sábado, 31 de marzo de 2012

Torre de los Pozos, en Cáceres



Arriba: destacando hoy en día de entre todas las torres conservadas del flanco oriental del sistema amurallado cacereño, la conocida como Torre de los Pozos se yergue esbelta capitaneando el baluarte que lleva su nombre, cuyo actual aspecto resulta de las posteriores reformas cristianas sobre un semidestruido entramado hidráulico almohade al que perteneció la atalaya y  del que proviene la nomenclatura del lugar.

A camino entre la crónica histórica y la leyenda popular se ubica el capítulo que narra la reconquista definitiva de la ciudad de Cáceres por parte de las tropas cristianas, capitaneadas por el rey Alfonso IX de León, llevada a cabo la noche del 23 de abril de 1.229, festividad de San Jorge, siguiendo los planes militares dictaminados por tal monarca, decidido a desplazar la frontera entre ambas facciones político-religiosas hacia el Sur, hasta alcanzar las vegas del río Guadiana e incorporar a su reino las tierras ubicadas al norte de mencionada corriente fluvial en la zona que más tarde se conocería como Extremadura, y cuyo sueño vería cumplir tras hacerse no sólo con la plaza cacereña, sino tomando además la emeritense y conquistando la ciudad de Badajoz, con apenas varios meses de diferencia entre el acaecimiento de unos y otros hechos, poco antes de la muerte del rey sucedida tras el verano de 1.230.





Varios habían sido los intentos del monarca por incorporar a sus dominios la que por entonces era llamada por los musulmanes como Qazris o Al Qazeres, nomenclatura de la que deriva el nombre actual del lugar, con sucesivos asedios en los que era apoyado no sólo por sus tropas y soldados de orígenes leonés, asturiano o gallego, sino además por diversas Órdenes militares, aprovechando la decadencia que comenzaba a reflejar el poder almohade sobre los territorios andalusíes, fuertemente tocado tras la derrota militar sufrida por las tropas musulmanas en la batalla de las Navas de Tolosa en julio de 1.212, comenzando tras la misma y con la muerte de su califa Al Nasir la etapa de los terceros reinos de taifas.

Ya había sido reconquistada con anterioridad la plaza cacereña en varias ocasiones, recuperada por primera frente al poder islámico en 1.166 por las huestes de Gerardo Geráldez, posteriormente conocido como Gerardo Sempavor o Gerardo  sin miedo, héroe de la reconquista portuguesa que se hizo con varias de las plazas andalusíes ubicadas en las que habían sido tierras lusitanas durante la época de los segundos reinos taifas. Fernando II de León la incorporaría por primera vez a los dominios de la Corona leonesa tras la toma de la ciudad por sus tropas en 1.169, figurando como plaza cristiana durante cinco años, durante los cuales se fundó en ella la denominada Orden de Santiago o de los Fratres o Caballeros de Cáceres, surgida para defensa de la ciudad y de los peregrinos que siguiendo la ruta mozárabe dirigían sus pasos hacia Santiago de Compostela, y cuyos miembros la perdieron frente al auge de los almohades, Imperio fundado al Norte de África que retomaba con fuerza bajo su poder las tierras de Al Ándalus.







No sabemos si la recuperación cristiana definitiva de la ciudad se debió a un fuerte ataque sorpresa por las tropas leonesas, cuya batalla se libró al parecer junto a la antigua Puerta de Coria, acceso norte de la ciudad y que tomó desde entonces y por tal motivo el nombre de Plazuela del Socorro, o si bien, y siguiendo los hechos narrados por la tradición oral recogidos en la leyenda más popular entre los cacereños, la toma alcanzó su éxito gracias a un ardid ingeniado por los leoneses, cuyo capitán supo hacerse de las llaves de un portillo que supuestamente comunicaba el alcázar de la ciudad con el flanco oriental de su cinturón amurallado, traicionando para ello el amor depositado en él por la hija del caíd, que se las había entregado con el fin de poder encontrarse cada noche con el hombre al que amaba. Recibía este pasadizo el nombre de Mansaborá o Mansa Alborada, tapiado según la propia leyenda tras la caída de la ciudad con la princesa convertida en gallina de áureo plumaje en su interior, y cuya existencia nunca se ha podido demostrar con seguridad, a pesar de descubrirse a mediados del siglo XX en los subsuelos del Palacio de las Veletas, surgido sobre el solar donde se erigía el antiguo alcázar, la entrada cegada a un desaparecido túnel, y de poderse vislumbrar desde la Ribera del Marco a su paso por la Fuente del Concejo una entrada a la muralla igualmente cegada cuya portada aparece abierta a los pies de la llamada Torre de los Pozos, de los Pozos del Conde, o del Gitano.

Sin embargo, y a raíz de la ejecución de diversas obras urbanas ejecutadas en la calle Miralrío a mediados de la década pasada, la demolición de varias viviendas construidas a los pies del Baluarte de los Pozos permitió descubrir no sólo los cimientos de una desaparecida torre coracha de la que se intuía su existencia, sino además recuperar una cisterna olvidada, averiguar el uso del portillo que allí se conserva, así como trazar los planos de un entramado sistema hidráulico al que pertenecen la Torre de los Pozos y los restos de la Torre de los Aljibes, ubicada a escasos metros de ésta y cuyos nombres ya permitían barajar la posibilidad de que su construcción se debiera a la defensa de una destacable captación de agua en el lugar, diseñada por los mismos arquitectos almohades que habían rediseñado y reforzado el sistema amurallado cacereño.







Desde su fundación por los romanos, y tras la caída del Imperio latino, poco o nada se sabe del pasado cacereño, incluyendo en este oscuro pasaje de su historia tanto la etapa visigoda como las primeras fases de la ocupación islámica, hasta la llegada a la Península Ibérica de los almohades. Entre las fuentes escritas apenas contamos con la cita del historiador al- Umari, que en el siglo X comentaba que Cáceres estaba “bien definida y como colgada de las nubes”. En cuanto a los vestigios monumentales o arqueológicos, cabe la posibilidad de que el Aljibe hispano-musulmán ubicado bajo el Palacio de las Veletas fuese creado en época emiral o califal, como defienden algunos eruditos basándose en la aparición de elementos romanos usados para la sujeción de sus arcos, solución arquitectónica muy habitual durante mencionadas épocas, idea apoyada además por los recientes estudios que barajan la posibilidad de que este espacio fuese empleado como mezquita antes de su reconversión por los mismos musulmanes como enclave para la captación de agua de lluvia. También es conocido que durante el Califato Cordobés la fortaleza cacereña se incluyó dentro de la línea defensiva que en este rincón andalusí pretendía contrarrestar los ataques castellanos, más propios de pillaje y rapiña que de incursiones militares, junto a los castillos trujillano, montanchego y el desaparecido de Santa Cruz de la Sierra.







