (con recuperación momentánea almohade de la mayoría de los territorios que la comprendían a finales del siglo XII), una franja de terreno que alcanzaba por el Oeste cacereño la frontera portuguesa, algunos de cuyos municipios, por entonces bajo el gobierno de los templarios, pasarían posteriormente a formar parte del vecino reino, como Salvaterra do Extremo, separada de España por el río Eljas y con la que se comunicaban a través del Puente romano erigido sobre mencionado caudal. Templario era también el control efectuado sobre el romano Puente de Alcántara y las fortalezas aledañas y defensoras del mismo, si bien la localidad alcantarina pertenecía a la Orden homónima, con los que pleitearon en diversas ocasiones llegando a dar lugar a auténticos combates auspiciados por una reconocida enemistad entre ambas formaciones. Desde allí, y remontando el curso del río Tajo, las posesiones de la Orden del Temple alcanzaban el sitio de Alconétar, erigido sobre la antigua Túrmulus romana, en la confluencia de los ríos Tajo y su afluente Almonte, donde también el Puente de Mantible se contaba como una de las pertenencias de la Orden templaria, cuya explotación, basada en el peaje solicitado para poder atravesar el viaducto y continuar así la ruta conocida como Vía de la Plata, proporcionó cuantiosas sumas a los monjes-guerreros. Cerca de mencionado enclave, Cañaveral y Garrovillas de Alconétar se sumaban a las poblaciones templarias, lindando al Este con el término municipal de Plasencia, y al Sur, a la altura de los actuales Talaván e Hinojal, con el término municipal cacereño.



Arriba: vista general de la actual entrada a la ermita templaria, de baja altura y coronada por un arco de ladrillo, cubierta a su vez de otro arco de ladrillo de mayores dimensiones y espacio interior cegado, posible restos de un diseño previo del edificio rectificado para mayor sobriedad y recogimiento.


Abajo: detalle de la puerta de acceso al inmueble vista desde el interior del mismo, donde un antiguo tablón de madera sostiene la armazón que cierra el muro que cubre el frontal de la ermita, en precario estado de conservación.





Con un total de 1.142 km2, los templarios que gobernaban la Encomienda de Alconétar recibían sus ingresos fundamentalmente a raíz de los peajes mencionados, impuestos sobre los puentes destacados que figuraban dentro de sus territorios y que facilitaban el paso sobre ríos de potente caudal, como en el caso del Tajo. Sin relevancia en lo referente a la agricultura, y sin olvidar los tributos recibidos a través de la denominada “luctuosa” o “luytosa” (pago en forma de dinero o especies recibidos cada vez que uno de sus vasallos o habitantes de la Encomienda moría), el resto de las ganancias provenían de la amplia explotación ganadera a la que sometieron las vastas extensiones de terreno cedidas por la Corona, salpicadas de reses vacunas, así como porcinas y ovinas, cuyos productos, tanto cárnicos como derivados, especialmente la lana, eran ampliamente solicitados, respaldados por la feria de ganado que periódicamente tenía lugar en Alconétar.

Esta amplia dedicación ganadera ha sido una de las principales herencias legada por la Orden del Temple a los pueblos sobre los que un día se asentaron, herencia, por otro lado, escasa en cuanto a bienes inmuebles, o incluso bienes muebles, se refiere, ya que el carácter práctico de los hermanos que conformaban la Orden llevaba en la mayoría de los casos a la reutilización de edificios construidos previamente a su posesión de los terrenos, reutilizando muchos de los castillos que los musulmanes elevaran para defensa del territorio, como es el caso de Portezuelo. Los inmuebles que sí llegaban a ver la luz de la mano templaria llevarían el sello de la Orden grabado a través de los votos de pobreza y obediencia, así como sometimiento absoluto a Dios, a que se sometían y bajo el que construían, reflejados en el lema de estos monjes-guerreros sobre el que basaban su existencia y que llevaban en ciertos aspectos hasta el extremo: “nada para nosotros, Señor, sino para dar gloria a tu nombre”. Estas características, recibidas de su origen cisterciense y recogidas en el Libro de la Construcción de la Orden, unidas a su doble condición de eremitas y soldados, propició la aparición más que de un estilo, de unas peculiaridades propias en sus edificios, donde la sobriedad, la austeridad, la sencillez, la pobreza de materiales y el carácter militar marcaban las trazas y el diseño.