La llegada de los almohades a la ciudad supuso no sólo el florecimiento socio-económico de la misma, sino el fortalecimiento de su urbanismo, y fundamentalmente el refuerzo y reconstrucción de sus murallas, posiblemente basado más que en un afán defensivo, en una táctica militar ofensiva al dotar a la plaza de un nuevo y fuerte amurallamiento de tapial sobre mampostería y sólida base fabricada con sillares graníticos reutilizados de antiguos edificios de origen romano, así como tomados de los restos de la previa muralla latina, que permitirían no sólo la defensa de los habitantes de la plaza, sino además el refugio y acuartelamiento de las tropas almohades que, venidas desde las regiones meridionales de Al-Ándalus, tomarían la ciudad como punto desde el que dirigir la protección de las fronteras andalusíes en esta zona de la Península Ibérica, así como  lugar de partida de las futuras incursiones en los territorios cristianos, intentando con ellas disuadir las repoblaciones y recuperar los terrenos y el prestigio que el poder musulmán había parcialmente perdido durante la etapa de los segundos reinos de taifas.







La construcción de la muralla almohade, con un perímetro de 1.174,7 metros y más de una veintena de torres albarranas, a las que se sumarían más de media docena de cubos o torres de flanqueo, se llevó a cabo bien desde la reocupación islámica de la ciudad tras la derrota infligida a los Fratres de Cáceres en 1.174, o a partir del año 1.195, fecha en que tuvo lugar la batalla de Alarcos, perdida por el reino de León, que permitió a los musulmanes restablecer en poco tiempo sus posiciones hasta la vega del río Tajo, convirtiendo entonces la ciudad como enclave primordial en la defensa de estos recuperados territorios, reconstruyendo y reforzando sus murallas como también lo hiciesen durante ese periodo de tiempo en Badajoz o en Trujillo, a resaltar entre otros castillos o alcazabas. La obra ejecutada por el Imperio almohade mu´miní, última reforma de importancia de las efectuadas sobre las defensas de la ciudad y cuyo resultado se ha conservado en gran proporción hasta nuestros días, presentaba como resultado un recinto acotado de 8,2 hectáreas y al que se accedería por tres puertas principales, las mismas que los romanos ubicaron en los flancos norte, este y sur de la antigua colonia, barajándose la posibilidad de que también en el flanco occidental existiera una entrada al interior de la plaza, ubicada bajo el espigón de la Torre del Horno y defendida por la misma, similar a la conservada en Jerez de la Frontera y conocida como Puerta del Campo. Desde esta misma atalaya albarrana partiría un muro interior que reforzaría la división del lugar en tres recintos diferenciados, con la medina en la subdivisión norte, donde hallaríamos las viviendas y los baños, un albacar sin construcciones en la subdivisión sur, espacio destinado posiblemente a la ubicación del zoco y como resguardo de los pobladores de zonas aledañas y de la ganadería en caso de asedio, así como terreno cedido a las tropas aliadas visitantes para su acampada, y finalmente una zona central ocupada con la alcazaba de la ciudad, lugar de reunión de las tropas y guarniciones militares propias, así como emplazamiento donde se erigiría el alcázar o residencia del caíd, y la mezquita del lugar, reemplazadas siglos después por el Palacio de las Veletas y la Iglesia de San Mateo, respectivamente. De los muros orientales de la alcazaba partiría nuevamente un muro divisorio que alcanzaría el Baluarte de los Pozos, por donde un posible portillo, quizás el reseñado en las leyendas, permitiera la fuga en caso de asalto por las tropas enemigas.







Es la Torre de los Pozos las más avanzada de las torres albarranas que circundan los lienzos de la muralla, edificada sobre un promontorio rocoso que facilita la defensa de la que está considerada como una de las más grandes de las torres almohades de Cáceres. Unida a la muralla por un paso albarrano de 26 metros de longitud, desaparecido en su mayor parte al ser engullido por posteriores viviendas, la también llamada Torre del Gitano posee una planta trapezoidal cercana al rectángulo, elevándose 14 metros desde su base. Desaparecido su almenado así como el acceso a la misma a través del mencionado paso albarrano, la entrada actual se lleva a cabo por un portillo localizado en el flanco sur de la misma, que la comunica con el resto del baluarte y por el que nos adentramos a la cámara interior de la torre, desde la que se accede a la terraza superior, cubierta por bóvedas de aristas apoyadas en una columna formada por tres tambores graníticos, de 1,84 metros de altura. Sí conserva de manera intacta, aunque amenazados por el paso del tiempo y su exposición a la intemperie desde su creación en época almohade, diversos esgrafiados en sus caras norte y oriental, decoración extremadamente valiosa no sólo por figurar como uno de los escasos elementos artísticos de fábrica hispano-musulmana conservados en la ciudad, sino además por constituir un legado histórico incomparable de la presencia almohade en la plaza. Mientras que en la cara oriental y frontal de la Torre de los Pozos alternan dos estrellas de ocho puntas, comunes en el arte musulmán, con falsos sillares y lágrimas, en la cara norte aparece un epígrafe trazado con caligrafía cúfica andalusí, donde los estudiosos arabistas han querido leer una alabanza religiosa traducida como “Dios es nuestro señor”. Varios metros por debajo de éste esgrafiado, una cinta anudada se conserva encasillando el falso sillarejo, vestigio de la posible decoración a base de cintas de mortero de cal que posiblemente cubrieron en un pasado la casi totalidad de los lados externos de la torre.