Arriba: con un interior recio y austero, la Ermita de San Berto conserva escuetos restos de su escasa decoración original, basada ésta principalmente en sencillos esgrafiados entre los que sobresale en la cabecera, sobre la hornacina central, un triángulo isósceles que guarda en su interior un jarrón con azucenas, símbolo de la consagración de los edificios a la Virgen María, santa titular del escaso santoral del que los templarios era devotos.


Gracias a la bula papal otorgada a la Orden templaria por Alejandro III durante el tercer cuarto del siglo XII, confirmada por el Papa Gregorio IX en 1.238, los caballeros templarios disponían de total libertad para erigir templos. Con gran devoción por Santa María, la mayoría de sus iglesias y ermitas estaban dedicadas a la Madre de Dios o al pequeño santoral del que eran devotos, destacando entre los personajes religiosos a venerar por los monjes-guerreros Santa María Magdalena, San Miguel, San Sebastián o San Bartolomé. En el caso del edificio religioso más destacado dentro de la Encomienda de Alconétar, ubicado en mencionado enclave y hoy sepultado y desaparecido bajo las aguas del conocido como Embalse de Alcántara, estaríamos ante un complejo religioso compuesto de convento y ermita adosada, erigidos bajo la advocación de Santa María de Magdala, para lo cual se reaprovecharon, al parecer, los restos de una antigua basílica visigoda construida en las cercanías del Puente de Mantible, en el margen derecho del río Tajo, y junto a la cual, durante el siglo XIII los templarios acondicionaron un recinto funerario, enterrando allí a muchos de sus hermanos. Sí se conservan, por el contrario, una casa-convento así como una ermita templarias a no mucha distancia de la anteriormente mencionada, ubicada la primera en las cercanías de Garrovillas de Alconétar, hoy convertida en la casa de los ermitaños de la Ermita de Altagracia,  y la segunda a las afueras del pueblo de Hinojal.

La denominada como Ermita de San Bartolomé, más popularmente conocida por los hinojaliegos como Ermita de San Berto, reúne las características propias de las construcciones templarias en general, y algunas particularidades que la relacionan con el resto de edificios religiosos de la Encomienda de Alconétar, en particular, como es el uso de la pizarra en sus muros, siendo igualmente de esta fábrica las paredes del desaparecido Convento de la Magdalena de Alconétar. Estas características, así como el legado oral, frente a una prácticamente ausencia de escritos que nos hablen de la fundación u origen del templo, permiten atribuir la construcción del edificio a la Orden Militar que poseyó estas tierras, cuyas dehesas, amplias y generosas en pastos, pudieron surtir a las numerosas cabezas de ganado templarias, como aún hoy en día lo siguen haciendo para los habitantes de la localidad. Si bien la advocación formal de la ermita, dedicada a San Bartolomé, uno de los escasos santos hacia los que los templarios ejercían devoción, nos acerca a ese origen medieval concreto, la costumbre de denominar al templo bajo la advocación de San Berto, diminutivo de Roberto, pudiera hacer referencia al santo y monje benedictino fundador de la Orden monástica del Císter, San Roberto de Molesmes, bajo cuya influencia pudo tener lugar también la aparición de la Orden del Temple, a comienzos del siglo XI. Son sin embargo su reducida dimensión, la hibridez de su composición, a caballo entre lo religioso y lo castrense, o la gran austeridad en el interior y en el exterior, con ausencia casi total de ventanas o vanos, lo que definitivamente acerca este monumento a los monjes-guerreros que administraron estas tierras.




Arriba y abajo: imágenes de los vanos izquierdo y derecho respectivamente de la Ermita de San Berto, únicos elementos que rompen con la austeridad y sobriedad de los muros.




Aunque no se tienen noticias concretas sobre la fundación del pueblo de Hinojal, pudiendo llevarse a cabo entre los siglos XIV y XV, cuando estas tierras, una vez disuelta, perseguida y desaparecida la Orden del Temple en 1.307 pasaron principalmente a manos de la Orden de Alcántara en los territorios norteños de la Encomienda, así como bajo poder regio en los enclaves más sureños, como Alconétar, Garrovillas o Cañaveral, la presencia de la Ermita de San Berto a las afueras de la localidad hinojaliega hace pensar que una posible población previa al actual municipio tuviera presencia en este enclave, como pudiera atestiguar la conservación de varios enterramientos musulmanes en las proximidades del templo. Algunos autores llegan a afirmar sin embargo que el monumento pudiera tener no un origen templario, sino andalusí, constituyéndose como morabito o vivienda donde residía un ermitaño o persona pía musulmana, o bien panteón o mausoleo del mismo junto al que se solía habilitar un cementerio donde ser enterrados los seguidores o discípulos del religioso, habitualmente levantados éstos en lugares despoblados y ligeramente lejanos a todo núcleo de población, contando en época de dominio musulmán como enclave poblado más cercano el que encontrásemos en la misma Alconétar. Los templarios, en ese caso, pudieron reconvertir el edificio, cristianizándolo y aplicando sobre él las directrices de sus órdenes constructivas, de las que deriva la base del edificio actual y de cuya ubicación, tiempo después, pudiera originarse la colonización del enclave y surgimiento de la localidad de Hinojal. Si esta teoría fuese cierta, la Ermita de San Berto, ya importante entre los monumentos de la región por ser uno de los escasos edificios de origen templario conservado en nuestras tierras, menos cuantiosos aún aquéllos destinados al culto por los monjes-guerreros, multiplicaría su valor al haber sido reformada por la Orden del Temple pero erigida por los habitantes andalusíes, contando como uno de los escasos ejemplos de morabito existentes en España, donde destaca en la costa levantina y provincia de Valencia el morabito de Marchuquera, igualmente transformado en ermita tras la ocupación cristiana.



Arriba: construida en ladrillo y estucada en su interior, la cúpula que cubre el templo hinojaliego, sostenida por cuatro pechinas de similar fábrica,  sorprende por su contraste con la naturaleza pizarrosa del resto del inmueble.


La ermita de San Bartolomé, perteneciente antiguamente a la Cofradía del mismo nombre y actualmente en estado de abandono, bajo la tutela del Ayuntamiento de la localidad, presenta una planta cuadrada y reducidas dimensiones en la misma, cubierta con cúpula de ladrillo, rematada por cuatro contrafuertes que dominan sus ángulos más dos que protegen la puerta de acceso, y cuyos muros, en su práctica totalidad, están formados con lajas pizarrosas solo acompañadas de ladrillo en alguno remates, como se puede apreciar en los dos únicos vanos que, muy menudos y abiertos en los muros del evangelio y de la epístola respectivamente, coronan las paredes de éstos. De ladrillo son también los dos arcos que presenta la ermita en su portada o frontal, uno de ellos formando parte de la actual puerta de acceso al monumento, cuyas jambas están fabricadas con sillares graníticos, figurando el otro sobre mencionada entrada, a mucha mayor altura que la misma, sostenido sobre dos jambas construidas igualmente de ladrillo, cuya vista sólo se puede apreciar desde el interior del inmueble. El espacio interior o luz del arco mayor, tapiado con un muro de pizarra donde se abre el vano de acceso actual al templo, presenta dudas sobre la función que pudiera haber tenido mencionada arcada en este frontal de la ermita. Apreciándose además restos de lo que pudiera ser una tejado a dos aguas que, incrustado sobre él, hace pensar en la antigua existencia de un soportal o atrio de acceso al edificio, es posible que el cerramiento del ojo del arco y luz del mismo se ejecutara en una fecha posterior al levantamiento del templo, barajándose la posibilidad de que el arco mayor se diseñara por los arquitectos andalusíes que ejecutaron el morabito que algunos quieren ver en este inmueble, cerrada después por los templarios durante la cristianización del edificio esta entrada y sustituyéndose por otra de menores dimensiones que creara mayor recogimiento en el interior de la ermita. Se podría debatir  incluso sobre la clausura de esta portada inicial en épocas posteriores a la inutilización del para uso religioso, convirtiendo el mismo en almacén, cobertizo o corral.




Arriba y abajo: detalle de la cara interior del arco de ladrillo que corona el exterior de la portada de la ermita, sostenido por dos pilares de igual fábrica cuyos capiteles (abajo) quedaron semitapiados con el cerramiento efectuado sobre esta pared del edificio.