El portillo que en la actualidad permite el acceso al interior de la Torre de los Pozos facultaba antiguamente la comunicación de ésta con la próxima Torre de los Aljibes, enclavada junto a la esquina sur del lienzo que, partiendo de la Torre del Gitano cierra el lado oriental del baluarte. Un recorrido por el adarve del mismo, coronado con seis merlones, conduce hasta el paso albarrano que unía la Torre de los Aljibes al baluarte, manteniéndose hoy en día tan sólo este pasillo, cerrado como si de una menuda torre de flanqueo se tratara, así como la base de la atalaya. El flanco sur del conjunto defensivo, por otro lado, muestra hoy en día el muro con que los cristianos forraron el lienzo almohade previo, con diez merlones coronados en albardillas piramidales. También tras la Reconquista efectuada por los cristianos, y una vez en desuso los amurallamientos de la mayoría de los pueblos y ciudades españolas, el tramo de muralla coincidente con el espacio interno del baluarte fue sustituido por viviendas pertenecientes al Barrio de San Antonio o Judería Vieja, rellenándose el interior del baluarte con tierra y materiales rocosos hasta alcanzar los adarves de sus muros meridional y oriental, utilizándose dicho relleno como suelo donde sembrar así como el recinto resultante para llevar a cabo labores hortelanas.





Sin embargo la mayor transformación sufrida por el conjunto defensivo fue la que atañó a la Torre Coracha, enclavada frente a la Torre de los Pozos y defendida por esta última. Desaparecida casi en su totalidad, las labores arqueológicas llevadas a cabo a raíz de su descubrimiento en la década pasada han permitido recuperar no sólo los cimientos de la atalaya, pudiéndola ubicar con precisión en el mapa y otorgándole la veracidad que su desaparición había puesto en cierta duda, sino además la denominada Cisterna de San Roque que bajo ella se aloja, gran aljibe conservado en buen estado y cuyo almacenaje acuífero habría dictaminado el diseño del entramado hidráulico y defensivo del Baluarte de los Pozos. Posiblemente se nutre este aljibe de aguas subterráneas que afloran en esta zona de la ciudad, como sucede en otros múltiples lugares del casco urbano gracias a la profusión de las zonas calizas, tomándose las mismas a través de dos brocales que, en la parte baja de la torre, afloraban en una terraza fortificada de ésta, a la que se accedía por un igualmente fortificado pasillo que partía del portillo labrado en el flanco oriental del baluarte, defendido por la Torre de los Aljibes.





Gracias al descubrimiento de los restos de la Torre Coracha se ha podido recuperar no sólo un espacio más perteneciente al amurallado almohade cacereño, sino además los restos de un entramado hidráulico del que formaban parte la Torre de los Aljibes y la de los Pozos, y en definitiva el Baluarte donde ambas residen. Sabemos también que el portillo abierto en el flanco oriental del Baluarte, cegado hoy en día por el relleno que ocupa el interior del mismo, comunicaba la ciudad con la terraza desde la que poder sacar el agua depositada en la Cisterna de San Roque. Lo que no podremos saber es si este pasillo tuvo algún día otra puerta más allá que, escondida a los pies de la Torre Coracha, permitiría la comunicación desde este punto de la vega de la Ribera del Marco con el interior de la plaza fortificada, favoreciendo la evacuación de los residentes en caso de asedio, o bien como cuenta la leyenda, el asedio mismo a través de su sinuoso recorrido trazado en las entrañas de la ciudad hispano-musulmana. Quizás algún día un nuevo descubrimiento permita seguir escribiendo nuevos capítulos sobre la naturaleza de este monumento, así como sobre la historia de la ciudad, quedando hasta entonces viva la leyenda que desde siglos atrás circula incansable entre los habitantes de Cáceres, formando parte inseparable de su cultura y de su tradición más querida.





Cómo llegar:


(Entrada en construcción; disculpen las molestias. Gracias)



viernes, 23 de marzo de 2012

Aljibe mayor del Castillo de Trujillo



Arriba: diseñado en forma de L invertida y con 12,5 metros de longitud en su lado superior, el aljibe mayor del Castillo de Trujillo, junto con su hermano de menores dimensiones, ha surtido de agua a las huestes militares que allí han acampado, desde que se erigiera el recinto militar como enclave defensivo de una de las plazas más destacadas de la mitad septentrional del Al-Ándalus califal.

Cuenta el geógrafo y cartógrafo hispano-musulmán Abú Abd Alláh Muhammad al-Idrisi, más conocido como sencillamente Al-Idrisi, o El Idrisi, que la villa de Trujillo “es grande y parece una fortaleza. Sus muros están muy sólidamente construidos y hay bazares bien provistos. Sus habitantes, tanto jinetes como infantes, hacen continuas incursiones en el país de los cristianos. Ordinariamente viven del merodeo y se valen de ardides”.  Esta cita del viajero ceutí del siglo XI es una de las pocas fuentes escritas que nos hablan del pasado musulmán de la ciudad de Trujillo, llamada por aquel entonces Torgielo, Torgelo o Turyila, tras haberse conocido como Turgalium por los romanos o como Turcalion por los visigodos. La cita, aunque escueta y aparentemente anecdótica, es, sin embargo, un lujoso referente del que poder extraer información histórica sobre el pasado hispano-musulmán de Trujillo, no sólo por ser una de las escasas fuentes  contemporáneas a esa fase medieval que nos describen el ayer de la ciudad durante su periodo islámico, sino además y fundamentalmente por recoger detalles muy puntuales y concisos de la plaza en aquellos días, de su actividad mercantil y de sus gentes, demostrando así el desarrollo e importancia que Trujillo mostraba y poseía en Al-Ándalus, realidad histórica apoyada además por otra fuente de la que emana información a pesar de no ser una base escrita: la arquitectura hispano-musulmana conservada de aquella época.





Se considera la probabilidad de que el Trujillo hispano-musulmán, compuesto de alcázar y medina, abarcara espacialmente el mismo terreno que siglos después acogiera el actual casco histórico intramuros de la ciudad extremeña. Mientras que en el enclave donde encontramos hoy en día la Plaza Mayor de la localidad pudiera haberse celebrado antaño el mercado musulmán o situarse en esa explanada exterior el zoco de la ciudad, de donde pudo heredar la tradición mercantil y de donde pudiera provenir el nombre de Azoguejo con que se conoce a una plazuela cercana, en el espacio intramuros la iglesia de Santa María podría haberse construido sobre el enclave que acogió previamente la mezquita de Torgielo, salvándose para la posteridad varios aljibes de la época bajo las calles y palacios trujillanos (magnífico ejemplo sería la cisterna califal de la calle del Altamirano), y posiblemente reutilizándose desde entonces la alberca cuyo origen algunos han querido atrasar hasta la época de dominación romana.





Es sin embargo el mayor y más importante monumento legado por la población hispano-musulmana a Trujillo el castillo que, probablemente desde comienzos del siglo X, corona el cerro granítico conocido como de Cabeza de Zorro, considerado el punto origen de la localidad y enclave más alto de la misma desde el cual se puede divisar prácticamente toda la comarca a cuyas tierras la ciudad da nombre. Respondió la construcción de este fuerte durante los primeros años de la época califal a un plan defensivo con el que el Califato Cordobés quería contrarrestar los ataques que los reinos cristianos del Norte peninsular lanzaban contra las tierras septentrionales andalusíes, especialmente tras ocupar los asturianos y leoneses los territorios que antes no eran considerados de nadie, moviendo sus fronteras hasta incluir en ellas la vega del río Duero, y reconstruir la ciudad de Zamora en el año 893, convirtiéndose ésta desde su incorporación al reino de León por Alfonso III en la fortaleza más importante para los cristianos de la mitad occidental peninsular, repoblada por los mozárabes toledanos que veían en el avance de los reinos que tomando como estandarte la Cruz de Cristo avanzaban hacia el Sur una oportunidad de retomar sus vidas lejos de un gobierno musulmán que toleraba sus creencias y costumbres a la par que los perseguía, según el rigor religioso con que el soberano de turno reinara.





Pertenecía Trujillo a la denominada Marca o Frontera Inferior, llamada Al-Tagr al-Adna por los musulmanes, que junto a las Marcas Media y Superior conformaban las zonas fronterizas de Al-Ándalus con sus vecinos del norte peninsular. Se dividían éstas a su vez en Coras o subdivisiones administrativas, ocupando prácticamente la totalidad de la Marca Inferior la denominada Cora de Mérida, germen del posterior reino taifa de Badajoz y donde la antigua capital lusitana encabezaba los territorios noroccidentales andalusíes, entre la vega del río Guadiana y el Océano Atlántico. Conocida como Xenxir en época emiral, la Cora de Mérida poseía un eminente carácter militar debido a su carácter fronterizo, con una economía pujante heredera de épocas previas, y una población donde los berberiscos o beréberes contaban como uno de los grupos a destacar por su poderosa colonización e intervención en el devenir de la historia de la zona.






Varias fueron las tribus beréberes que se asentaron desde comienzos de la ocupación islámica y especialmente durante el periodo emiral a lo largo y ancho de los territorios que conforman la actual región de Extremadura. Destacan, entre todas ellas, las de Nafza y Miknasa, distribuyéndose principalmente los primeros en la zona nororiental, y los segundos en la comarca de la Serena. Mientras que los Nafzíes mantenían como núcleo principal de su presencia la fortaleza de Al-Vaqqas, bautizada por los cristianos como Vascos, en la actual provincia de Toledo, los Miknasíes presentaban como plaza clave la de Al-Asdam, población desaparecida y cuya localización aún hoy en día es un misterio, pero que algunos estudiosos han querido localizar bajo la actual Zalamea de la Serena, basándose en la traducción de la nomenclatura árabe de la perdida ciudad, entendida como “la de las columnas”, posible alusión al dystilo romano que decora la localidad pacense. El límite de los territorios ocupados por ambas tribus englobaría posiblemente las actuales Tierras de Trujillo, teniéndose constancia de que fuera esta localidad un punto de acogida de gentes de ambas ramas beréberes, huidos tras protagonizar abortados levantamientos contra el poder emiral, abundantes éstos durante los siglos VIII y  IX, y germen y antecesores de los jinetes que Al-Idrisi, varios siglos después, describía como ejecutores de las continuas razzias acometidas por los cercanos reinos cristianos.





Las incursiones contrarias realizadas en la zona andalusí por los furtivos leoneses llevó, un siglo después de la llegada de los beréberes a la ciudad, al establecimiento del cinturón defensivo que en esta parte del emirato y posterior califato defendía los territorios gobernados bajo el signo del Islam. Entraría Trujillo a formar parte de la línea defensiva junto a las fortalezas de Cáceres, Santa Cruz de la Sierra y Montánchez, con las que mantenía contacto visual desde el punto más alto de la ciudad, enclave ideal por ese motivo para levantar allí  el castillo que siglos más tarde aún se conserva. Considerada esta fortaleza de fábrica ligeramente posterior a la Alcazaba de Mérida, erigida en el año 835, comenzó posiblemente la edificación del Castillo de Trujillo durante la segunda mitad del siglo IX o comienzos del siglo X,  coincidiendo con la frontera histórica entre la desaparición del Emirato andalusí y el origen del Califato Cordobés, tras el ascenso al trono de Abd al-Rahmán III y época dorada de la España musulmana. Se siguieron para su construcción los esquemas propios de las alcazabas musulmanas de aquella época, tomando como ejemplo más cercano la mencionada fortaleza emeritense. Prácticamente hermético, sin ventanas y con escasas puertas que lo comunican con el exterior, bellamente rematada la principal en arco de herradura,  sus muros se elevaron usando para su construcción sillares graníticos, muchos de ellos reaprovechados de extintas construcciones y panteones romanos, entre los que aparecen algunas piezas pizarrosas, y colocados fundamentalmente en base a continuas hiladas.






Apareció en esta primera fase constructiva el denominada Patio de Armas, recinto cuya extensión alcanza los 2.000 m2 y con estructura cuadrangular, defendido por ocho torres adyacentes a sus muros y con dos portadas de acceso. Durante la ocupación almohade, dos siglos después, la fortaleza se vería incrementada en su planta con una Albacara, recinto adyacente al núcleo primitivo por su lado occidental, de plano hexagonal y con dos nuevas puertas y mayor número de torres, algunas de ellas albarranas. Toda su estructura sigue así un planteamiento propiamente militar, final al que iba dirigida su construcción. Sin espacios destinados a zonas residenciales, sí se dotó a la fortaleza de dos aljibes con los que recoger suficiente agua para abastecer a las pobladas tropas que allí acamparían, y con el que poder subsistir en caso de prolongado asedio. Ambas cisternas se ejecutaron en el espacio interior del Patio de Armas, una de ellas ubicada junto al muro oriental del mismo, mientras que la otra, de mayores dimensiones, se creó entre los flancos norte y occidental del castillo.