El interior de la Ermita de San Berto no presenta apenas diferencias constructivas ni formales respecto a su visión externa. De similar sencillez y austeridad conserva, sin embargo, restos de esgrafiados de trazo simple y decoración discreta. Con una hornacina vacía en la cabecera y sin restos de lo que fuese el altar, del arranque del arco mayor de ladrillo que sorprende en el exterior parte una franja de ladrillo que circunda el interior del templo. El esgrafiado diseñado bajo él presenta una decoración basada en la representación de casetones rectangulares de dimensiones repetidas y colocados de manera paralela tanto en lo vertical como en lo horizontal. El esgrafiado ubicado sobre la banda de ladrillo simula por otro lado una ficticia fábrica de sillares dispuestos a soga y tizón, alcanzando el estucado que cubre la cúpula, sostenida ésta por cuatro pechinas de ladrillo. El diseño repetitivo del esgrafiado sólo se rompe sobre la hornacina abierta en la cabecera, donde un triángulo isósceles guarda en su interior un jarrón portador de azucenas, simbología mariana habitual en Castilla ubicada en los edificios religiosos dedicados a Santa María, y que representa la pureza de la Madre de Dios, pudiendo hacer referencia a la imagen que allí se pudo venerar y custodiar antiguamente, siendo habitual por los templarios depositar alguna talla de la Virgen María en todos sus edificios religiosos, aún en el caso de fundarse el templo bajo la advocación de otro santo. Actualmente una talla en madera de San Bartolomé ha sido creada por uno de los vecinos del pueblo para alojarla nuevamente en la Ermita de San Berto en un futuro próximo y una vez restaurado el edificio, fomentándose poco a poco la recuperación del inmueble de la mano del actual alcalde del municipio, D. Teófilo Durán Breña, al que quiero agradecer desde este blog su cordialidad y colaboración desinteresada a la hora de mostrar esta construcción singular, joya del patrimonio hinojaliego y destacable monumento medieval de los que dispone y conserva Extremadura.




Arriba y abajo: con una fina banda de ladrillo circundando el interior del edificio, la decoración del mismo consta de semejante cenefa así como de los esgrafiados que la rodean, simulando sillarejo colocado a soga y tizón sobre la misma (arriba), o bien casetones rectangulares y paralelos en la parte inferior de los muros (abajo).




Cómo llegar:
La localidad de Hinojal, junto a los municipios de Talaván, Monroy y Santiago del Campo, forma parte de los conocidos popularmente como los Cuatro Lugares, poblaciones ubicadas al norte del término municipal cacereño antes de alcanzar el cauce del río Tajo y a la derecha del trazado de la Vía de la Plata, en dirección Norte. Acceder a cualquiera de ellos es fácil gracias al paso cercano de la Autovía A-66, carretera que atraviesa la región de Norte a Sur y que enlaza ciudades extremeñas principales como Cáceres, Mérida o Plasencia.

Una vez dejada atrás la capital provincial y conduciendo hacia el Norte peninsular, encontraremos un desvío directo hacia Hinojal tras superar el cauce del río Almonte. La carretera local Garrovillas-Hinojal nos acerca al municipio hinojaliego, adentrándonos en el mismo por la calle de Las Cruces, mientras que la carretera señalada continúa su trayecto hacia Talaván. Al final de la vía y a nuestra mano derecha, la calle de la Laguna nos permite dirigirnos hacia la zona poniente del pueblo, enclave de huertas y fincas destinadas al pastoreo del ganado donde nos aguarda la Ermita de San Bartolomé o de San Berto, abierta habitualmente al público sin horarios ni restricciones. En caso de hallarse el portón cerrado, amablemente nos cederán las llaves en el Ayuntamiento de la localidad, orgullosos de mostrar al viajero y visitante el monumento.



- Anexo (30/10/2014):

Aprovechando una visita al cacereño pueblo de Talaván, vecino de Hinojal, decidí adentrarme entre sus calles para poder comprobar en persona un hecho que me llenó de alegría descubrir entre los espacios que pueblan internet: la restauración de la Ermita de San Berto. Efectivamente la misma se ha llevado a cabo, reconstruyéndose su menudo soportal, retocándose su exterior, su cobertura y sus contrafuertes, así como su interior, donde se cobija nuevamente una talla en madera del santo bajo cuya advocación se ha abierto al público y a la oración este antiguo templo. Una grata noticia que debe ser celebrada no sólo por el pueblo hinojaliego, sino también por extremeños, españoles y amantes del arte y la cultura en general, al haberse rescatado del olvido y recuperado para el presente y el futuro un edificio que guarda en sus entrañas el sabor de lo medieval, escrito por la mano propia de la misma historia. ¡Enhorabuena!





Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...