Mientras que el aljibe menor cuenta con 9 metros de longitud y 2,40 metros de anchura en la mayor de sus dos naves, el aljibe mayor del Castillo de Trujillo alcanza los 12,5 metros de largo y cuenta con ocho cámaras, englobado por ello dentro del grupo de aljibes hispano-musulmanes de más de dos naves de la Península Ibérica, conjunto en el que se integran también otras cisternas extremeñas como el cacereño Aljibe del Palacio de las Veletas,  o el ubicado bajo la Parroquia de Nuestra Señora de la Asunción, en Benquerencia de la Serena. Con planta irregular, este aljibe trujillano presenta una estructura rectangular desde el exterior, mas el interior responde a un original y poco común trazado en forma de L invertida. Muy reformado con el paso de los siglos, existe actualmente un acceso al interior del mismo a través de una escalinata que conduce directamente a la primera de las cámaras, accediendo por lo que sería el lado interno del brazo más largo de la L invertida. A la izquierda de la misma veríamos el segundo habitáculo, separado del primero por un alto arco de medio punto que supera los 2 metros de altitud, mientras que al lado oriental del mismo encontramos el acceso reforzado al brazo pequeño de la cisterna, donde tienen cabida dos de las seis cámaras restantes, separadas entre sí por un muro horadado con cinco arcos de medio punto de baja altura, sostenidos los dos centrales por un tosco fuste pétreo. De allí se accede hacia el último tramo del aljibe, paralelo al trecho por el que se entra al depósito. Residen allí cuatro cámaras de pequeñas dimensiones cada una, separadas entre sí nuevamente por altos arcos de medio punto, mientras que los dos habitáculos más occidentales mantienen comunicación con las cámaras primera y segunda a través de bajos arquillos.



Siete son los brocales con que cuenta el Aljibe mayor del Castillo de Trujillo y que permiten la recogida del agua de lluvia desde el exterior. Muestran algunos de ellos restos del revestimiento hidráulico que cubriría la totalidad de la cisterna y denominado almagre, reconocible fácilmente por el color rojizo que conserva y que le dio el arcilloso óxido de hierro empleado para su fabricación. Los muros del aljibe, por su parte, descubren en algunos de sus tramos, descorchados por el paso del tiempo y la cuestionable conservación del mismo, los elementos que conforman su fábrica, para la cual la mampostería y fundamentalmente el ladrillo fueron utilizados, como así se hiciera de manera habitual en la construcción de otros aljibes contemporáneos a éste, y por ende y en general en la mayoría de las edificaciones hispano-musulmanas, técnica heredada en la arquitectura popular española posterior, y uno más de los miles de aspectos que, como este aljibe y el castillo al que pertenece, pasaron a formar parte desde la cultura hispano-musulmana a la cultura española, sin la cual ni Trujillo, ni nuestra región ni nuestro país no hubieran sido nunca el mismo.





Cómo llegar:

La localidad trujillana, históricamente una de las más importantes de la provincia cacereña, y separada de la capital provincial por  poco más de 45 kms. de distancia, se ubica al Este de ésta. Se encuentran ambas poblaciones comunicadas por la carretera nacional N-521, cuyo tramo viario mantiene un hermano paralelo en la actual autovía A-58. También la autovía nacional A-5, que dibuja su recorrido entre Madrid y la frontera portuguesa a la altura de Badajoz, se acerca hasta Trujillo antes de alcanzar la capital autonómica. Siendo por su parte el municipio Trujillano cabeza de la comarca en la que se enclava, y a cuyas tierras da nombre, otras tantas carreteras secundarias unen la proclamada ciudad con los pueblos de los contornos, como es el caso de Madroñera o La Cumbre.

Corona el Castillo trujillano la localidad a la que pertenece, vislumbrándose el mismo prácticamente desde cualquier punto de la población. Partiendo desde su Plaza Mayor podremos llegar al mismo subiendo por la Cuesta de la Sangre, abierta en la esquina suroccidental de la plaza, que nos conducirá, atravesando la Puerta de Santiago, a la conocida como villa medieval, en cuya loma noroccidental nos aguarda la fortaleza hispano-musulmana.

El Castillo de Trujillo, adquirido por el Ayuntamiento de la ciudad en 1.929, y declarado Bien de Interés Cultural con la categoría de Monumento en 1.925 (Gaceta de Madrid nº 108, de 18 de abril de 1.925), se mantiene abierto al público en horario regulado y dependiendo su acceso de la adquisición de la entrada correspondiente.  Las horas de apertura habituales son de 10 a 14, y de 16 a 19, mientras que el precio de la entrada alcanza los 1,80 euros. El teléfono de la Oficina de Turismo trujillana, para confirmar datos y realizar cualquier consulta, es el 927322677. Una vez dentro podremos descubrir los rincones de su Patio de Armas, pasear por sus adarves, admirar la talla de su patrona, la Virgen de la Victoria, así como bajar al interior del Aljibe mayor, sumergiéndonos en parte de las entrañas del monumento, así como del pasado de la localidad y capítulo de nuestra  propia historia.


(Los pies de foto y comentarios sobre las mismas están aún por escribir; disculpen las molestias).

lunes, 20 de febrero de 2012

Tesoros del camino: fuste visigodo de la Torre de la Puerta del Alpéndiz, en Badajoz


Arriba: ubicado a los pies de la Torre de la Puerta del Alpéndiz, como refuerzo en la esquina más septentrional de la misma, un fuste visigodo permanece allí fijado desde que fuera colocado por los arquitectos hispano-musulmanes que dieron forma a la Alcazaba de Badajoz.

Hace poco más de un año publicaba en este blog una entrada y artículo dedicado a los vestigios visigodos conservados en el casco antiguo de Badajoz, titulado como tal y con el que presentaba un resumen y análisis de los restos de presunto origen hispano-visigodo que aún hoy en día aparecen diseminados por las calles, plazas y rincones de la capital pacense, enriqueciendo un patrimonio desconocido y muchas veces infravalorado y vilipendiado.


Se intentaba con el estudio mencionado rescatar para el conocimiento del público general un aspecto poco conocido de la herencia histórico-cultural que ha llegado a nuestros días en la ciudad de Badajoz. Un aspecto que aún en el presente ofrece una gran diversidad de incógnitas derivadas de la falta de datos sobre el origen de las piezas catalogadas y datadas en la época de dominación visigoda de estas tierras, y que hace barajar y valorar la idea que plantea el origen de la ciudad enclavada a orillas del Guadiana antes de su fundación por las huestes de Ibn Marwan, partiendo de una aldea o pequeño núcleo urbano de población hispano-visigoda.



Arriba: aspecto que en ocasiones presentan los alrededores de la Puerta del Alpéndiz, zona profundamente degradada y abandonada de Badajoz donde el patrimonio histórico-cultural ubicado en este enclave permanece sometido a un impune vandalismo mientras se cubre, como en el caso del fuste visigodo, de suciedad y malas hierbas.


Las piezas presentadas en febrero de 2.011 sorprenden al lector y al visitante que se deja pasear por el casco antiguo badajocense, mostrando una cara oculta y poco conocida del pasado de esta localidad. Un pasado rico en hechos pero tristemente respaldado por un listado de monumentos que han sufrido los avatares de cruentas batallas y guerras sin fin derivadas de la posición fronteriza de esta plaza fuerte española, así como víctimas del expolio y del vandalismo. Sin embargo la historia pasada no deja de estar presente en la ciudad, reapareciendo continuamente y de nuevo a raíz de excavaciones o de la mano de investigaciones, a veces incluso mostrándose agradecida al viajero que decide invertir parte de su tiempo admirando el casco antiguo pacense, y especialmente las murallas de una ciudad que dieron comienzo a la misma y que han visto crecer la urbe a sus pies desde que ésta partiera del primitivo Cerro de la Muela.

Es así como, tiempo después de publicada la entrada mencionada sobre los vestigios visigodos en el casco antiguo de Badajoz, el autor de estas líneas percibió, con gran sorpresa y satisfacción, la presencia de restos de un fuste presuntamente de fábrica visigoda ubicado a los pies de la Torre del Juego de la Condesa, también conocida como de la Puerta del Alpéndiz, por estar ésta ubicada junto a dicha entrada norte de la Alcazaba pacense, para cuya defensa fue diseñada y destinada. Siendo este acceso al interior del recinto amurallado el considerado uno de los más antiguos de los existentes en la fortaleza hispano-musulmana de Badajoz, presenta esta portada grandes paralelismos constructivos respecto a su hermana y meridional Puerta del Capitel, destacando ambas dentro del mundo militar hispano-musulmán así como en el campo de las construcciones defensivas medievales por su diseño y trazado en recodo, para lo cual la torre anexa a la puerta jugaba un papel fundamental, motivo por el cual las esquinas de mencionadas construcciones se vieron reforzadas, más que decoradas, por fustes de fábrica hispano-visigoda pertenecientes posiblemente a la misma recopilación de material que de este origen premusulmán se encontrase en las inmediaciones o bajo los terrenos sobre los que se fundó la primitiva Batalyaws, reutilizados igualmente en otras zonas de la Alcazaba y alrededores de la misma.



Arriba: durante la Edad Moderna y debido a su posición fronteriza, la ciudad de Badajoz conoció la construcción de su sistema abaluartado, en cuyo diseño se incluyó la clausura de la Puerta del Alpéndiz partiendo de la Torre del Juego de la Condesa el lienzo del semibaluarte de San Antonio, quedando el fuste visigodo al exterior del mismo y la portada almohade sin uso, hasta que un portillo se abrió en este flanco en la primera mitad del siglo XX.

Abajo: vista exterior de la Torre de la Puerta del Alpéndiz, en cuyo recodo externo izquierdo se conserva el fuste presuntamente visigodo, enclave profudamente desatendido donde la estructura del monumento está dañada, a la espera de una nueva intervención que permita el estudio, excavación y salvaguarda de este monumento.



Se erigió inicialmente el sistema amurallado del complejo defensivo musulmán inmediatamente y a raíz de la fundación de la ciudad por Ibn Marwan a finales del siglo IX y durante el periodo correspondiente a la existencia en la Península Ibérica del Emirato Cordobés. Sin embargo, y como ocurriera en otros enclaves andalusíes reconquistados parcialmente por la tropas leonesas a mediados del siglo XII, fruto del avance hacia el Sur de los reinos cristianos del Norte apoyado en el eclipse de la dominación almoravide peninsular, la llegada de los almohades no sólo supuso la retirada de los leoneses, sino además el refortalecimiento de las murallas y sistemas defensivos de las ciudades recuperadas para el Islam. La Alcazaba de Badajoz conoció durante este periodo una de sus mayores restauraciones y reformas, fruto de las cuales apareció la Puerta del Alpéndiz, y con ella la Torre que la acompaña. Posiblemente durante la campaña de obras efectuadas en 1.169 fue cuando los arquitectos decidieran utilizar el fuste marmóreo albino que se conserva a los pies de la Torre donde entonces se ubicó, y que aún hoy en día se conserva unido a la arista exterior más septentrional de la misma, observando el devenir de la historia pacense desde su humilde posición, pieza reconvertida en defensa de la traza del amurallado, indefensa ahora ante el olvido en que ha caído este histórico rincón del patrimonio badajocense, reflejo del vandalismo que acampa en la zona, expectante ante una controvertida restauración y recuperación del entorno, pero sorprendiendo pese a todo al visitante al que susurra los ecos de su rico pasado, convirtiéndose así en un tesoro en el camino.



Arriba: aspecto actual que presenta el Portillo anexo a la Puerta del Alpéndiz, abierto en el lienzo norte de la Alcazaba pacense para permitir el acceso al interior de la misma tras la clausura de la portada musulmana, y donde permanecen los restos de una blanca pieza marmórea de aspecto semejante a los fustes presuntamente visigodos conservados en el casco histórico de Badajoz (izquierda de la imagen), barajándose la posibilidad de que mencionada pieza comparta el mismo origen que las demás, recuperada en alguna de las excavaciones que ha sufrido la zona, o incluso tomada de la Torre del Juego de la Condesa.



Arriba y abajo: imágenes interior y exterior respectivamente de la Puerta del Alpéndiz, donde se puede apreciar, en la primera, la defensa de la misma por la Torre del Juego de la Condesa, así como, en la segunda, el diseño en recodo de este acceso almohade al interior de la Alcazaba pacense y la decoración de la misma a base de sillarejo, alfiz y dañado arco de herradura, motivos más que suficientes para valorar este enclave dentro de las obras militares medievales, así como entre los monumentos histórico-artísticos más destacados de la región, poseyendo la Alcazaba pacense la declaración de Bien de Interés Cultural en la categoría de Monumento desde 1.931 (Gaceta de Madrid nº 155, de 04 de junio de 1.931).

viernes, 10 de febrero de 2012

Necrópolis visigoda de Aliseda


Arriba: conocidas popularmente como las Tumbas de los Moros, la necrópolis visigoda de Aliseda cuenta con un total de seis enterramientos antropomorfos excavados en la roca, cinco para adultos y uno para un infante, siguiendo la misma línea de otros sepulcros similares y contemporáneos que se expanden por toda la comarca.

Es habitual en muchos puntos de Extremadura, y más concretamente en algunas de las poblaciones que se levantan en las cercanías de la ciudad de Cáceres y que forman parte de la comarca de Tajo-Salor-Almonte, atribuir a los antiguos pobladores hispano-musulmanes, denominándolos sencillamente “de los moros”, la autoría de muchos yacimientos que subsisten escondidos entre dehesas, junto a la vega de un río o al abrigo de riscos, enriqueciendo el patrimonio de muchas localidades y el extremeño en general. Sin embargo, y salvo contadas excepciones, estas dataciones populares no son exactas, respondiendo la costumbre a tendencias derivadas de la misma repoblación de las tierras tras la Reconquista que por los reinos cristianos del Norte peninsular se llevó a cabo en las mismas, cuando los colonizadores adjudicaban todo lo anterior a su llegada a los previos habitantes que allí vivían.

Al añadirse las tierras que componen la actual Extremadura al mapa que dibujaban los reinos de León y de Castilla en su expansión territorial meridional, se propuso, como ya se hiciera en fases anteriores, repoblar los recién adquiridos territorios con población cristiana que, además de aumentar la presencia humana y el índice de población, y que multiplicara el número de súbditos cristianos fieles a los nuevos gobernantes, colonizaran con sus costumbres y cultura aquellos terrenos donde la presencia del Islam había dejado huella durante varios siglos. La conquista cristiana sin embargo fue más rápida que el aumento de la población, y esta segunda repoblación no siguió la misma tendencia que la primera, cuando los reinos cristianos ocuparon la cuenca del río Duero y la submeseta norte. El número de colonizadores fue mucho menor que entonces, dividiéndose la tierra en latifundios que en muchas ocasiones pasaban a manos de las mismas Órdenes Militares a las que se había asignado el control de los territorios reconquistados, quedando los nuevos pobladores recogidos en las poblaciones preexistentes, o bien y en la mayoría de los casos convirtiéndose en vecinos de nuevas localidades inauguradas en esta nueva etapa de la historia regional y nacional.




Arriba y abajo: separadas en tres subgrupos de tres, dos y un enterramiento respectivamente, las tumbas aliseñas se encuentran talladas en afloraciones graníticas muy cercanas entre sí, localizadas en un enclave denominado Cabeza Rabí y ubicadas en la ladera septentrional de la Sierra del Aljibe, siendo los dos nichos de las imágenes los que conforman el subgrupo de dos túmulos y el más cercano a la cresta de la montaña.




Muchos de estos nuevos municipios, a pesar de deber su origen a mencionada repoblación o colonización castellano-leonesa, se asentaron en enclaves privilegiados que, bien por su ubicación estratégica o morfología de los terrenos ya fueron escogidos por antiguos pobladores para guarecerse, fijar allí su morada o levantar sus viviendas. Aliseda, al suroeste de la provincia cacereña y erigida a los pies de la Sierra de San Pedro, es un claro ejemplo de ello. Mientras que el actual pueblo data de la Baja Edad Media, apareciendo a raíz del fuero de Cáceres con el nombre de Aldea de Aliseda y formando parte del Sexmo de Cáceres, junto a este emplazamiento ya figuró un antiguo castro de la Edad del Bronce, se explotaron diversas minas por los romanos, y fue zona de paso de otras culturas como la tartésica, de cuya época se conservó enterrado el archiconocido Tesoro de Aliseda, actualmente conservado en el Museo Arqueológico Nacional de Madrid, y referente clave a la hora de conocer la cultura prerromana de Tartessos.

Puerto natural que abre paso a las tierras del noroeste pacense, comunicando la penillanura cacereña con la villa de Alburquerque, el enclave donde se asienta Aliseda ha sido siempre un cruce de caminos que ha permitido la comunicación con el interior de la Sierra de San Pedro. Si bien en los inmediatos siglos pasados ha servido como enlace a portugueses y españoles, más en contiendas que en épocas de paz, en la Antigüedad también sirvió como lugar de tránsito, posible parada entre la latina Norba Caesarina (actual ciudad de Cáceres), y la romana Valencia de Alcántara, identificada por algunos estudiosos con la antigua Valentia, nombre dado al oppidum fundado para acoger a los traicionados soldados de Viriato, disputándose la localidad cacereña mencionado origen con la Valencia mediterránea.




Arriba: destaca dentro de la necrópolis visigoda de Aliseda el subgrupo de tres enterramientos donde las tumbas se descubren paralelas y muy cercanas entre sí, contando entre ellas con el sepulcro destinado posiblemente a un niño, barajándose por ello la posibilidad de que allí fueran depositados los cuerpos inertes de un matrimonio junto a su pequeño vástago.
Abajo: vista del sepulcro izquierdo perteneciente al subgrupo de tres tumbas, de claro diseño antropomorfo donde el cadáver sería depositado recto y en decúbito supino.


Abajo: labradas sobre la misma afloración rocosa, la tumba infantil de la necrópolis de Aliseda no se halla de manera aislada, sino cercana a la de dos adultos y a la derecha de ambos.
 


Como ya ocurría en otros puntos de una muy romanizada Lusitania, también junto a estas antiguas rutas que comunicaban la vertebral Vía de la Plata con las tierras occidentales, surgieron múltiples villas que servían como pequeños núcleos desde el que impulsar la economía agrícola y ganadera que sostenía la provincia latina. Así, y a las ya mencionadas minas de las que se extraía plata, hierro y azufre del corazón de la Sierra del Aljibe, en las proximidades de la actual Aliseda se encontraron las villas romanas de Casas de Santa Catalina y de la Umbría de las Viñas. Fueron éstas con toda probabilidad el germen  de posteriores vicus o explotaciones agroganaderas que, tras la caída de Roma y bajo la presencia y gobierno visigodo en la Península Ibérica, recogieron el relevo económico de las ciudades y supieron sostener la economía así como salvaguardar la estabilidad de la región.

Aunque la presencia visigoda en la antigua Norba Caesarina no está prácticamente datada, y la ausencia casi total de datos sobre este periodo hacen de la etapa un capítulo oscuro en la historia cacereña, la ocupación visigoda de los terrenos que componen la actual Extremadura es indiscutible, basándonos fundamentalmente en el legado histórico- artístico con que dotaron a Emérita Augusta, así como en la prolífera existencia de basílicas godas en los alrededores de la antigua capital lusitana, erigidas además a lo largo de la Vía de la Plata, especialmente en el espacio comprendido entre los ríos Guadiana y Tajo, con ejemplos en Alcuéscar (basílica visigoda de Santa Lucía del Trampal), y en el desaparecido enclave de Alconétar (cuya basílica descansa, como el resto del yacimiento, sumergido bajo las aguas del embalse de Alcántara).




Arriba: detalle del nicho central del subgrupo compuesto por tres tumbas donde se aprecia el labrado del sepulcro, destacando en el mismo la oquedad limada como reposacabezas del difunto.
Abajo: tallado de manera aislada un último enterramiento cierra el conjunto funerario, presentando en su interior hierbajos, polvo y humedad depositados por su exposición al aire libre, donde un día descansaron los restos de ciertos pobladores que aproximadamente 1.500 años atrás hicieron de este enclave su hogar.



Con otros ejemplos cercanos, fundamentalmente en Arroyo de la Luz y en el paraje de Los Barruecos, la necrópolis visigoda de Aliseda pudo responder a la presencia inmediata de alguna villa o vicus durante el periodo hispano-visigodo, cuya familia titular y terratenientes al mando de la explotación escogieron esta manera de inhumación, excavando en la roca granítica que aflora a los pies de la serranía pétreos sepulcros antropomorfos, posteriormente tapados con posibles tapas graníticas o losas de pizarra, material muy abundante en los contornos. Datadas entre los siglos VI y VII d. C., basándonos en las características de los enterramientos así como en los restos de cerámica descubierta en las inmediaciones, la necrópolis aliseña cuenta con un total de seis enterramientos, cinco de ellos destinados a acoger los cuerpos de personajes adultos, y un último sepulcro de menor tamaño tallado seguramente para un infante. Las seis tumbas se hallan a su vez divididas en tres subgrupos según su localización y perforación en diferentes afloraciones rocosas.

A escasa distancia un subgrupo del otro, y todos en el lugar conocido como Cabeza Rabí, es el más distante de la cresta de la sierra el que acoge mayor número de enterramientos, con tres sepulcros excavados en paralelo, figurando allí la tumba supuestamente infantil junto a otra adulta. Esta característica, más que cualquier otra, hace pensar en la posible inhumación de un matrimonio junto a un menor descendiente de ellos dentro de este subgrupo de nichos. Los otros dos subgrupos, de dos y un enterramiento respectivamente, figuran más elevados dentro de la pendiente de la falda donde se ubica el yacimiento. En los seis casos sigue el labrado de los túmulos el mismo diseño, respetando la silueta antropomorfa de los cadáveres que iban a acoger, respondiendo por tanto a un mismo tipo de enterramiento donde el difunto era colocado de manera recta y decúbita supina (sobre la espalda) en el lecho granítico. Comparten esta característica además con los enterramientos pertenecientes a necrópolis cercanas, como las mencionada de Arroyo de la Luz o de Los Barruecos, hecho que permite relacionar al menos cronológicamente las diversas fosas, formando entre todas ellas, así como con el resto de sepulcros antropomorfos pétreos que salpican la provincia y la región, todo un catálogo de vestigios visigodos que amplían el patrimonio dejado por este pueblo en nuestras tierras, engrandeciendo aún más el patrimonio histórico y el legado cultural que ha heredado Extremadura.

Cómo llegar:



Arriba: visión general del yacimiento funerario aliseño donde se aprecian los tres subgrupos que componen la necrópolis visigoda, acondicionados para su visita libre en un enclave donde el caminante podrá disfrutar no sólo de los vestigios históricos, sino además de las bellas vistas de la comarca y del fresco aire de la sierra.


La localidad cacereña de Aliseda, cercana al margen izquierdo del río Salor y a los pies de la Sierra de San Pedro, se ubica a unos 30 kilómetros de la capital provincial, comunicada con ella a través de la carretera nacional N-521, vía que une Trujillo con la frontera portuguesa, atravesando la ciudad de Cáceres.

Alcanzada la localidad según nos dirigimos hacia Valencia de Alcántara, recomendamos acceder a la misma por la última calle del pueblo que se abre a la carretera, denominada como Paseo de la Habana. Se prolonga el mismo hacia la calle Pizarro, que alcanza la popular Plaza de Extremadura, tras la cual, y girando a la derecha, penetramos en la Avenida de la Constitución. Hallaremos al final de esta calle una antigua fábrica de harina, existiendo junto a la misma y subiendo hacia la montaña un camino que nos conducirá, a mano izquierda, hacia el paraje donde se halla el yacimiento visigodo, separado por unos 3 kilómetros del núcleo urbano y acondicionado para su libre visita con bancos y un cartel informativo que permite disfrutar de la necrópolis así como del bello paraje que nos espera a los pies de la Sierra de San Pedro.


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